Gus sacó sus malvaviscos ennegrecidos del fuego.

– No. ¿Por qué iba a hacerlo?

– Porque la conoces desde la guardería.

– Antes de eso. Yo no fui a la guardería.

Se comió el malvavisco de arriba. Bernadette y él tenían raíces profundas en Cold Ridge y, aunque fueran muy diferentes, los dos pensaban pasar allí sus últimos días.

Mackenzie miró el cielo estrellado.

– Beanie y tú acabaréis en la misma residencia, ¿sabes? Y te estará bien empleado.

Él sonrió.

– Seguramente sí.

– La policía y el FBI no creen que ese hombre tenga nada que ver con ella.

– ¿Y qué dice tu instinto? -Gus la miró-. ¿Crees que ha sido casualidad que aparezca aquí?

– No -contestó ella-. No lo creo.

Él volvió a hundir en las llamas el malvavisco que le quedaba, presumiblemente para achicharrar el milímetro cuadrado que faltaba.

– ¿En este momento te gustaría haber seguido en la universidad?

– No, me gustaría haber llevado un bañador negro hoy.

Él se echó a reír, pero Mackenzie no tenía energía para acompañarlo. Cerró los ojos e intentó escuchar a los grillos y el lamido suave del lago contra las rocas. Antes de darse cuenta, se había adormilado.

– Tienes que acostarte.

Ella abrió los ojos. Era Rook el que había hablado. Estaba sentado en una tumbona a su lado.

– ¿Dónde está Gus?

– Se ha ido hace diez minutos. Estás exhausta, Mac.

Tenía razón. La adrenalina y la medicina la habían agotado más que la pérdida de sangre o la breve lucha fútil que sostuviera con el atacante.

– Sí, es hora de acostarse -sonrió-. Tostaré un último malvavisco y me voy.

Creyó que él lo discutiría, pero Rook tomó el palo abandonado de Gus y clavó un malvavisco.

– Nunca me han gustado mucho -comentó.

– ¿Qué? ¿Cómo es posible? A todo el mundo le gustan los malvaviscos.

– Demasiado dulces.

– Ah -ella le tendió su palo y él clavó un malvavisco y se lo devolvió-. ¿Quieres decirme lo que haces aquí?

– Mac, sabes que no puedo.

– ¿Algo relacionado con J. Harris Mayer?

Él la miró.

– Cal Benton pasó por tu casa anoche y te preguntó si lo habías visto.

Ella se enderezó en el sillón.

– ¿Cómo narices sabes…? -se interrumpió y lanzó su palo al fuego al estilo de Gus-. Te lo ha dicho Nate. Entonces ya está. Tú también buscas a Harris.

– ¿Lo conoces tan bien como para llamarlo Harris?

– No necesariamente, pero se lo llamo.

– ¿Has tenido algún contacto con él desde que fuiste a Washington?

Ella negó con la cabeza.

– No -sacó el malvavisco de las llamas justo cuando se iba a prender fuego-. Rook, ¿me estás interrogando?

– Estoy tostando malvaviscos -él dejó ennegrecerse el suyo, luego le guiñó un ojo, lo sacó del fuego y se lo comió de un mordisco-. Perfecto.

– Pero por dentro estaba duro.

Su malvavisco cayó del pincho al fuego.

Rook se puso en pie.

– Yo diría que eso es una señal.

Ella lo miró desde su sillón. ¡Era tan condenadamente atractivo! Y sus ojos… en la penumbra, con las estrellas brillando encima, parecían capaces de ver hasta el interior de su alma.

Probablemente estaba decidiendo si ella le ocultaba algo.

Él estaba en Cold Ridge por su trabajo, no por ella. No debía olvidarlo por muy atraída que se sintiera por él.

– No hace falta que te quedes conmigo, ¿sabes?

– O se queda la policía de aquí o me quedo yo o se queda uno de tus compañeros marshals. No estás en condiciones de defenderte si vuelve ese hombre. Tendrías suerte de despertarte.

– Y tú investigas la relación de Beanie con J. Harris Mayer. Y así puedes dedicarte por la noche a registrar su casa.

– Sin una orden de registro, no -suspiró Rook-. ¿Necesitas ayuda para levantarte de ahí?

