– ¿En la nariz?… Vaya, no me diga -ahora se dirigía a Coy con renovado respeto-. Tiene que contarme eso, camarada. Me muero de ganas.

Coy se lo contó en pocas palabras, sin adornos. Perro, hotel, nariz, comisaría. Cuando hubo terminado, Gamboa lo estudiaba reflexivo, divertido, rascándose la barba.

– Caramba. Y sin embargo, incluso para quien no conozca su historial, Palermo es un hombre peligroso… Y además está esa mirada que lo desconcierta a uno, porque no sabes de qué ojo ocuparte -se quedó observando otra vez a Coy, como si evaluara su capacidad de golpear las narices de la gente-… Así que un contacto superficial, ¿verdad?… Ja, ja. Superficial.

Todavía rió un poco más, mientras Coy estudiaba a Tánger y ella le sostenía la mirada, aún con la sonrisa en la boca.

– Celebro que alguien le haya dado una lección a ese cabrón arrogante -dijo al fin Gamboa, cuando echaron a andar otra vez-. Ya os he contado que se dejó caer por aquí como hacen ellos. Humo y pistas falsas: cayos de Florida, Zahara de los Atunes, Sancti Petri, bajos del Chapitel y del Diamante… Incluso la ría de Vigo y sus famosos galeones…

Habían dejado el mar a la espalda y se adentraban por las viejas calles cercanas a la catedral, junto a la torre de ladrillo y los muros de la iglesia de Santa Cruz. La plaza bajaba en cuesta, con un Cristo en una hornacina, y faroles, geranios y persianas en los balcones de casas muy antiguas, cuyo encalado, como el de casi toda la ciudad, se desconchaba por el viento y la humedad del mar próximo. Allí casi todo eran sombras, y la luz poniente se retiraba sobre los tejados. El suelo de aquella plaza, contó Gamboa en honor de Coy, estaba empedrado con piedras americanas: el lastre de los buques que hacían la ruta de las Indias.

– Como dije -prosiguió-, y volviendo a Nino Palermo, yo andaba prevenido… Así que lo dejé merodear sin darle pistas que merecieran la pena.

– Te lo agradezco -dijo ella.

– No fue sólo por ti. Ese marrajo ya me hizo una faena hace tiempo, cuando fue tras el rastro de las cuatrocientas barras de oro y plata, aunque otros hablan de medio millón de piezas de a ocho, del “San Francisco Javier”… Pero en esos casos, en vez de montar un escándalo que no beneficia a nadie, lo mejor es no darse por aludido y guardarla. Ja, ja. Arrieros somos.

Anduvieron entre los coches aparcados que estorbaban el paso, cruzándose con algunos tipos de mala catadura. La zona bullía de tascas modestas llenas de pescadores en paro, buscavidas y mendigos. Un joven con zapatillas de deporte y aspecto de correr muy rápido los 100 metros lisos fue siguiéndolos un trecho, pendiente del bolso de Tánger, hasta que Coy se volvió, plantándose en mitad de la calle con cara de malas pulgas, y el muchacho decidió cambiar de aires. Prudente, Tánger mudó el bolso de sitio. Ahora lo sostenía contra el costado.

– ¿Qué es lo que Palermo te pidió exactamente?

Gamboa se detuvo a encender el cigarrillo que ella y Coy acababan de rechazar. El humo escapó entre la cazoleta de sus dedos.

– Lo mismo que tú. Buscaba planos -guardó el mechero, volviéndose hacia Coy-. En cualquier trabajo sobre naufragios, los planos son importantísimos. Con ellos puede estudiarse la estructura del barco, calcular medidas y todo lo demás… Bajo el agua no resulta fácil orientarse, porque lo que encuentras, a diferencia de lo que pasa en las películas, suele ser un montón de maderas podridas, a menudo cubiertas por la arena. Saber dónde está la proa, o la longitud del combés, o dónde se hallaba la bodega, ya es un progreso notable. Con los planos y una cinta métrica, uno puede buscarse razonablemente la vida allá abajo -miró a Tánger con intención-… Por supuesto, según lo que espere encontrar.

– No se trata de buscar allá abajo, en principio -dijo ella-. Esto es sólo una investigación. La fase operativa vendrá después, si es que viene.

Gamboa dejó escapar un hilo de humo entre sus incisivos amarillos.

– Claro. Ja, ja. La fase operativa -los ojos se le entornaban, maliciosos-… ¿Cuál era la carga del “Dei Gloria”?

