Carla Neggers

Abandonada

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Agentes Especiales, 7

Título original: Abandon

Traducido por: Ángeles Aragón López

Uno

Andrew Rook se concentró en una pepita que se había soltado de una fina rodaja de limón que había en su agua helada porque, si no se distraía, acabaría lanzándose al otro lado de la mesa lacada negra y azotando a J. Harris Mayer, el informador que había pedido aquel encuentro.

Pensó que podía intercambiar las bebidas y quizá Harris se atragantara con la pepita del limón.

Estaban sentados a lo largo de la pared de atrás del tranquilo bar de un hotel con pretensiones a cuatro manzanas de la Casa Blanca. En sus tiempos, Harris había servido a dos presidentes. Pero ya no eran sus tiempos. Ahora era un paria, sorprendido cinco años atrás en un escándalo de juego que le había costado el empleo y la reputación, por no hablar de sus fondos y su libertad. Muchas personas, incluido Rook, creían que deberían haberlo procesado, pero Harris, en otro tiempo juez federal, había conseguido escaquearse.

– Llevamos media hora aquí -dijo Rook-. Vaya al grano.

Harris pasó la yema del dedo por el borde del vaso de cerveza. Tenía sesenta y nueve años pero parecía mayor. Le temblaban las manos de venas gruesas y una tos húmeda sacudía de vez en cuando su delgado cuerpo. Su piel blanca y arrugada mostraba manchas y lunares y su cabello blanco raleaba. Llevaba una camisa almidonada y una chaqueta deportiva con una de sus omnipresentes pajaritas y sus zapatos de punta estaban limpios y lo bastante nuevos para sugerir que seguía siendo un hombre que todavía se movía por Washington, que todavía importaba.

Harris levantó su cerveza y chasqueó los labios con un gesto paternalista.

– Tiene usted poca paciencia, agente especial Rook.

– Quizá estaría bien que no lo olvide.

– Lo he elegido porque es una estrella en alza en el FBI. Está familiarizado con las investigaciones por fraude y corrupción -Harris hablaba con voz patricia afectada-. Tiene que aprender paciencia.

Rook tomó su vaso y dio un trago largo, sin importarle si se tragaba la condenada pepita de limón. ¿Paciencia? Había sido paciente. Había jugado durante tres semanas al juego de Harris y se había tomado en serio su historia de intriga, chantaje y extorsión en Washington. Estafas financieras, secretos sórdidos, fraude. Posible conspiración. Harris Mayer sabía los botones que debía tocar para atraer la atención de Rook.

Había llegado el momento de los resultados y, hasta la fecha, Harris no había producido nada de sustancia y Rook no podía perder más tiempo con las fantasías de un viejo que soñaba con recuperar su prestigio perdido y volver al centro del juego.

Dejó su vaso en la mesa con fuerza. Harris no pareció darse cuenta. Rook llevaba un traje gris oscuro, no uno barato, pero no tan caro como la mayoría de los demás trajes del bar, incluido el de su informador en potencia. Rook no se había puesto pajarita desde su primer año de escuela.

– ¿Esperamos a alguien? -preguntó.

– Ah. Ya estamos. El agente federal trabajando, aplicando su razonamiento deductivo a la situación -Harris se lamió los delgados labios-. Claro que esperamos a alguien.

Rook consideró meterle la pepita de limón por la nariz.

– ¿Cuándo?

– En cualquier momento.

– ¿Aquí?

Harris negó con la cabeza.

– Observe a los invitados que van por el vestíbulo hacia el salón de baile. Muy bien vestidos, ¿verdad? Yo todavía tengo mi esmoquin, pero hace tiempo que no lo uso.

Rook no hizo caso de las quejas del viejo. La mesa elegida por Harris ofrecía una vista estratégica de todos los que había en el bar, así como de todos los que pasaban por el brillante vestíbulo. Unos doscientos invitados se congregaban en el salón de baile para un cóctel en beneficio de una organización literaria. Rook había reconocido a cierto número de invitados poderosos pero ninguno mezclado, hasta donde él sabía, en actividades criminales.

