– Desde que estuvo a verme con Palermo -concluyó al fin-, ese hombre ha sido mi pesadilla.

No pretendía conmover; y tal vez por eso mismo, Coy no pudo evitar sentirse conmovido. Seguía habiendo algo infantil, resolvió, en esa obstinada madurez, en el aplomo con que ella encaraba las consecuencias de su aventura. De nuevo la foto en el marco. De nuevo la copa de plata, la niña rodeada por el brazo protector del hombre desaparecido, la indefensión en los ojos que reían desde el umbral del tiempo donde son posibles todos los sueños. Seguía reconociéndola, a pesar de todo. O para ser más exacto, cuanto más tiempo pasaba junto a ella, la reconocía más.

Reprimió la caricia que le vibraba en la punta de los dedos, y con la misma mano señaló el bar que tenía a la espalda. Los Gallegos Chico, se llamaba. Vinos de la tierra, licores, buen café, se admiten comidas de la calle: todo eso anunciaban sus rótulos sobre la puerta y la ventana; pero en aquel momento a Coy le bastaba con la palabra licores, y comprendió que ella necesitaba una copa tanto como él. De modo que entraron; y una vez allí, de codos sobre el mostrador de zinc, pidió una ginebra con tónica para él -no vio nada azul por ninguna parte- y, sin preguntar, otra para ella. La ginebra le daba reflejos húmedos a la boca cuando lo miró y habló de nuevo, cuando contó minuciosamente la primera visita de Palermo, relajada y amistosa, y la segunda más tarde, ya con las cartas boca arriba y la presencia siniestra de Kiskoros como aderezo, las presiones y las amenazas. Palermo había querido que ella identificara bien al argentino; que conociera su historia y retuviera su aspecto y su rostro para que luego, al encontrarlo al pie de la ventana, caminando por la calle, o en sus malos sueños al cerrar los ojos, recordase siempre en qué embrollo se estaba metiendo. Para que supiera, había dicho el cazador de tesoros, que las niñas malas no pueden cruzar el bosque impunemente, sin exponerse a peligrosos encuentros.

– Eso dijo -la sonrisa vaga, un punto amarga, le endurecía la boca-. Peligrosos encuentros.

En ese momento, Coy, que escuchaba y bebía en silencio, la interrumpió para preguntar por qué no había ido a la policía. Entonces ella rió bajo, con una risa sorda, suavemente ronca, tan llena de desdén como vacía de humor. En realidad, dijo, “yo sí soy una chica mala”. Intenté engañar a Palermo, y respecto al museo actúo por mi cuenta. Si a estas alturas no has caído en eso, eres más inocente de lo que pensaba.

– No soy inocente -había dicho él, incómodo, haciendo girar el vaso frío entre los dedos.

– De acuerdo -ella se fijaba en sus ojos, y la boca no sonreía pero era menos dura-. No lo eres.

Dejó su bebida sin probarla apenas. Es tarde, dijo tras consultar el reloj. Coy apuró la ginebra, llamó la atención de un camarero y puso un billete sobre la mesa. Uno de los últimos, constató desolado.

– Pagarán por todo lo que han hecho -dijo.

No tenía ni la más remota idea de cómo iba a cumplirse aquel anuncio, ni en qué podía ayudar él; pero creyó adecuado decirlo. Hay cosas, pensó. Frases analgésicas, consuelos, lugares comunes que se dicen en las películas, y en las novelas, y que igual hasta valen para la vida misma. Dirigió una ojeada inquieta de soslayo, temiendo verla burlarse; pero ella mantenía la cabeza inclinada a un lado, absorta en sus propias reflexiones.

– Me da igual que paguen o no. Esto es una carrera, ¿entiendes?… Lo único que me importa es llegar allí antes de que lleguen ellos.

El saxo estaba a punto de entrar. Y Tánger era como el jazz, decidió Coy. Melodía base y variantes inesperadas. Evolucionaba todo el tiempo en torno a una aparente idea fija, como una estructura de temas “Aaba”; pero seguir de cerca esas evoluciones requería una atención constante que no excluía en absoluto la sorpresa. De pronto sonaba “Aabacba” y entraba un tema secundario que nadie habría imaginado allí. No quedaba otro modo de seguirla que la improvisación, condujera a donde condujese aquello. Seguirla sin partitura. A ciegas.

