– Hay una conexión directa -dijo Tánger- entre el viaje del “Dei Gloria” y la expulsión de los jesuitas de España. Una conexión fuera de toda duda.
Era domingo, y desayunaban bajo el toldo del café Parisien, frente al hotel, pan blanco caliente, cacao, café y zumo de naranja. Había una brisa suave, mucha luz, y palomas que paseaban por el rectángulo de sol de la plaza, entre los pies de la gente que salía de misa. Coy tenía en la mano medio mollete untado de aceite de oliva, y a veces, entre bocado y bocado, contemplaba la fachada blanca y almagre y el campanario de la iglesia de San Francisco.
– En 1767 reinaba en España Carlos III, que antes fue rey de Nápoles… Desde el principio de su reinado, los jesuitas le manifestaron aversión, entre otras cosas porque en ese momento se libraba en Europa la batalla de las nuevas ideas, y la compañía ignaciana era la más influyente de todas las órdenes religiosas… Eso le había creado enemigos por todas partes. En 1759 los jesuitas habían sido expulsados de Portugal, y en 1764 de Francia.
Bebía colacao en un vaso grande, y cada vez que se llevaba el vaso a los labios le quedaba una línea de espuma en el labio superior. Había bajado a la calle recién salida de la ducha, el cabello húmedo todavía goteándole sobre la camisa de cuadritos azules y rojos que llevaba por fuera de los tejanos, remangada sobre las muñecas, y el pelo se le secaba ahora un poco ondulado, dándole un aspecto fresco a la piel. A veces Coy miraba la línea del cacao en su boca y se estremecía por dentro. Dulce, pensaba. Labios dulces, y además ella había endulzado el vaso con un sobrecito de azúcar. Se preguntó a qué sabrían aquellos labios en su lengua.
– En España -prosiguió ella- las tensiones entre ignacianos y ministros ilustrados de Carlos III iban en aumento. El cuarto voto de obediencia al Papa situaba a la Compañía en el centro de la polémica entre el poder religioso y el de los reyes. También se la acusaba de manejar mucho dinero e influir demasiado en la enseñanza universitaria y en la Administración. Además, estaba reciente el conflicto de las misiones del Paraguay, y la guerra guaraní -se inclinó hacia Coy sobre la mesa, el vaso entre los dedos-…
¿Viste aquella película de Roland Joff\, “La misión”?… Los jesuitas haciendo causa común con los indígenas.
Coy se acordaba vagamente de la película: una cinta de vídeo a bordo, de esas que uno terminaba viendo tres o cuatro veces, a trozos, durante una travesía larga. Robert de Niro, creía recordar. Y tal vez Jeremy Irons. Ni siquiera había retenido el hecho de que fueran jesuitas.
– Todo eso -añadió Tánger había sentado a los ignacianos españoles sobre un barril de pólvora, y sólo faltaba que alguien encendiera la mecha.
No había rastro de Horacio Kiskoros, comprobó Coy echando un vistazo alrededor. En la mesa contigua se sentaba un matrimonio joven: turistas con dos niños rubios, y el mapa desplegado, y la cámara de fotos. Los críos jugaban con tirachinas de plástico, parecidos a los que en su infancia, al escaparse del colegio para vagar entre los muelles, él mismo había fabricado con materiales de fortuna: un trozo de madera en V, tiras de neumáticos viejos, un retal de cuero y un palmo de alambre. Ahora, pensó con nostalgia, esos chismes se vendían en las tiendas y costaban una pasta.
– La mecha -seguía contando Tánger- fue el motín de Esquilache. Aunque no se ha probado la intervención directa de los jesuitas en la algarada, lo cierto es que por esa misma época intentaban boicotear a los ministros ilustrados de Carlos III… Esquilache, que era italiano, propuso entre otras cosas suprimir los sombreros amplios y las capas con que se embozaban los españoles, y ése fue el pretexto de gravísimos desórdenes. Volvió la calma, el ministro fue cesado, pero se apuntó a los jesuitas como instigadores. El rey decidió expulsar a la Compañía e incautarse de sus bienes.
