Coy no tocó su cerveza. Con la chaqueta sobre los hombros, las manos en los bolsillos y recostado en el respaldo de la silla, miraba beber al hombre sentado frente a él.

– Tenía mucha sed -repitió el otro.

En el camino desde el callejón hasta la plaza, después que Tánger hubiera sujetado a Coy hasta lograr serenarlo y él terminase por acceder mecánicamente, con la sensación de estar moviéndose en una niebla irreal, el enano melancólico se había alisado de nuevo el pelo y retocado la indumentaria. Aparte de un leve desgarro en el bolsillo superior de la americana, que había descubierto con ojos doloridos y una mueca acusadora, volvía a tener una apariencia respetable, siempre algo excéntrica, con aquel aspecto meridional y estrafalariamente inglés.

– Traigo una propuesta del señor Palermo. Una propuesta razonable.

Su acento porteño era tan intenso que parecía adrede. Horacio Kiskoros, había dicho cuando las aguas volvieron a su cauce. Horacio Kiskoros, a su servicio. Esto último subrayado con una leve inclinación de cabeza, en un tono cortés desprovisto de ironía, cuando él y Coy estaban recobrando aliento tras la refriega. Se expresaba en el español concienzudo y algo anacrónico hablado por ciertos hispanoamericanos, con palabras que a este lado del Atlántico hacía tiempo que estaban fuera de uso. Utilizaba mucho señor, y disculpe, y sería tan amable de. El caso es que había dicho eso: a su servicio, mientras se repasaba la ropa descompuesta y ajustaba la pajarita que los zarandeos le habían torcido a un lado del cuello. Bajo la americana llevaba unos curiosos tirantes con franjas verticales: dos azules a los lados y una blanca en el centro.

– El señor Palermo quiere llegar a un acuerdo.

Coy se volvió a Tánger. Había caminado con ellos callada todo el tiempo, y ahora seguía sin pronunciar palabra. Evitaba, comprobó él, mirarlo a la cara que sólo unos minutos antes le había tocado por primera vez; quizá para no verse obligada a dar explicaciones ineludibles.

– Un acuerdo -matizó Kiskoros en términos razonables para todos -estudió a Coy e hizo un gesto hacia arriba con el pulgar, señalándose la nariz para recordarle la escena del Palace-. Sin rencores.

– No hay ninguna razón para acordar nada con nadie.

Ella había hablado por fin. Tan fría, observó Coy, como si la voz se le filtrara entre cubitos de hielo. Miraba directamente a los ojos saltones y tristes de Kiskoros, con la mano derecha apoyada en la mesa; el reloj de acero daba una insólita apariencia masculina a los dedos largos, de uñas irregulares y cortas.

– Él no lo cree así -respondió el argentino-. Dispone de recursos de los que ustedes carecen: medios técnicos, experiencia… Plata.

Un camarero trajo una fuente con calamares a la romana y huevas de pescado fritas, y el enano melancólico le dio las gracias con mucha educación.

– Bastante plata -repitió, comprobando el contenido de la fuente con interés.

– ¿Y qué espera a cambio?

Kiskoros había cogido un tenedor y pinchaba delicadamente un aro de calamar.

– Usted ha investigado mucho -masticó el bocado con deleite, hasta que dejó de tener la boca llena-. Posee datos valiosos, ¿verdad?… Detalles que el señor Palermo no ubica del todo. Eso le ha hecho pensar que una asociación sería bien piola para ambas partes.

– No me fío de él -dijo Tánger.

– Tampoco él se fía de usted. Podrán combinarse.

– Ni siquiera sabe qué estoy buscando.

Kiskoros parecía tener apetito. Había probado suerte con las huevas, y ahora volvía a los calamares entre sorbo y sorbo de cerveza. Se volvió un instante a medias, escuchando la música de guitarra que venía de la escalinata de la catedral, y después sonrió, complacido.

– Quizá conozca más de lo que cree -dijo-. Pero esos detalles deben discutirlos con él. Yo sólo soy un mensajero, como usted sabe.

Coy, que hasta entonces no había abierto la boca, se dirigió a Tánger.

– ¿Desde cuándo conoces a este tío?

