– Lo agotaron las peleas.
– Fue aislado acceso de debilidad. Si bien la diócesis era demasiado extensa y muy pocos los sacerdotes y los diezmos, pronto regresó con bríos. Tantos bríos, dicen, que más parecía el gobernador que un pastor de almas.
– Eso estaba bien -opinó Francisco, entusiasmado.
– No para el nuevo gobernador. Francisco de Vitoria ordenó cavar zanjas y abrir acequias antes de que lo pensara el alcalde. Tendió calzadas, reclutó indios y formó haciendas. Pronto sus frutales coloreaban enormes superficies, así como sus plantaciones de cebada y maíz. Cobraba los diezmos de la Iglesia y a veces se quedaba con los novenos del rey porque, aducía, esos novenos no llegarían al monarca y serían malgastados por sus inservibles representantes. El gobernador se enfureció, lógicamente. Se enfureció muchísimo y quiso matarlo con su propia espada.
– Al obispo se le iba la mano… -sonrió Felipa.
– Él no pensaba así: amonestó a Ramírez de Velasco por su atrevimiento y le zampó una excomunión. Su enfrentamiento no era sólo personal, sino el de dos grandes poderes. El poder civil y el poder religioso. La respuesta alzada del gobernador llevó a que Francisco de Vitoria aprovechase la misa del domingo para anunciar solemnemente que ese hombre estaba más lejos del cielo que cualquier otro mortal porque acababa de aplicarle la excomunión por segunda vez.
Aldonza se persignó. Sus hijas la imitaron.
– ¿Y qué hizo el gobernador?
– Transformado en una tempestad, lo denunció con palabras durísimas ante el virrey en Lima. La carta tenía de todo. Decía que Francisco de Vitoria era un íncubo, un azote. Hasta permitía el concubinato si le pagaban el favor con jugosas dádivas. Y que él mismo llevaba una vida lujuriosa e indecente.
– ¡Jesús y María Santísima! ¿Castigaron al obispo?
– A la inversa. El obispo volvió a excomulgar al gobernador. Lo aplastó. Lo pisoteó con brasas.
– ¡Era puro demonio! -exclamó Aldonza-. ¿Qué tenía de príncipe?
– Sus grandes emprendimientos. Y su agresividad, su agresividad imbatible. No retrocedía aunque la lógica lo exigiera. El gobernador, por ejemplo, quiso desquitarse ordenándole que cumpliese con una cédula real. Según ella, el obispo debía pagar a cada indio ocupado en sus haciendas un real por día más la adecuada alimentación. El obispo lo hacía, me consta que lo hacía. Pero en lugar de explicárselo al gobernador, lo contraatacó por invadir asuntos de su propiedad, que eran también propiedad de la Iglesia. Y como broche le arrojó otra excomunión. Era la lucha entre dos poderes, como les dije.
– Un demonio, un demonio -exclamaba Felipa, entre indignada e insolente.
– Usted hizo bien en alejarse de ese lugar -consoló Aldonza al fraile.
El clérigo asintió con la cabeza.
– Se habrá sentido muy aliviado al apartarse de tanto jaleo.
– Sí -contestó dubitativamente.
– ¿No está seguro, acaso?
– Me viene un malestar cuando sólo evoco una parte de su vida, de sus acciones -volvió a picarle la oreja; se rascó enérgicamente-. Peco por omisión.
– ¿Acaso la otra parte, la buena, es tan notable como la mano?
– No puedo juzgarlo.
– ¿Por qué no? Fue un pendenciero, un codicioso. Amancebado… -Aldonza se expresaba con infrecuente dureza.
– Hay otra parte -insistió fray Isidro.
– ¿La del príncipe? -musitó Diego-. ¿Se refiere a la parte del príncipe?
– Príncipe, y mucho más. Era un hombre muy complejo era un grande.
El convoy inició su conocida curva y se empezó a formar el rodeo. Había llegado la hora de cenar. Y había que cumplirla antes de la caída de la noche.
