– ¿Por qué? -había preguntado Francisco a fray Isidro en otra ocasión interesado en verificar tal rareza.
El religioso frunció los labios y pudo ofrecerle una respuesta más bonita:
– Cuando Jesús era bebé, el celoso rey Herodes ordenó la matanza de todos los niños recién nacidos para que ninguno le quitase el trono, ¿recuerdas? Bien; entonces, para salvar al niño Jesús, sus padres tuvieron que llevarlo a Egipto. José trajo una mula y la cargó con sus escasas pertenencias. El animal, ignorando con quién estaba, se encolerizó, arrojó los bultos y dio a José una humillante coz en el trasero. Desde el suelo, José levantó una mano y lo condenó a carecer de descendencia. Por eso nunca una mula proviene de mula.
Francisco observó las mulas, tan altas como los caballos y tan vigorosas como los burros. Sus orejas estiradas y su cola breve evocaban al burro. Su porte y rapidez al caballo. Era una feliz combinación artificial. La maldición de José no produjo estragos. ¿Por qué no serían ciertas otras combinaciones, entonces? ¿Por qué no sería posible la unión de hombre y yegua para gestar un centauro como imaginaban los paganos de la antigüedad? ¿O de pez y mujer para gestar una sirena?
En ese momento unos peones cruzaron a la disparada pisando cuerpos. Vociferaban espantados:
– ¡Por allí, por allí!
Corrieron hacia el fogón, que ya había sido cubierto con tierra. «Por allí, por allí.» Siguieron hacia el corral y formaron un anillo en torno a las tropillas agitadas. Los viajeros con arcabuces orientaron su puntería en dirección al cañaveral. En efecto, se alejaban a la carrera, despavoridos, tres asnos. Los perseguía un resplandor cobrizo.
De los pastizales emergía el lomo de un puma disparado como flecha hacia los animales.
Francisco asistió entonces a un espectáculo extraordinario.
Uno de los tres asnos se detuvo mientras los restantes proseguían la huida. Se paralizó absurdamente. No giró para embestir a la fiera, sino que le siguió ofreciendo su parte posterior. Sólo torcía la cabeza para calcular cuánto faltaba para ser alcanzado. El puma no tardó en dar un majestuoso salto desde varios metros de distancia. Trazó un arco luminoso y aplastó su cuerpo sobre el lomo la víctima. Le clavó las garras y mordió la cerviz. El burro sufrió la sacudida del golpe, pero no cambió de postura. Sus dos compañeros ya habían ganado distancia.
El burro aguardó con increíble fortaleza que el feroz jinete se acomodara. Entonces volcó súbitamente hacia un costado y quedó con las patas agitándose en el aire mientras comprimía al puma con su lomo. Los rebuznos eran clarines de dolor y alegría. La fiera aprisionada intentaba escurrirse de la prensa letal. Abrió sus garras chorreantes de sangre y golpeó con desesperación la cola contra el suelo. El jumento siguió frotando su duro lomo como si estuviese atacado por una picazón hasta que pudo quebrar el delicado espinazo del puma. Después flexionó las patas, levantó la cabeza y se irguió desmañadamente.
Don Diego hizo gestos a sus vecinos para que bajasen el arcabuz. No era necesario matar al puma. Ya lo hacía el burro, aplicándole formidables dentelladas. Un charco de sangre embadurnó a los dos animales. Finalmente el burro se apartó con inmensa fatiga y cayó a pocos metros.
La exaltación de los comentarios no frenó la presteza de los peones carniceros. El fulgor de sus cuchillos dio cuenta de la preciosa piel del felino que, humeante aún, fue exhibida como bandera.
El burro estaba malherido. La sangre brotaba rítmicamente de su cerviz. Las fauces se le cubrieron de espuma. Su respiración era muy rápida.
– Habrá que sacrificarlo.
Francisco no pudo contemplar el crimen. Corrió hacia la carreta, pero alcanzó a escuchar:
– No vale la pena gastar municiones. Degüéllenlo.
El teniente receptor del Santo Oficio empuja la silla que le obstruye el paso. Camina hacia la puerta y, con impaciencia, ordena:
– ¡Vamos!
Los oficiales cierran los dedos en torno a los brazos de Francisco y lo despegan de su mujer. Ella ofrece resistencia. Inútil resistencia. Salen a la calle oscura.
– ¿Adónde me llevan?
Lo siguen empujando.
Tras unos minutos el teniente Minaya le informa: «Vamos al convento de Santo Domingo.»
11
Reanudaron la marcha poco después de las cuatro. El rodeo se desovilló en una larga hilera de veinte carretas fofas. Adelante, como siempre, marchaban los postillones en sus ágiles caballos; avanzaban para explorar el terreno y retrocedían con la información. Los bueyes tiraban a ritmo constante. No se detendrían hasta la hora de cenar.
Durante un buen rato se habló del heroico burro. Cómo defendió a sus compañeros. Cómo se dejó montar para después quebrarle la columna al puma con su peso. Cómo soportó el dolor de las garras y los colmillos. Cómo terminó por darle muerte con sus dientes. Cómo luchó a pesar del miedo.
– ¡Pero lo degollaron! -reprochó Francisco.
Su padre le revolvió la cobriza cabellera y dulcemente recordó que de todos modos se iba a morir; más cruel hubiera sido abandonado en esas condiciones. Francisco no pudo contener el llanto. Su madre se estiró hasta la botija sosteniéndose de una estaca y llenó un jarrito de agua temblorosa. Se había cometido una injusticia.