Un reloj cercano dio tres campanadas en la plaza. Coy las escuchó amortiguadas por los auriculares y la música, y después sintió llegar por fin el saxo de Hawkins: el tercer solo que anudaba de cabo a rabo toda la pieza. Entornó los ojos, complacido por la cadencia de las notas familiares, tranquilizadoras como suele serlo la repetición de lo esperado. Pero Tánger se había introducido en la melodía, alterando su delicada estructura. Perdió el hilo, y un instante después había oprimido el botón del walkman y estaba con los auriculares en la mano, desconcertado. Por un momento creyó oír pasos arriba, del mismo modo que los tripulantes del “Pequod” escuchaban el sonido de la pierna de hueso de ballena mientras su capitán rumiaba obsesiones a solas, de noche y en cubierta. Se quedó así, inmóvil y atento, acechando. Después arrojó el walkman sobre la cama sin deshacer, el gesto irritado. Aquello no era procedente, y mezclaba sin pudor los géneros. La etapa Melville, como la anterior -la etapa Stevenson-, había quedado atrás hacía mucho tiempo. Teóricamente Coy se hallaba de un modo claro en la etapa Conrad; y todos los héroes autorizados a moverse por ese territorio eran héroes cansados, más o menos lúcidos, conscientes del peligro de soñar con la mano en el timón. Adultos varados en la resignación y el tedio, en cuya duermevela ya no flotaban de dos en dos interminables procesiones de cetáceos escoltando, en medio de todos, a un fantasma encapuchado como un monte de nieve.

Y sin embargo, el ‘Si… ‘

condicional en la puerta del oráculo de Delfos, que Coy conocía por Melville, pero que éste habría tomado a su vez de otros libros que él no había leído, seguía vibrando en el aire igual que el temporal toca el arpa en la jarcia, incluso después de que el mar se cerrase sobre el albatros atrapado por el martillo y la bandera, y el “Raquel” rescatase a otro huérfano. De pronto, para su íntima sorpresa, Coy descubría que las etapas librescas o vitales, se llamen como se llamen, no se cierran nunca de un modo perfecto; y que aunque los héroes hayan perdido la inocencia y estén demasiado exhaustos para creer en barcos fantasmas y en tesoros sumergidos, el mar sigue inalterable, lleno de su propia memoria que sí cree en ella misma. Al mar le da igual que los hombres pierdan la fe en la aventura, la cacería, el barco hundido, el tesoro. Los enigmas y las historias que contiene poseen vida autónoma, se bastan solos y seguirán ahí incluso cuando la vida se haya extinguido para siempre. Por eso, hasta el último instante, siempre habrá hombres y mujeres que interroguen al cachalote agonizante mientras vuelve la cara hacia el sol y expira.

Así que, pese a toda la lucidez posible, allí estaba él, de nuevo llamándose Ismael tras haber sido náufrago y haberse llamado Jim, templando otra vez, a sus años, el arpón con la propia sangre y el viejo grito de rigor: que al último se lo lleven la bebida o el diablo, de modo que vengan el bote desfondado y el cuerpo desfondado, etcétera. Contemplando, fascinado por la certeza de un destino inevitable -por haberlo leído cien veces-, a la mujer de piel moteada clavar su doblón de oro español en la madera del mástil: clic, clac. Y aquello no sólo martilleaba en su imaginación. Se había aproximado otra vez a la ventana, en busca de la brisa del mar cercano, y al oír el ruido volvió a mirar el techo. Ahora sí creía sentir pasos inquietos arriba, en cubierta. Clic, clac. Clic, clac. Por lo visto tampoco ella descansaba, a la caza de sus propios fantasmas blancos, carrozas fúnebres con viejos hierros retorcidos en el lomo. Y él nunca había soñado, en ninguno de sus barcos y libros y puertos y vidas anteriores e inocentes, un Ahab tan seductor arrastrándolo a navegar sobre su tumba.

Fue hasta la cama y se acostó en ella boca arriba. Hasta el último puerto, recordó antes de dormirse, todos vivimos envueltos en estachas de arpón de ballena.


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