VII. EL DOBLÓN DE AHAB
Eso dirán en la resurrección, cuando lleguen a pescar este viejo mástil y encuentren un doblón de oro metido en él.
Hermann Melville.
“Moby Dick”
Cuando el camarero del bar-restaurante Terraza puso la cerveza sobre la mesa, Horacio Kiskoros se la llevó a los labios y dio un prudente sorbo, mirando de reojo a Coy. La espuma le blanqueaba el bigote.
– Tenía sed -dijo.
Después echó un vistazo satisfecho a la plaza. La catedral estaba ahora iluminada, y sus torres blancas y la gran cúpula del crucero destacaban en la oscuridad del cielo. Todavía quedaba gente paseando bajo las palmeras o sentada en las terrazas próximas. Un grupo de jóvenes bebía cerveza y tocaba la guitarra en la escalinata, bajo la estatua de fray Domingo de Silos. La música parecía interesar a Kiskoros, que de vez en cuando observaba al grupo y movía la cabeza, el aire nostálgico.
– Una noche magnífica -añadió.
Coy conocía su nombre desde hacía sólo un cuarto de hora, y resultaba difícil creer que estuviesen allí sentados los tres, bebiendo como viejos amigos. En ese breve espacio de tiempo, el enano melancólico había adquirido nombre, origen y carácter propio. Se llamaba Horacio Kiskoros, era de nacionalidad argentina, y tenía, según dijo en cuanto le fue posible hacerlo, un asunto urgente que plantear a la dama y al caballero. Todos esos detalles no surgieron de inmediato, pues su aparición inesperada bajo el arco de los Guardiamarinas precedió a una reacción de Coy que hasta el más favorable testigo habría calificado de violenta. Para ser exactos, cuando la oscilación de la sombra bajo los faros del automóvil le permitió reconocer al personaje, se había ido derecho a él sin más trámite, sin vacilar; ni siquiera cuando oyó a Tánger pronunciar su nombre a la espalda.
– Coy, por favor -llamaba ella-. Espera.
No esperó. En realidad no deseaba esperar, ni saber por qué diablos debía esperar, sino hacer exactamente lo que hizo: caminar ocho o diez pasos bombeando adrenalina, respirar hondo de camino unas cuantas veces, agarrar al otro por las solapas y llevárselo a rastras contra la pared más próxima, a la luz amarilla de la farola. Necesitaba con urgencia hacer eso, y no otra cosa. Necesitaba machacarle la cara a puñetazos antes de que se esfumara igual que en la gasolinera de Madrid. Por eso, ignorando las palabras de Tánger, obligó al otro a levantarse de puntillas, casi perdido el contacto con el suelo, y aplastándolo contra la pared con una mano levantó la otra, cerrado el puño, dispuesto a estrellárselo en la cara. Una cara donde, entre el brillo del pelo engominado hacia atrás y el espeso bigote negro, un par de ojos oscuros y saltones lo estudiaban con fijeza. Ya no parecían los de una ranita simpática. Había sorpresa en aquellos ojos, pensó. Incluso un apenado reproche.
– ¡Coy! -volvió a llamar ella.
Oyó el clic de la navaja automática abajo, a la izquierda, y al mirar vio el reflejo de acero desnudo junto a su costado. Un desagradable cosquilleo recorrió sus ingles: una puñalada de abajo arriba, a esa distancia, era la peor forma de terminar aquello. En semejante postura, suponía el argumento definitivo para soltar amarras sin viaje de vuelta. Pero a Coy ya habían querido apuñalarlo otras veces; de modo que, por instinto, antes siquiera de verse reflexionando sobre eso, hurtó el cuerpo y dio un manotazo en el brazo del otro, como si hubiera salido una cobra de su bolsillo.
– Ven aquí, cabrón -dijo.
Manos desnudas frente a la navaja; aquello sonaba bien. Por supuesto que jugaba de farol, pero estaba lo bastante irritado para sostenerlo. Se había quitado la chaqueta al modo que una vez, en Puerto Príncipe, le enseñó el Torpedero Tucumán: enrollándosela con un par de vueltas en torno al brazo izquierdo, y aguardaba a su adversario ligeramente encorvado el cuerpo hacia adelante, el brazo con la chaqueta extendido para protegerse el vientre, y el otro listo para golpear. Estaba furioso, y sentía los músculos de los hombros y la espalda anudados, tensos, duros de sangre batiendo rápida y acompasada en su interior. Como en los viejos tiempos.