Ella tardó tres segundos exactos en volver el rostro hacia él. La mano sobre la mesa había cerrado los dedos. La retiró despacio, llevándola al regazo, sobre la falda.

– Desde hace tiempo -dijo con mucha calma-. La primera vez que Palermo me amenazó, él lo acompañaba.

– Es cierto -confirmó Kiskoros.

– Lo ha estado usando para presionarme.

– Eso también es cierto.

Coy hizo caso omiso del argentino. Seguía pendiente de ella.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

El suspiro de Tánger apenas fue audible.

– Tú aceptaste jugar según mis reglas.

– ¿Qué otras cosas no me has dicho?

Ella contempló la mesa, y luego la plaza. Por fin se volvió de nuevo hacia Kiskoros.

– ¿Qué propone Palermo?

– Una entrevista -el argentino observó a Coy antes de proseguir, y éste creyó detectar un toque burlón en sus ojos de rana-. Negociar. En los términos que usted considere adecuados. Él se encuentra estos días en su oficina de Gibraltar -sacó del bolsillo una tarjeta, alargándosela por encima de la mesa-. Pueden ubicarlo allí.

Coy se levantó. Dejó la chaqueta colgada del respaldo, y sin volverse al uno ni a la otra anduvo por la plaza, en dirección a la escalinata de la catedral. Le ardía el cerebro, y crispaba, encolerizado, los puños en los bolsillos. Sin proponérselo anduvo cerca del grupo de chicos que tocaban la guitarra; se pasaban entre ellos una botella de cerveza. Había dos jovencitas y cuatro muchachos, con aspecto de estudiantes. El de la guitarra era flaco y guapo, flamenco, con un cigarrillo consumiéndosele en un extremo de la boca; una de las chicas seguía el compás de la música con movimientos de cintura, apoyada en su hombro. La otra se fijó en Coy, sonriéndole. Los demás lo observaron con recelo cuando ella le pasó la botella. Bebió un trago, dio las gracias y se quedó allí cerca, secándose la boca con el dorso de la mano, sentado en un peldaño de la escalinata; escuchando la música. El guitarrista era torpe, pero la melodía sonaba bien a aquellas horas de la noche, en la plaza medio vacía, con las palmeras y la catedral iluminada sobre sus cabezas. Miró el suelo. Tánger y Kiskoros habían dejado la mesa del bar y se acercaban. Ella traía en los brazos, doblada, la chaqueta de Coy. Menuda mierda, pensó él. Estoy metido hasta el cuello en esta mierda.

– Bonita ciudad -dijo Kiskoros, observando a los jóvenes con una sonrisa-. Me recuerda Buenos Aires.

Tánger estaba callada, en pie junto a Coy. Éste no se levantó.

– Creo que es usted marino, ¿verdad? -prosiguió el otro-… Yo también lo fui. Armada argentina. Suboficial retirado Horacio Kiskoros -fruncía el ceño con nostalgia, como atento a un sonido lejano y familiar que se le escapase-… También estuve en Malvinas, con los buzos tácticos.

– ¿Y qué coño haces tan lejos?

Los ojos saltones intensificaron su melancolía. El tipo se había metido una mano en el bolsillo del pantalón, mostrando un poco los tirantes, y de pronto Coy comprendió lo que significaban aquellas franjas azules y blanca: la bandera argentina. Aquel hijo de puta llevaba unos tirantes con la bandera argentina.

– Algunas cosas cambiaron en la patria.

Se había sentado junto a Coy, en el mismo peldaño de la escalinata; antes de hacerlo retiró un poco hacia arriba las rodilleras del pantalón, con mucho cuidado, para no abolsar la raya.

– ¿Oyó hablar de la guerra sucia?

Coy hizo una mueca sarcástica.

– Claro. Los tupamaros, y todo eso.

– Los montoneros -Kiskoros puntualizaba alzando un dedo-. Los tupamaros eran en Uruguay.

Lo oyó suspirar, evocador. Imposible establecer si lamentaba o añoraba aquello.

– El caso -añadió al cabo de un momento- es que había una guerra en la Argentina, aunque no fuese oficial. ¿Comprende?… Yo cumplí con mi laburo. Y eso hay quien no lo admite.

– A mí qué me cuentas -dijo Coy.


Перейти на страницу:
Изменить размер шрифта: