Estaba estupefacta, fascinada y también furiosa. Ella lo había tenido todo ante los ojos, tiempo atrás, y no supo verlo. No se hallaba preparada. Pero inesperadamente, como en un rompecabezas complicado cuya pieza maestra se descubre, todo iba a ocupar su lugar en el paisaje. Tánger volvió atrás, a sus cuadernos y a sus viejas notas de licenciatura, uniéndolas a las nuevas. Ahora, la tragedia del abate Gándara -que ni siquiera el nuncio de Roma pudo explicar al Papa en su correspondencia de la época- estaba clara. El abate sabía qué carga transportaba el “Dei Gloria”. Su proximidad al rey, su presencia en la corte, lo convertían en intermediario idóneo para la gigantesca operación de soborno que intentaban los jesuitas: él era el encargado de negociar con el conde de Aranda. Pero alguien había querido impedir la maniobra, o hacerse directamente con el botín, y Gándara fue detenido e interrogado. Luego, el corsario “Chergui” entró en escena demo do casual o premeditado, y todo terminó saliendo mal para todos. Expulsados los jesuitas, hundido el barco en circunstancias imprecisas, Gándara era la pieza clave del asunto. Por eso lo habían mantenido en sus garras durante dieciocho años, interrogándolo sin descanso. Ahora, indicios sueltos entre las actas de los diferentes procesos cobraban sentido: hasta el final quisieron que revelara lo que sabía sobre el bergantín. Pero el abate había callado, llevándose el secreto a la tumba. Sólo alzó una punta del velo en una ocasión: cierta carta interceptada, escrita por él en 1778´, once años después de los sucesos, al misionero jesuita Sebastián de Mendiburu, exiliado en Italia: ‘“Preguntan por iris del Diablo grandes y perfectos, con jardines limpios como mi conciencia. Pero yo callo, y siendo yo el atormentado, es eso lo que en su ambición los atormenta”’.

Con todo ese material, Tánger había podido reconstruir casi paso a paso la historia de las esmeraldas y el viaje del “Dei Gloria”. El padre Escobar zarpó de Valencia el 2 de noviembre, ignorando, paradójicamente, que ese mismo día el abate Gándara era detenido en Madrid. El bergantín, mandado por el capitán Elezcano -hermano de uno de los superiores de la Compañía-, cruzó el Atlántico, llegando a La Habana el 16 de diciembre. Allí esperaba el padre Tolosa, el jesuita ‘“joven, seguro y muy de fiar”’ que había sido enviado por delante con la misión de reunir en secreto doscientas esmeraldas procedentes de las minas controladas en Colombia por la Compañía. Se trataba de piedras sin tallar, las más grandes y las mejores en color y pureza. Tolosa había cumplido su misión y embarcado después en Cartagena de Indias a bordo de otro navío. Su viaje se retrasó por vientos contrarios sufridos entre Gran Caimán y la isla de los Pinos, y cuando al fin pudo doblar el cabo de San Antonio y pasar bajo los cañones del castillo del Morro, el “Dei Gloria” ya aguardaba al ancla en la bahía de La Habana, en un discreto fondeadero entre la ensenada de Barrero y cayo Cruz. El transbordo del cargamento se hizo seguramente de noche, o camuflado entre las mercancías declaradas en el manifiesto de embarque. Los padres Escobar y Tolosa figuraban como pasajeros, con una tripulación de veintinueve hombres que incluía al capitán don Juan Bautista Elezcano, al piloto don Carmelo Valcells, al pilotín de quince años don Ignacio Palau, alumno de náutica y sobrino del armador valenciano Fornet Palau, y a veintiséis marineros. El “Dei Gloria” zarpó de La Habana el 145 enero, recorrió la costa de Florida hasta el paralelo 30º, subió cinco grados más de latitud navegando hacia levante entre el sur de Bermudas y las Azores, yen ese trayecto sufrió el temporal que causó daños en la arboladura e hizo necesarias las bombas de achique. El bergantín siguió rumbo hacia el este, evitó el puerto de Cádiz, de cuya escala obligatoria lo ponían a salvo los privilegios aún vigentes de la Compañía, y cruzó frente a Gibraltar entre el 1 y el 2 de febrero. Al día siguiente, cuando ya había doblado el cabo de Gata y arrumbaba al NE en demanda del cabo de Palos y de

Valencia, el “Chergui” le dio caza.

