– Soy muy consciente de lo que necesita para seguir adelante -Harris miró a la mujer del vestíbulo con una tristeza repentina-. Pero no estamos aquí por la vida amorosa de Bernadette.
Rook no contestó. Harris había vivido largo tiempo en un exilio social y profesional, pero, pese a sus defectos, era observador, experimentado y muy listo. Tenía una larga carrera a sus espaldas y la gente todavía le debía favores y acudía a él a pedir consejo.
Sonrió a Rook.
– Está pensando que hará bien en no subestimarme, ¿no es así?
– Estoy pensando que tiene que ir al grano.
Harris se echó hacia delante en la pequeña mesa y susurró con dramatismo:
– No olvide que yo sé dónde están enterrados muchos cuerpos en esta ciudad -se echó hacia atrás con brusquedad y sonrió. Sus dientes amarilleaban por los años, el tabaco y la bebida-. Figurativamente hablando, claro.
Rook procuró reprimir su impaciencia.
– Si busca acción a mi costa, se equivoca de lugar, juez.
– Entendido -Harris señaló con la barbilla a la mujer del vestíbulo-. Bernadette solía pasar por mi despacho a saludar y tomar café. Ahora ya no nos vemos tan a menudo.
– Tiene suerte de que no haya pasado de usted del todo.
– Supongo que sí. Ah. Ahí está -Harris parecía aliviado-. Por fin.
Entró otra mujer en su campo de visión.
Rook miró su pelo cobrizo oscuro y su gran sonrisa mientras ella saludaba a Bernadette Peacham.
¡Demonios!
Los ojos de Harris se iluminaron.
– Mackenzie Stewart -dijo con placer.
Tenía unos treinta años y era delgada, vestida con un vestido azul profundo y un bolso de noche en el que apenas cabía una pistola del calibre 38. Rook no entendía de bolsos de mujeres, pero de pistolas sí.
– Es una marshal -añadió Harris-. Una cazadora de fugitivos, protectora de los jueces federales, una compañera agente federal. No se parece a Wyatt Earp, ¿verdad?
Rook no dejó traslucir su reacción. No había ido allí para entretener a Harris.
– Está bien. Ya se ha divertido. ¿Qué es lo que ocurre?
Los ojos del viejo perdieron parte de su brillo.
– La agente Stewart no está aquí por motivos de trabajo, no está protegiendo a Bernadette. De hecho, la conoce de toda su vida.
Rook no dijo nada. En media docena de citas, sólo había aprendido de Mackenzie que era nueva en Washington, nueva en el trabajo como agente del orden y una nativa de Nueva Inglaterra con piernas espectaculares, una boca muy agradable de besar y un sentido del humor imparable.
No habían llegado al punto de comentar qué amigos podía tener en Washington.
Las dos mujeres continuaron juntas hacia el salón de baile.
– Bernadette la salvó -dijo Harris.
– ¿Cómo la salvó?
– Cuando ella tenía once años, su padre quedó tullido en un terrible accidente cuando construía un cobertizo para Bernadette en su casa del lago. Estuvo meses en cama y Mackenzie se quedaba mucho tiempo sola. Se metió en líos. Robó cosas. Se culpaba de lo que había pasado.
– ¿Por qué? Tenía once años.
– Ya conoce a los niños.
En realidad, Rook no los conocía. Intentó imaginarse a Mackenzie con once años. Pecosa, seguramente. Estaba dispuesto a apostar a que había tenido un millón de pecas. Todavía las tenía.
Harris levantó su vaso, casi como un brindis, y tomó un trago largo con los ojos más oscuros y concentrados.
– Usted no sabía que su marshal se había criado enfrente del lago de Bernadette, ¿verdad, agente Rook?
– No, no lo sabía.
– En su ciudad natal, llaman Beanie a Bernadette. Beanie Peacham. Yo no lo he hecho nunca -sin esperar respuesta, Harris eructó y se puso en pie; señaló su vaso casi vacío-. ¿Pagará el Gobierno?
– Pago yo. Espere y salgo con usted.
El viejo se echó a reír y puso una mano en el hombro huesudo de Rook.
– Se ha tomado bien la noticia -había recuperado su acento afectado. Guiñó un ojo con regocijo-. No tema, volveremos a hablar.