– Ven aquí -repitió-. Para que te rompa los cuernos.
El otro sostenía la navaja y no le quitaba la vista de encima, pero parecía desconcertado. Con su baja estatura, el pelo y la ropa descompuestos en la escaramuza y empalidecido por aquella luz amarilla, se situaba a medio camino entre lo siniestro y lo grotesco. Sin navaja, decidió Coy, no tendría ni media hostia. Vio cómo el fulano se arreglaba un poco la chaqueta, tironeando el faldón, antes de pasarse una mano por el pelo, alisándolo hacia atrás. Después se apoyó sobre un pie y luego sobre el otro, irguió un poco el cuerpo y bajó la mano armada.
– Negociemos -dijo.
Coy calculó distancias. Si lograba acercarse lo bastante para darle una patada en la entrepierna, el enano iba a negociar con su puta madre. Se movió un poco hacia un lado, y el otro retrocedió un paso, prudente. La hoja metálica seguía reluciendo en su mano.
– Coy -dijo Tánger.
Se había acercado por detrás y ahora estaba a su lado. La voz sonaba serena.
– Lo conozco -añadió ella.
Coy asintió con un gesto breve de la cabeza, sin dejar de vigilar al otro, y en el mismo instante lanzó la patada que estaba preparando y que el de la navaja sólo encajó a medias, pues previno el movimiento a la mitad y se estaba apartando para eludirla. Aun así resultó alcanzado en una rodilla y trastabilló, antes de girar sobre sí mismo y apoyarse en la pared. Entonces Coy aprovechó para ir sobre él, primero con el brazo envuelto en la chaqueta por delante, luego con un puñetazo que alcanzó al adversario en la base del cuello, haciéndolo caer de rodillas.
– ¡Coy!
El grito aumentó su cólera. Tánger quiso agarrarlo por un brazo y él se sacudió, violento. Al carajo. Alguien tenía que pagar, y aquel tipo era la persona adecuada. Después ella podría dar cuantas explicaciones quisiera: unas explicaciones que no estaba seguro de querer oír. Mientras luchara no habría oportunidad de palabras; así que le tiró una segunda patada al fulano; pero el otro se revolvió en un palmo de terreno, y Coy sintió la navaja rozarle como un rayo el brazo envuelto en la chaqueta. Había infravalorado al enano, comprendió de pronto. Era rápido, el tío. Y muy peligroso. De modo que retrocedió dos pasos y se tomó un respiro, considerando la situación. Tranquilo, marinero. Serénate, o ni siquiera el bote de espinacas te sacará de ésta. No importa la estatura: cualquier tipo, por bajito que sea, es bastante alto para seccionar una arteria. Y además, en cierta ocasión había visto a un enano de verdad, uno auténtico, escocés, enganchado con los dientes a la oreja de un estibador enorme que corría dando alaridos por el muelle de Aberdeen sin podérselo quitar de encima, como si fuera una garrapata. Así que mucho tiento, se dijo. No hay enemigo pequeño ni puñalada que no joda. Respiraba sofocado, y entre inhalación y exhalación escuchaba el resuello agitado del otro. Entonces lo vio alzar la navaja, como para mostrársela, y levantar también despacio la zurda, la palma abierta, el gesto conciliador.
– Traigo un mensaje -dijo el enano.
– Pues te lo puedes meter en el ojete.
El otro movió un poco la cabeza. No me has entendido bien, decía el gesto.
– Un mensaje del señor Palermo.
Así que era eso. Reunión de viejos conocidos. El club social de los buscadores de naufragios al completo. Aquello explicaba unas cuantas cosas y oscurecía otras. Inspiró aire una, dos veces, y dio un paso hacia su adversario, el puño otra vez listo para golpear.
– Coy.
De pronto Tánger se interponía cerrándole el paso, y lo miraba con fijeza. Estaba muy seria; dura y firme como no la había visto nunca. Coy abrió la boca para protestar; pero se quedó así, contemplándola estúpidamente. Abrumado de pronto. Indeciso, porque ella le tocaba la cara como quien intenta tranquilizar a un animal furioso, o a un niño fuera de sí. Y, por encima del hombro de la mujer, tras las puntas doradas de su cabello, vio que el enano melancólico cerraba la navaja.