Pero, por otra parte, si por él fuera, ella estaría haciendo su tesis y enseñando Ciencias Políticas en New Hampshire, sin ningún interés en poner un pie en el mundo.
Pero como no dependía de él, hacía lo que podía por ayudarla a aclimatarse a su nueva profesión. Cosa que, la mayoría de los días, ella agradecía.
– Te vas a tomar días libres -dijo él.
– Así es. Lo he hablado con mi jefe.
– Sólo llevas seis semanas aquí.
Su tono era tranquilo, sin aparente crítica, pero Mackenzie sabía que no lo aprobaba. Ella seguía teniendo cajas amontonadas contra una pared en la cocina y bolsas con tazas y platos de plástico en la encimera, señales de que todavía no se había mudado del todo ni física ni emocionalmente. Notaba que Nate se preguntaba si habría cambiado de idea sobre quedarse, o quizá incluso sobre seguir en aquella profesión.
Nate estaba seguro de que ella no superaría las semanas de entrenamiento riguroso en la academia federal. Y no era el único. Nadie había creído en ella. Ni una sola persona, incluida su madre. No porque les faltara fe en ella o quisieran que fracasara, sencillamente no creían que había nacido para ser policía de ningún tipo.
Para ser justa, Mackenzie no estaba segura de haberlo creído ella misma, pero cuando al fin consiguió entrar en la academia, se volcó al máximo. Se negó a dejar que nada la desanimara, ni su estatura ni su forma física ni su temperamento ni su sentido del humor. Supuso que, o descubría que odiaba aquel trabajo y abandonaba, o cerraba la boca y se ponía a trabajar.
– ¿Por qué te tomas un día por motivos personales ahora? -preguntó Nate.
Porque tenía que aclarar su mente después de haber cometido el clásico error de los nuevos en la ciudad de salir con un hombre al que había conocido en la lluvia. Al principio Rook le había parecido un apuesto burócrata de Washington, pero luego resultó ser un agente del FBI, con lo que violó también una de las reglas que había establecido para sí misma en la academia… la de no salir con agentes de la ley.
– Todavía me estoy aclimatando al calor -le contestó a Nate.
– En Georgia no tenías problemas con el calor.
El Centro de Entrenamiento de Agentes de la Ley estaba situado en Glynco, Georgia, donde hacía calor, pero Mackenzie no se dejó amilanar por Nate. No pensaba contarle nada de Rook.
– Yo no he dicho que tenga problemas.
– Anoche fuiste a una recaudación de fondos literaria.
Ella lo miró.
– ¿Cómo lo sabes?
Él se encogió de hombros.
– Me lo han dicho.
– ¿Quién? ¿Beanie?
– No. No la veo mucho.
– Me invitó ella. Quería presentarme a gente. Sólo me quedé media hora. Creo que intenta ser una amiga ahora que estoy en Washington pero que no sabe bien qué hacer conmigo.
Nate estiró sus largas piernas.
– La próxima vez dile que te invite a tarta de manzana y café -miró a Mackenzie, que empujaba la mochila con el pie contra la pared cercana a la puerta-. ¿A quién viste en la fiesta?
Ella no se esperaba esa pregunta.
– ¿Qué quieres decir? Vi a Beanie. Me presentó a algunas personas y eso fue todo.
– ¿Viste a Cal?
– Unos diez segundos. Llegó tarde y se fue pronto.
Nate se puso en pie. Parecía más asentado después de su matrimonio con Sarah Dunnemore, pero era un hombre duro, impaciente e implacable. Cuando tenía siete años, antes del nacimiento de Mackenzie, sus padres se habían visto sorprendidos en la montaña, en la famosa Cold Ridge, en condiciones muy difíciles. Los dos murieron de hipotermia antes de que pudieran rescatarlos, dejando huérfanos a Nate y sus dos hermanas, Antonia de cinco años y Carine de tres. Gus, un hermano de su padre de veinte años que acababa de regresar de Vietnam, se había hecho cargo de los huérfanos.
– Creo que sería inteligente que hicieras nuevos amigos -dijo Nate.
– Cal no es un amigo. Nunca me ha caído muy bien -Mackenzie respiró hondo-. Y no sé si Beanie es una amiga en el sentido que tú dices. La he conocido toda mi vida, es una buena vecina.
