– Nadie ha hablado de tesoros -dijo ella.

– Claro. Nadie. Tampoco Palermo lo hizo. Pero un buitre como él no se mueve por amor al arte.

– Eso es cosa de Palermo, no mía.

– Claro. Ja, ja -ahora Gamboa se dirigía a Coy, jovial-. Claro.

Callejón de los Piratas, leyó de pronto éste en una fachada. Aquella calle estrecha y de deteriorados muros blancos se llamaba nada menos que Callejón de los Piratas. Releyó el rótulo de azulejos, todavía incrédulo, comprobando que no se trataba de un error. Había estado en Cádiz otras veces; conocía la zona del puerto, en especial los bares ya desaparecidos de la calle Plocia, muy frecuentados en tiempos de la Tripulación Sanders; pero no esa parte de la ciudad. Desde luego no aquel callejón, cuyo pintoresco nombre estuvo a punto de hacerle soltar una carcajada. Aunque no tan pintoresco, después de todo. Nada más adecuado, razonó, para un lugar como ése y para un grupo como el suyo: un marino sin barco y una buscadora de naufragios en la antigua Gadir fenicia: la ciudad milenaria de la que tantos barcos y tantos hombres habían zarpado año tras año, siglo tras siglo, para no volver. Al fin y al cabo, tenía sentido. Si los pasos de piratas y corsarios resonaron sobre esas piedras redondas y oscuras, antiguo lastre de barcos que traían el oro de América, el fantasma del “Dei Gloria” y sus tripulantes perdidos en el fondo del mar, Tánger y él mismo, quizá despertasen también los ecos adecuados. Tal vez lo que parecía relegado a ciertas páginas e imágenes, territorio de infancia, ámbito exclusivo de los sueños, aún fuese posible de algún modo. O quizá lo fuese porque cierto tipo de sueños seguía acechando entre susurros de piedra y papel, en lápidas y viejos muros carcomidos por el tiempo, en libros que eran como puertas abiertas a la aventura, en legajos amarillentos que podían significar comienzos de singladuras apasionantes, peligrosas, capaces de multiplicar una vida en mil vidas, con sus respectivas etapas Stevenson, y Melville, y su inevitable etapa Conrad. ‘“He navegado por océanos y bibliotecas”’

había leído una vez, mucho tiempo atrás, en algún sitio. También pudiera ser, simplemente, que todo aquello fuese abordable de una forma determinada y no de otra, porque había una mujer que le daba sentido. Y porque a partir de un momento, cuando se doblaba tal o cual punta de tierra y cierta parte de la vida de un hombre quedaba en franquía, una mujer, “la” mujer, era quizás el único motivo para mirar atrás. La única tentación posible.

Observó a Tánger, que caminaba al otro lado de Gamboa, el bolso sujeto bajo el codo, los ojos bajos, contemplando el suelo ante sus sandalias de cuero, ajena al rótulo de la calle porque no lo necesitaba -ella pisaba sus propias calles-, con el cabello todavía enredado por la brisa del mar. El problema, se dijo, es que la ciencia náutica no sirve para nada a la hora de navegar en tierra, o en torno a una mujer. No hay cartas planas ni esféricas que las describan a ellas. Después se preguntó cuál era el oro que buscaba Tánger: si el oro mágico de los sueños, o el más concreto, metálico y amarillo, que sobrevivía inalterable al tiempo y a los naufragios.

– De cualquier modo -estaba diciendo Gamboa, en atención a Coy-, todo rescate de objetos en el mar es ilegal sin un permiso administrativo.

La legislación sobre buques hundidos, explicó a continuación, contemplaba aspectos muy diversos: propiedad del barco y de su carga, derechos históricos, aguas territoriales o internacionales, patrimonio cultural y otros detalles. Gran Bretaña o los Estados Unidos solían ser permisivos con la iniciativa privada, apuntando más al negocio que a la cultura. El principio anglosajón, resumió, consistía en busca, encuentra y págame. Pero en España, como en Francia, Grecia y Portugal, el Estado era muy restrictivo, con una legislación que se remontaba al derecho romano y al Código de las Siete Partidas.

– Técnicamente -concluyó-, sacar sin permiso un trozo de ánfora

es delito. Hasta el simple hecho de buscarlo ya lo es.

Habían desembocado en la plaza de la catedral, con sus dos torres blancas y su fachada neoclásica presidiendo la explanada. Bajo las palmeras paseaban parejas maduras, madres con cochecitos y niños que correteaban entre las mesas de las terrazas cercanas. A medida que la última luz se iba retirando, las palomas volaban hacia los aleros, acomodándose para pasar la noche entre pilastras jónicas. Una de ellas aleteó muy cerca de la cara de Coy.

– En esta fase no hay problema -dijo Tánger-. Investigar no vulnera nada.

Gamboa mostró los dientes amarillos en otra de sus plácidas sonrisas. Era evidente que disfrutaba lo suyo. A mí, decía el gesto, me la vais a dar con queso. A mis años y capitán de navío.