– Ahí está la jueza Peacham -Harris casi se atragantó al señalar, sonriente, el vestíbulo como si estuviera en posesión de un secreto que confirmaba su superioridad natural-. Sabía que vendría.

– ¿Y qué me importa a mí si la jueza Peacham asiste a una función caritativa?

– Espere.

– Señor Mayer…

– Juez -corrigió el viejo-. Todavía se me puede llamar juez Mayer.

– Volver a ver a la jueza Peacham no me ayuda nada.

– ¡Chist! Paciencia. Puede que tengamos que salir al vestíbulo. Espero que no, pues prefiero que Bernadette no me vea.

Bernadette Peacham se detuvo en la puerta del bar con la atención fija en algo, o alguien situado detrás de ella. En los diez últimos años había sido jueza del Tribunal Federal por el Distrito de Columbia. Antes de eso había sido fiscal federal y socia en un bufete prestigioso de Washington. Pero sus raíces estaban en New Hampshire, donde poseía una casa de campo que había pertenecido a su familia durante más de cien años. A menudo decía que quería morir allí, como sus padres y su abuelo.

Rook había investigado a la jueza Peacham y había declarado en su sala media docena de veces en los tres años que llevaba trabajando en la oficina de Washington. No sabía si ella lo reconocería si entraba en el bar, pero estaba seguro de que sí reconocería a J. Harris Mayer, el viejo amigo que la había atraído a Washington treinta años antes.

Rook pensó divertido que la mujer jamás ganaría ningún premio a la jueza mejor vestida. La ropa de esa noche daba la impresión de que la hubiera sacado de una bolsa de plástico guardada a presión debajo de su escritorio. Aparte de las arrugas, el vestido negro largo hasta los pies y el chal de lentejuelas de colores brillantes no iban bien juntos. Rook no consideraba que tuviera buen gusto para la ropa, pero Bernadette Peacham era un desastre en cuestiones de estilo. Ella no usaba Botox ni estiramientos. La gente solía fijarse en ella por su presencia y su evidente inteligencia y gracia. A sus cincuenta y siete años, estaba considerada como una jueza firme y justa y, a pesar de su naturaleza generosa, se sabía que no tenía nada de tonta.

Era, quizá, la última amiga que Harris Mayer tenía en el mundo, aunque probablemente la amistad no impediría que él la arrojara a los lobos.

O, en ese caso, al FBI.

Harris calcularía las ventajas de semejante acción y obraría en consecuencia.

Rook bebió más agua, aunque sólo estaba una pizca menos impaciente que cinco minutos atrás.

– Parece que espera que alguien se reúna con ella. ¿Una cita?

– ¡Oh, no! -Harris movió la cabeza como si aquélla fuera la idea más idiota que había oído en su vida-. No ha empezado a salir con hombres a pesar de que su divorcio se hizo definitivo a principios de este mes. Cal sigue viviendo con ella. ¿Eso le parece extraño?

– Tal vez haya sido un divorcio amistoso.

– Eso no existe.

El matrimonio de la jueza con Cal Benton, un prominente abogado de Washington, había sorprendido a la gente mucho más que su divorcio dos años más tarde. Era el segundo matrimonio de ella; el primero, con otro abogado, había durado tres años. No había tenido hijos.

– Se supone que él no va a recibir ni un centavo de ella -continuó Harris, con voz más seca ahora, como si él también empezara a impacientarse-. Eso seguro que a él no le gusta, pero no importa… Cal nunca estará satisfecho. Siempre querrá más de todo. Dinero, reconocimiento, mujeres. Lo que sea. Para algunas personas, nunca es suficiente. Cal es una de ellas. Yo soy una de ellas.

– No puedo lanzar una investigación porque crea que Bernadette Peacham se merecía algo mejor que Cal Benton.


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