Tánger también rió con suavidad, poniéndole una mano sobre el brazo.

– Algodón, tabaco y azúcar de La Habana. Lo sabes de sobra.

– Ya -Gamboa se rascaba la barba-. De cualquier modo, si alguien localiza el barco y pasa…

¿Cómo dijiste?… A la fase operativa, todo depende también de lo que se busque. Si son documentos o material perecedero, no hay nada que hacer.

– Por supuesto dijo ella, tan imperturbable como si jugaran al póker.

– El papel se moja, y pluf. Arrivederci.

– Claro.

Gamboa volvió a rascarse antes de darle otra chupada al cigarrillo.

– Así que algodón, tabaco y azúcar de La Habana, ¿verdad?…

El tono era guasón. Ella alzó ambas manos, como una chica inocente:

– Eso dice el manifiesto de embarque. No es una maravilla, pero permite hacerse una idea bastante aproximada.

– Tuviste suerte al encontrarlo.

– Mucha. Vino a España con los papeles de la evacuación de Cuba en 1898; no a Cádiz, donde se habría perdido con el incendio, sino a El Ferrol. De ahí pasó a Viso del Marqués, donde pude consultarlo en la sección de Navegación Mercantil.

– Tuviste mucha suerte -repitió Gamboa.

– Fui a ver si encontraba algo, y de pronto apareció delante de mis ojos. Barco, fecha, puerto, carga, pasajeros… Todo.

Gamboa la analizó intensamente.

– O casi todo -dijo, zumbón.

– ¿Qué le hace pensar que hay algo más? -preguntó Coy.

El otro sonreía plácidamente. Movió la cabeza.

– Yo no pienso, camarada. Me limito a observar a esta joven señora… Y a constatar el interés de Nino Palermo en el mismo asunto. Y también a darme cuenta, porque llevo años en esto y no nací ayer, de que ese viaje La Habana-Valencia sin escala en Cádiz, por mucho manifiesto habanero que haya en Viso del Marqués limpio de polvo y paja, huele a operación encubierta… Y si consideramos la fecha, y de postre el armador que lo fletaba, la conclusión es obvia: el “Dei Gloria” tenía gato encerrado. Lo que ese corsario hundió era cualquier cosa menos un barco inocente.

Dicho aquello, el director del observatorio guiñó un ojo y rió de nuevo mientras soltaba el humo del cigarrillo entre sus dientes desparejos.

– Tampoco ella lo es -añadió.

Miraba a Tánger. Y entonces Coy la vio reír a su vez, también del mismo modo que antes, con mucha suavidad: el aire inteligente, misterioso y cómplice. Gamboa no parecía molesto en absoluto, sino divertido, como tolerante hacia una chica mala que por alguna razón gozara de sus simpatías. Y Coy comprobó que, como en tantas otras cosas, ella también sabía reír del modo adecuado; así que volvió a experimentar un vago despecho, sintiéndose fuera de todo aquello, desplazado e incómodo. Ojalá estuviéramos ya allí, pensó. En el mar, lejos de todos, a bordo de un barco donde no tenga más remedio que apuntarme todo el tiempo a los ojos. Ella y yo. Buscando oro en barras, lingotes de plata o lo que le salga del coño.

Gamboa pareció intuir su incomodidad, pues le dirigió una mueca amistosa.

– No sé lo que ella busca -dijo-. Ni siquiera sé si usted lo sabe. Pero en cualquier caso, pocas cosas resisten dos siglos y medio en el agua. Los bichos xilófagos atacan la madera, el hierro se corroe y se cubre de adherencias…

– ¿Y qué pasa con el oro y la plata?

Gamboa lo observó con sorna.

– Ella dice que no busca eso.

Tánger escuchaba en silencio. Por un momento Coy cruzó su mirada serena: parecía indiferente a la conversación.

– ¿Qué pasa con ellos? -insistió.

– La ventaja del oro y de la plata -explicó Gamboa- es que el mar los afecta muy poco. La plata se oscurece, y el oro… Bueno. El oro es muy agradecido en los naufragios. No se oxida, ni se pone verde, ni pierde brillo ni color. Lo sacas tal y como se fue al fondo -hizo otro guiño, interrumpiéndose, y luego se volvió a Tánger-… Pero estamos hablando de tesoros, y eso son palabras mayores. ¿Verdad?


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