– No, gracias. Puedo arreglármelas -pero Mackenzie se tambaleó levemente al levantarse y Rook tuvo el buen sentido de ayudarla-. No es uno de mis mejores días.

– A ver qué piensas de eso mañana.

Ella quería discutir con él, pero vio que estaba serio y no se trataba de que se mostrara paternalista porque ella tuviera menos experiencia como agente de la ley.

– De acuerdo.

Lo miró.

– Gracias por ayudarme hoy y por quedarte esta noche, Andrew.

– De nada.

– ¿Es tu trabajo?

– Mac…

– Podías haberme dicho que nuestra relación interfería con tu trabajo. Como mínimo, podías haber inventado una mentira buena. Haberme dicho que había otra persona.

– No la hay -la miró a los ojos-. No tenía que haberte dejado ese mensaje. Lo menos que podía haber hecho era ir a explicarte las cosas.

– Así podrías haber sorprendido a Cal Benton llamando a mi puerta y haberle preguntado por qué buscaba a Harris Mayer. Le pareció haberlo visto en una recaudación de fondos a la que yo asistí con Beanie el miércoles -Mackenzie frunció el ceño-. Aja. Ahora lo entiendo. Cal os vio a Harris y a ti juntos en el hotel, ¿verdad?

Rook subió al porche con ella.

– Nada de eso importa. Corté contigo porque no quería colocarnos a ninguno de los dos en una situación que luego lamentáramos.

Ella soltó una carcajada.

– Me cuesta creer que fuera a arrepentirme de acostarme contigo aunque me dejaras diez minutos después.

– Mac -él le apartó unos rizos de la frente y le acarició los labios con los nudillos-. Me alegro de que lo de hoy no haya sido grave. Siento no haber llegado antes para ayudarte.

Ella intentó sonreír.

– No me estás poniendo fácil que siga pensando que eres una víbora.

Él la besó con suavidad.

– Mejor. No me gustan las víboras.

No esperó a que ella respondiera y le abrió la puerta. Mackenzie entró, dando gracias por no haberse caído al suelo y que él hubiera tenido que transportarla en brazos.

Once

Jesse se lavó la sangre seca de las manos en el lavabo sucio del baño de una gasolinera a más de una hora en coche del lago donde había pinchado a Mackenzie Stewart. Había seguido un sendero poco usado hasta un camino lateral, donde lo había recogido un granjero de agricultura orgánica que suministraba productos frescos a restaurantes de la zona.

La sangre se mezcló con el agua caliente y la porquería del lavabo.

– Eh, al menos la sangre es orgánica.

Su voz sonaba hueca y su reflejo en el espejo sucio le hacía parecer un cadáver. La violencia lo agotaba como ninguna otra cosa en el mundo. El nivel de brutalidad que podía invocar a voluntad siempre lo sorprendía. No sabía de dónde procedía. Su familia, una familia respetable de Oregón, había visto pronto su propensión a la violencia y que un estallido violento lo calmaba. No había vuelto a verlos desde que abandonara el instituto y se fuera al Este.

Hasta ese día nunca había atacado a nadie en las montañas. Pero Harris y Cal no le habían dejado otra opción. Jesse estaba tan lleno de rabia que necesitaba quemar una parte. Quería su dinero y la información que tenían sobre él para echarlo de sus vidas, fuera lo que fuera lo que contenía. Fotos, ADN, huellas dactilares, cuentas bancarias, direcciones de propiedades suyas, nombres. Su vida.

Si lo sorprendían registrando la propiedad de la jueza Peacham en busca del dinero y los materiales, tenía que asegurarse de que nadie lo relacionara con ella, con su ex marido ni con su amigo Harris.

Quizá había modos más fáciles de cumplir esa misión que atacar esa mañana a la senderista, pero había conseguido despistar a la policía, que ahora buscaba a un arrastrado loco que atacaba mujeres al azar.

La primera víctima no le había manchado las manos de sangre. Pero, por otra parte, ella tampoco se había defendido.

Se secó las manos con una toalla de papel marrón, la arrugó y la echó al cubo de la basura. Era demasiado tarde para preocuparse de dejar ADN por allí. Una gota de sangre en el lavabo y la policía le seguiría la pista hasta la señorita Mackenzie y supondría que él se había lavado allí.


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