Coy asintió mecánicamente. Tánger hablaba más que de costumbre, como quien ha preparado el asunto durante la noche. Resultaba lógico, se dijo. Con la aparición en escena de Kiskoros y la cita ofrecida por Nino Palermo, no tenía otro remedio que compensarlo con más información. A medida que se acercaban al objetivo, ella comprendía que ya no iba a conformarse con migajas. Sin embargo, avara en el fondo, seguía administrando su capital con cuentagotas. Quizá por eso, y para decepción de Coy, él no lograba aquella mañana sentir el interés de otras veces. También había tenido una larga noche para reflexionar. Demasiados datos, pensaba ahora. Demasiado prolija, y sin embargo pocas cosas concretas. Todo lo que me cuentas, guapita de cara, lo estudié hace veintitantos años en el cole. Pretendes torearme con farfolla histórica sin ir al grano. Aparentas mostrar con una mano lo que escondes en el puño.
Estaba harto, y se despreciaba a sí mismo por seguir allí. Y sin embargo, aquella línea de espuma sobre el labio superior, el reflejo de luz de la mañana luminosa en el azul marino de sus iris, las puntas húmedas del cabello rubio enmarcándole las pecas, obraban un efecto singular, casi sedante. Cada vez que miraba a esa desconocida, Coy tenía la certeza de que había ido demasiado lejos; que se adentraba tanto en la parte oscura de la carta náutica de su vida, que ya era imposible desandar el camino antes de conocer las respuestas. Caballeros y escuderos: te mentiré y te traicionaré. En realidad el misterio del barco perdido le traía sin cuidado. Era ella, su tesón, su búsqueda, todo lo que estaba dispuesta a emprender por un sueño, lo que lo mantenía a rumbo, pese a escuchar el inequívoco rumor del mar en las rocas peligrosamente próximas. Quería acercarse a ella cuanto pudiera, ver su expresión dormida, sentirla despertar y mirarlo, tocar aquella piel tibia y reconocer en ella, en la hondura de esa piel y de la carne que recubría, a la niña sonriente en la foto del marco de plata.
Había dejado de hablar y lo estudiaba suspicaz, preguntándole sin palabras si seguía prestando atención a lo que decía. No sin esfuerzo, Coy alejó los pensamientos, temeroso de que pudiera leerlos en su cara, y echó otro vistazo a las palomas. Entre ellas, un palomo muy seguro de sí y muy galán sacaba pecho entre las marujillas plumíferas, que hacían corros y lo observaban de reojo, bucheando, o zureando, o como se llamase lo que hacían las palomas. Y en ese momento, los niños de la mesa contigua se lanzaron dando alaridos de guerra contra las pacíficas aves. Coy observó al padre, ocupado con mucha calma en el periódico. Luego a la madre, para comprobar que deslizaba una ojeada lánguida por la plaza. Por fin se volvió de nuevo a Tánger. De espaldas a la escena, ésta proseguía su relato:
– Todo se preparó en Madrid con el mayor secreto. Por orden directa del rey se formó un reducido grupo que excluía a cualquiera que fuese partidario de la Compañía, o simplemente imparcial. El objetivo era reunir evidencias y preparar el decreto de expulsión… El resultado de lo que se llamó Pesquisa Secreta fue un dictamen fiscal donde se acusaba a los ignacianos de conspiración, defensa de la doctrina del tiranicidio, moral relajada, afán de riqueza y poder, y actividades ilegítimas en América.
Lo de la Pesquisa Secreta sonaba bien, y Coy sintió estimulado su interés mientras volvía a observar a los niños. Al palomo lo acababan de pillar descuidado en pleno cortejo, y de una pedrada le habían cortado en seco el idilio y la digestión de las miguitas picoteadas al pie de las mesas. Alentados por el éxito, los críos disparaban a las palomas con precisión letal de francotiradores serbios.
– En enero de 1767 -siguió contando Tánger-, reunido de forma secretísima, el Consejo de Castilla aprobó la expulsión. Y entre la noche del 31 de marzo y la mañana del 2 de abril, en una eficaz operación militar, las ciento cuarenta y seis casas de los jesuitas en España fueron rodeadas… Se les embarcó a todos, Roma tuvo que hacerse cargo de ellos, y seis años más tarde Clemente XIV disolvió la Compañía.