La actuación del jabeque corsario era un enigma que tal vez no se esclareciese nunca. Su acecho en alguna ensenada escondida de la costa andaluza, o tal vez su salida del mismo Gibraltar, pudo ser casual, o pudo no serlo. Estaba documentado que el “Chergui” navegaba con patentes de corso inglesas o argelinas, según las circunstancias; y que Gibraltar era uno de sus apostaderos habituales, aunque en esas fechas seguía en vigor una precaria paz entre España e Inglaterra. Tal vez eligió el “Dei Gloria” como presa al azar; pero su tenacidad en la persecución, su presencia en el momento y lugar adecuados eran demasiado oportunas para ser casuales. No era difícil suponerle al corsario un lugar en el complejo juego de intereses y complicidades de la época. El propio conde de Aranda o cualquiera de los miembros del gabinete de la Pesquisa Secreta que ordenaron la detención del abate Gándara -alguno de ellos, adversario político del mismo Aranda-, podían tener datos sobre el asunto, y pretender el tesoro de los jesuitas, incluso antes de que les fuese ofrecido, matando dos piezas de un tiro.

De cualquier modo, los perseguidores no contaban con la tenacidad del capitán Elezcano; a la que tampoco debió de ser ajena la presencia de los dos resueltos jesuitas a bordo. Se trabó combate, ambos barcos se fueron a pique y las esmeraldas quedaron en el fondo del mar. La información suministrada por el pilotín superviviente era satisfactoria, y las autoridades de marina encargadas de la investigación inicial no tenían motivos para indagar demasiado: un barco hundido por un corsario era algo habitual en aquel tiempo. Luego, cuando llegó la orden de Madrid de inquirir más a fondo, el testigo había volado: una desaparición misteriosa y oportuna, organizada por los jesuitas, que entonces todavía gozaban de complicidades entre las autoridades locales. Sin duda la Compañía estudió la posibilidad de un rescate clandestino del bergantín, pero ya era tarde: llegaron el golpe, la prisión y la diáspora. Todo se perdió en el marasmo que siguió a la caída de la Orden y su posterior extinción. El silencio del abate Gándara, el destierro y la muerte de quienes estaban en el secreto, fueron velando más el misterio. Quedó constancia de dos intentos oficiales de buscar el naufragio por parte de las autoridades de marina, todavía con el conde de Aranda en el poder; pero ninguno dio resultado. Después, nuevos acontecimientos sacudieron España y Europa, y el “Dei Gloria” terminó por ser olvidado. Aparte la escueta mención en el libro “La flota negra”, escrito por el bibliotecario de San Fernando en 1803, sólo quedó constancia de una última y curiosa propuesta hecha dos años más tarde a Manuel Godoy, primer ministro del rey Carlos Iv, para la búsqueda ‘“de cierto barco que con esmeraldas de Cuba se decía hundido”’, según el propio Godoy citaba en sus “Memorias”. Pero la idea no prosperó; y en las anotaciones manuscritas al margen de la propuesta, cuyo original había cotejado Tánger en el Archivo Histórico Nacional, se manifestaba el escepticismo de Godoy ‘“por lo inconsistente de la idea y porque, como resulta sabido, en Cuba nunca se dieron esmeraldas”’. Y después de aquello, durante casi dos siglos, el “Dei Gloria” se hundió otra vez en el olvido y en el silencio.

Tánger y Coy se habían detenido en una punta del pantalán, junto a la proa de una pequeña goleta. Ella miraba la bahía, a cuyo extremo se destacaban nítidos los edificios de Algeciras. El agua estaba tranquila, de un azul verdoso apenas rizado por la brisa de poniente. Ahora había más nubes en el cielo, moviéndose despacio hacia el Mediterráneo. Frente al puerto, bajo la masa de roca, los barcos fondeados punteaban el agua. Quizá el “Chergui” había salido de allí mismo para su último viaje, después de aguardar al amparo de las baterías inglesas del Peñón. Un vigía con un catalejo arriba, una vela avistada en el horizonte, en dirección oeste-este, un ancla levada con rapidez y sigilo. Y la caza.


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