Rook le dejó marchar. El manejo de informadores confidenciales era un asunto complicado. En su calidad de fiscal, juez y asesor de dos presidentes, J. Harris Mayer había visto todo tipo de informantes que acudían con consejos, información, teorías o pruebas, aunque probablemente nunca se había imaginado a sí mismo en ese papel. Pero sabría interpretarlo.
Todavía, después de casi un mes, Rook no podía estar seguro de si trataba con un hombre que conocía secretos que lo turbaban o con un ser desesperado por volver a formar parte de algo importante.
O ambas cosas.
Observó a Harris avanzar hacia la entrada principal del hotel. Fuera como fuera, no se había inventado la amistad entre Mackenzie Stewart y la jueza Peacham.
– Mala suerte, amigo.
Rook había conocido a Mackenzie tres semanas atrás, la noche en que Harris lo había enviado a un restaurante de Georgetown para que viera a Bernadette Peacham cenando con su ex marido, aunque la importancia de aquello seguía siendo un misterio para Rook. Cuando salía del restaurante, el calor opresivo había dado paso a una lluvia torrencial y se había metido en una cafetería a esperar, al mismo tiempo que una pelirroja delgada de ojos azules.
Cosa que, al parecer, no había sido una coincidencia.
Habían intercambiado números de teléfono y habían ido al cine un par de noches más tarde.
Y ahora tenía que terminar su relación con Mackenzie Stewart. No podía salir con alguien que estuviera mezclada en su investigación, aunque fuera de un modo periférico. Dejó unos billetes para cubrir la cuenta. Mackenzie había aceptado ir a cenar a su casa al día siguiente. Su sobrino de diecinueve años, que vivía con él, se iría a la playa con sus amigos el fin de semana. Una ocasión perfecta.
Pero ya no. Después de la bomba que acababa de soltar Harris, Rook no tenía opción. No podía mezclar los negocios con el placer. Tenía que anular la cita con Mackenzie. Tenía trabajo.
Dos
Mackenzie Stewart metió una camisa de franela en la mochila con más fuerza de la necesaria. Había puesto el aire acondicionado, pero sentía calor. Estaba agitada y no se sentía de humor para tener a Nate Winter, quizá el hombre más observador del planeta, en su cocina con ella.
Aunque en realidad no fuera su cocina.
Residía temporalmente en un rincón de una casa histórica de 1850 en Arlington. Sarah, la esposa arqueóloga de Nate, estaba al cargo de abrirla al público, una tarea aparentemente complicada. Justo cuando pensaba que lo tenía todo bajo control, el lugar se abría inesperadamente y aparecían montones de filtraciones. Algunas personas estaban convencidas de que las filtraciones eran obra de los fantasmas de Abraham Lincoln y Robert E. Lee, que se suponía que vagaban por la casa. Mackenzie no creía en fantasmas y echaba la culpa a las tuberías viejas.
Nate y Sarah, embarazada de su primer hijo, se habían mudado a una casa propia en primavera. Cuando Mackenzie llegó a Washington seis semanas atrás, Sarah le ofreció la zona de los guardeses. Hasta que encontrara un lugar propio, Mackenzie podía estar en la casa histórica, desalentar a los fantasmas y vándalos en potencia y estar alerta ante nuevas filtraciones.
Cerró la cremallera de la mochila. Llevaba pantalón corto pero seguía teniendo calor.
– Nate, ¿Sarah y tú os habéis encontrado con Abe y Bobby E. cuando vivíais aquí?
Nate, sentado en la mesa de la pequeña cocina, la escudriñó de un modo que ponía nerviosa a mucha gente. Era un marshal alto, delgado y notoriamente impaciente. Él también procedía de Cold Ridge, New Hampshire, y Mackenzie lo conocía de toda la vida. Era como el hermano mayor que no había tenido y no le daba ningún miedo.
– Yo nunca -contestó él.
– ¿Eso significa que Sarah sí?
Él se encogió de hombros.
– Tendrás que hablar con ella.
Mackenzie sospechaba que, si hubiera dependido de Nate, su primer destino como agente federal habría tenido lugar en Alaska o Hawai, no tan cerca de él. Nate trabajaba en el cuartel general de los marshals en Arlington y a ella la habían destinado a la oficina del distrito de Washington, demasiado cerca de él para su comodidad. Si metía la pata en su primer destino, no querría que lo hiciera delante de sus narices.