– Claro que no -dijo.

– Nada en absoluto.

– Eso he dicho.

Tánger dio unos pasos, imperturbable. Seguía pendiente del suelo ante sí. Coy contempló la línea inclinada de su cuello, en la nuca. Su aspecto equívocamente frágil. Cuando se volvió hacia Gamboa, encontró que éste lo estudiaba con interés.

– Tal vez más adelante -dijo ella sin alzar la cabeza-, si obtenemos resultados, podamos proponer un plan de prospecciones serias…

Coy oyó a Gamboa reír por lo bajo. Seguía mirándolo a él.

– Eso si Palermo no se adelanta.

– No se adelantará.

Pasaron frente a un antiguo caserón de paredes decrépitas, con un balcón de hierro oxidado sobre la puerta principal. Coy leyó la placa de mármol atornillada en un muro: “Falleció en esta casa D. Federico Gravina y Nápoli, capitán general de la real armada, de resultas de la herida que recibió a bordo del navío Príncipe de Asturias en el memorable combate de Trafalgar”…

– Me encantan las chicas seguras de sí mismas -estaba diciendo Gamboa.

Coy se volvió a observarlo. Había hablado para él, no para ella; y no le gustó la ironía amistosa que apuntaban los ojos de normando. Tú sabrás en lo que andas, decían. En cualquier caso, lo sepas o no lo sepas, si yo me hallara en tu camisa andaría con ojo, camarada. O sea: avante despacio, y escandallo. Aquí hay pocas brazas bajo la quilla, y piedras por todas partes, y salta a la vista que esta mujer sabe lo que busca, pero dudo que lo tengas igual de claro tú. Sólo hay que comparar sus palabras y tus silencios. Sólo hay que verte la cara a ti, y verle la cara a ella.

Se habían despedido de Gamboa y caminaban por el casco viejo de la ciudad, buscando un sitio donde comer un bocado. El sol estaba oculto desde hacía rato, dejando un rastro de claridad en el oeste, tras los tejados que se escalonaban hacia el Atlántico.

– Éste era el sitio -dijo Tánger.

Desde que estaban de nuevo solos, su actitud parecía distinta. Más relajada y natural, como si bajase una guardia imaginaria. Ahora conversaba parándose de vez en cuando para señalar este o aquel lugar, colgado del hombro el bolso y sujeto bajo el codo, oscilante la amplia falda azul con la cadencia de sus pasos, por los callejones de paredes arruinadas. Cuando se volvía a mirarla, él veía relucir la luz indecisa de las farolas en sus iris oscuros.

– Aquí estaba el castillo de Guardiamarinas -dijo ella.

Se habían detenido en una calle en cuesta que ascendía hacia el teatro romano y la antigua muralla, junto a unos muros arruinados en los que se apoyaban columnas de piedra, y dos arcos ojivales que no sostenían ya techo alguno. Había un tercer arco de medio punto algo más arriba, haciendo de embocadura a un estrecho callejón. Olía a aire salobre del mar cercano, que podía oírse batir las murallas tras los edificios, y también a piedra vieja, a orín y suciedad. Olía, se dijo Coy, como los viejos rincones de los puertos en decadencia, aquellos que aún no se hallaban iluminados por baterías de luces halógenas al extremo de torres de cemento, y por donde la tecnología y el plástico parecían haber pasado de largo, enquistándolos en tiempos muertos como el agua inmóvil al pie de los muelles, entre gatos y cubos de basura, faroles rojizos, puntas de cigarrillos en la sombra, botellas rotas en el suelo, cocaína a buen precio, mujeres a tanto el cuarto de hora, la cama aparte. Ni siquiera el puerto de Cádiz, al otro lado de la ciudad, tenía ya nada que ver con todo aquello, y los antiguos burdeles y pensiones eran ocupados ahora por bares y hostales respetables. No había mondas de plátano junto a los tinglados y las grúas, ni tripulantes borrachos que buscaban su barco al amanecer, ni patrullas de policía naval, ni marineros yankis apuñalados en una esquina. Esos escenarios quedaban desplazados a otros lugares del mundo, e incluso allí las cosas eran diferentes. Todavía quedaban sitios como Buenaventura, con sus calles estrechas, los puestos de frutas, el bar Bamboo, los burdeles y las mestizas con trajes tan ajustados y ligeros que parecían pintados sobre sus cuerpos. O Guayaquil, con sus cócteles de langostinos y las iguanas trepando por los árboles en el centro de la ciudad al ritmo de las campanadas de los cuatro relojes de la catedral, y las tediosas guardias nocturnas con una linterna y una pistola de bengalas al cinto en previsión de asaltos piratas. Pero ésas eran las excepciones. Ahora, en su mayor parte, los puertos estaban lejos del centro de las ciudades y se habían convertido en explanadas de aparcar camiones; los barcos amarraban las horas precisas para descargar contenedores, y los marineros filipinos y ucranianos se quedaban a bordo viendo la tele, para ahorrar.


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