El campo se despoblaba de árboles. A medida que se alejaban de la montaña y su hirviente selva, se imponía el vacío. La alfombra de pasto amarillento con islotes glaucos era matizada por bosquecillos transparentes. Bajo la carreta cruzó un zorro. En algunos tramos se acercaban las avestruces provocando el súbito despegue de lo pájaros. El peón conductor, balanceándose sobre su agrietada petaca, extendió el índice hacia un círculo de cuervos que se hacía oblongo hacia un lado: celebraban la muerte de un animal con su arcaico rito; pronto caerían sobre el cadáver para hundirse en sus entrañas.
Fray Isidro calculó que llegarían a Santiago del Estero durante la tarde siguiente.
– ¿Le gusta volver a Santiago? -preguntó Felipa.
El fraile se encogió de hombros.
– Hace tantos años que me fui de allí.
– Por eso. ¿Le gusta volver?
– Había llegado con mucho entusiasmo -se rascó una oreja-. Era joven. El rey de España, con el debido permiso del Papa, había establecido allí la primera diócesis [11] de esa Gobernación. Era un sitio alejado e importante.
– Próximo a la Ciudad de los Césares -acotó Francisco.
– No me movía la busca de oro -replicó el fraile.
– La aventura, entonces.
– ¿La aventura? -se extrañó, volvió a rascarse la oreja y se miró el dedo, como si hubiese arrancado la cera que le molestaba-. Puede ser, pero una aventura especial -elevó entonces sus protuberantes ojos hacia el ovalado y tambaleante techo-. En lugar de acercarme al peligro, alejarme. En lugar de meterme en incertidumbres, descansar. Evangelicé en Paraguay, recorrí el Chaco, casi me mató una flecha. Quería y buscaba paz, abrigo, rutina.
– No lo consiguió.
– No lo conseguí -reconoció-. Y por eso me fui.
– ¿Quiere decir que en Santiago no hay paz? -conjeturó Aldonza.
– No la había para mí.
Miró hacia la abertura. El cielo se coloreaba con el atardecer. Una bandada de patos se elevaba desde una pequeña laguna; se alcanzaba a distinguir el nácar de su borde. Fray Isidro no tenía deseos de hablar.
– ¿Lo irritaba el obispo? -conjeturó Francisco.
– ¿Tú, qué sabes? -a su madre no le gustó la impertinencia.
– ¿El obispo? -se asombró Isabel.
– El obispo Francisco de Vitoria-aclaró Francisco con aplomo-. Fray Isidro me contó, ¿no es cierto?
– No era exactamente así -corrigió el anciano.
– Usted me dijo que él era muy caprichoso, que tenía mano pesada y… y que excomulgó varias veces al gobernador.
Los demás lo miraron azorados.
– Era un hombre de carácter fuerte, rara mezcla de príncipe y demonio -fray Isidro trató de aminorar el impacto-. Imagínense: asumió como titular de la diócesis luego que sus cuatro antecesores no pudieron hacerlo por quedarse en el camino.
– ¿Era arrogante?
– Tal vez. Chocó en seguida con Hernando de Lerma
– añadió.
– El fundador de Salta -explicó don Diego-. Y gobernador del Tucumán.
– El mismo. Vitoria solía evocar su primer choque con estas palabras: "Saludarle y reñir con él, fue todo uno.» Parece que Lerma se entrometió en asuntos deja Iglesia y maltrató a los clérigos; hasta quiso darles palos. El obispo decidió hacerle frente e invocó en forma exagerada sus poderes de inquisidor ordinario [12] . Hernando de Lerma amenazó colgarlo de un algarrobo.
– Horrible -exclamó Aldonza.
La situación se agravo cuando el gobernador regresó a Santiago, que era también capital diocesana, y Vitoria lo desairó negándose a recibirlo. El gobernador Lerma, en represalia, prohibió todas las visitas al obispo. Y el obispo publicó un Auto en que enumeró las censuras en que incurren los pecadores que violan las inmunidades eclesiásticas. Hernando de Lerma, en lugar de arrepentirse, aumentó su rabia y puso sitio de hambre al obispado.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Francisco.
– Que prohibió darles «ni un jarro de agua». Eso quiere decir.
– ¿Entonces? -se impacientó Felipa.
– Francisco de Vitoria logró escabullirse durante la noche con dos clérigos, fue a Talavera y de allí a Charcas en cuya Real Audiencia [13] formuló su acusación. Pero Hernando de Lerma presentó en seguida los descargos.
– ¿Quién triunfó?
– Francisco de Vitoria, por supuesto -sonrió fray Isidro-. ¿No les dije que era una mezcla de príncipe y demonio? Lerma fue condenado y desterrado y terminó sus días en la cárcel.
– Y excomulgado…
– Las excomuniones las aplicó al gobernador siguiente, a Francisco de Velasco.
– ¿Siguió la guerra? -se asombró Aldonza.
– Siguió. Desde Charcas el obispo fue a Lima para tomar parte del Tercer Concilio Provincial. Un Concilio muy importante que convocó el arzobispo Toribio de Mogrovejo. Allí Francisco de Vitoria tramitó la venida de los jesuitas su diócesis. Realmente es a él a quien la Compañía de Jesús debe la iniciativa de instalarse en estas tierras. Y también allí, en Lima, esto es curioso, pidió permiso para elevar su renuncia al Papa.
[12] Todo prelado de la Iglesia es inquisidor ordinario. Pero el Santo Oficio de la Inquisición estableció a los inquisidores por antonomasia (extraordinarios), que eran nombrados verticalmente por el inquisidor general a propuesta del Consejo (en el Tribunal Central). Debían ser sacerdotes, preferentemente graduados en leyes.