– Una buena vecina en New Hampshire, no aquí. Aquí es miembro de la judicatura federal y tú eres una marshal. Hay una diferencia.
– Gracias, Nate. No se me habría ocurrido a mí sola.
– Sólo intento cuidar de ti.
Ella sabía que era cierto, pero su buen carácter se había llevado un golpe al regresar la noche anterior y escuchar el mensaje de Rook, que ni siquiera había tenido la decencia de plantarla cara a cara.
– Perdona, Mac, no podemos cenar. Nos veremos por ahí. Puede que nos encontremos en el trabajo. Buena suerte.
Rastrero. Muy rastrero.
– ¿Mackenzie?
Ella volvió al presente. Pensar en Rook no era inteligente. Se obligó a sonreír a Nate.
– Perdona. Este calor me atonta.
– Tal y como tienes el aire acondicionado, no creo que haya más de veinte grados aquí.
– Hay treinta y dos. Lo que pasa que estás acostumbrado al clima de Washington. Si tuvieras que volver a New Hampshire…
– Me compraría guantes buenos para el invierno.
Ella le sonrió.
– ¿Estás diciendo que no voy a poder con este calor?
Él no le devolvió la sonrisa.
– Sé que eres nueva en la ciudad, pero tienes que confiar en mí.
Obviamente, él sabía que le ocurría algo. Hizo ademán de continuar, pero ella levantó una mano.
– Te agradezco tu ayuda y apoyo, no creas que no, pero… dame este fin de semana, ¿vale?
Aquello no pareció complacerlo.
– Tus padres han hecho intercambio con una pareja irlandesa. ¿Te vas a quedar en la casa de Beanie en el lago?
– ¿Tú lo sabes todo, agente Winter? Beanie me ha ofrecido…
– ¿Cuándo?
– He pasado por su despacho después del trabajo.
Mackenzie no dio más explicaciones. No había mencionado el mensaje de Rook, pero Bernadette debía haber percibido que algo iba mal e inmediatamente la había invitado a quedarse en su casa del lago.
Nate pasó la punta de su zapatilla deportiva por el borde inferior de la mochila de Mackenzie, como si ésta pudiera entregarle algunos de los secretos de la joven.
– No te voy a sermonear.
– Te lo agradezco.
– Sólo llevas seis semanas aquí. Si pareces distraída…
– No lo estoy. El lunes a primera hora volveré a estar en mi mesa persiguiendo fugitivos.
Nate la observó un instante.
– Sarah quiere que vengas a cenar -sonrió un poco-. Tiene una receta nueva de asado que quiere que pruebes.
Su esposa, nativa de Tennesse, era famosa por sus asados del sur. Mackenzie sonrió.
– Mientras haga tartitas de albaricoques fritos de postre, que cuente conmigo.
Nate empezó a decir algo, pero se interrumpió.
– Está bien. Guardaré mi pólvora por el momento y te veré la semana que viene.
Mackenzie respiró hondo, sin saber si debía presionarlo para que dijera lo que callaba. ¿Conocía su historia con Rook? Posible pero improbable. No le había dicho a Nate que salía con él; no porque lo ocultara, sino porque no había surgido el tema.
Aun así, Rook era un agente del FBI y Nate llevaba tiempo allí y conocía a todo el mundo.
– Nate… -se interrumpió, pues decidió que no tenía sentido contarle unas cuantas citas con un hombre que acababa de dejarla-. Gracias por pasarte.
– De nada, agente.
Cuando se quedó sola, Mackenzie comprobó el aire acondicionado, subió un poco la temperatura y escuchó por si oía a los fantasmas.
– ¿Abe? ¿Bobby E.? -silbó para llamarlos-. En este momento me vendría bien vuestro consejo.
Se preguntó que hacía hablando con fantasmas, pero sabía la respuesta: ver si eso le impedía pensar en Rook.
La próxima vez que se resguardara de la lluvia con un hombre atractivo tendría más cuidado, pero no se arrepentía de haber ido con él al cine y a cenar… ni de los besos, del roce de sus dedos en los pechos, de…
¿Qué lo había impulsado a dejarla de ese modo? ¿Había descubierto algo de ella que pensaba que perjudicaría su carrera? Ella no llevaba tanto tiempo trabajando y aún no había tenido ocasión de meter la pata ni hacerse una mala reputación.