12
Isabel y Felipa cosecharon moras en un perol. Descubrieron moreras con frutos entre las tipas y los laureles. Se les había ennegrecido los labios mientras las probaban con golosa celeridad. Catalina fue en busca de agua para que se lavasen.
Cenaron frugalmente, iluminados por velas. Las moras oficiaron de postre.
El descanso fue corto. Los esclavos apagaron el fuego y pronto quedó en columna do el convoy. Veinte torres marcharon en la oscuridad por el sendero que previamente exploraban los postillones.
Francisco se tendió entre Diego y fray Isidro. Por la abertura de adelante se veía el encorvado peón sobre su petaca. Del techo se proyectaba la lanceolada picana como un dedo mitológico. Por la abertura posterior se extendía el paño negro del firmamento chisporroteando luces. Francisco conocía ya algunos agrupamientos de astros. Ahí estaba una cola de la Vía Láctea. Ahí estaban las Tres Marías. Ahí estaba un planeta. Sí, era un planeta porque no guiñaba: redondo y grande como un ojo de fray Isidro. Le enseñaron que los astrólogos diagnosticaban enfermedades y anunciaban el futuro leyendo las estrellas. Para ellos eran una escritura. ¿Por qué no? ¿Acaso la escritura que le enseñó fray Isidro no fue inventada por los hombres? Se pusieron de acuerdo -le dijo- en que la «ele» sea un palito, la «o» un círculo y la «ce» un semicírculo. ¿Por qué, entonces, no podía Dios determinar que un caracol de estrellas sea una letra y que una víbora de estrellas sea otra letra? ¿No se habrá inventado el abecedario terrestre a imagen y semejanza del celestial? Francisco intentó reconocer alguna L, 0, e, T, P, o M formada por estrellas.
Antes de dormir se incorporó para beber agua. Vio entonces cómo el campo imitaba al firmamento. Era un espectáculo impresionante. Millones de insectos habían encendido sus faroles. Reían con los párpados. Reían y cantaban. El oscuro pastizal estaba encantado. Parecían diamantes. Extendió la mano para recoger luciérnagas, pero Diego tironeó de su cinto.
– Te vas a caer.
Permaneció subyugado por la fiesta de luz. Se le ocurrió que esa miríada de insectos también constituían un alfabeto. Son el libro que Dios escribe sobre los campos, así como ha escrito otro con las estrellas. Quizá el de los campos se refiere a temas más sencillos. Pudo advertir que por ahí se encendía un grupo en forma de A y otro en forma de T, rápidamente sustituido por una V o una F. Sólo podía leer ese libro quien estuviese bien entrenado.
Se durmió. Al amanecer ya no estaban los insectos refulgentes. Un vaho lechoso emergía de los campos. Ahora se enroscaba el convoy cerca de un río para la pausa del desayuno. Habría que mudar los animales. Sólo tenían una hora para calentar el chocolate y cocinar una fritanguilla. Otra vez se armó un rodeo y liberaron los pértigos. El suelo estaba húmedo. Los hombres corrieron a ocultarse tras los arbustos. Las mujeres fueron en dirección contraria. Los animales observaron con extrañeza el pudor de los humanos mientras eyectaban con despreocupación sus excrementos.
La presunción de que el afluente del río Dulce -al que debían cruzar esa mañana- había crecido, se confirmó. Los postillones exploraron el terreno mientras se preparaba el desayuno. Investigaron huellas, zanjones y la esporádica pavimentación rocosa que suele ofrecerse como una ruta más segura. Varios pasajeros que ya habían hecho la travesía afirmaban que las aguas corrían de prisa pero no había mucha profundidad: les irritaba tener que acampar por vaya a saber cuánto tiempo.
Uno de los jefes eligió tres postillones y les ordenó que probasen de cruzar. Sus caballos no estuvieron de acuerdo: corcovearon, giraron, relincharon. Finalmente, con la cabeza erguida, sacudiéndose y elegantes, penetraron en el agua revuelta. A los pocos metros ya se les mojaba la panza. Los jinetes apuraron con las espuelas. Las cabalgaduras se hundieron más. Otro poco y alcanzarían la orilla. Sobre la picada superficie del agua sólo emergía la mitad del caballo. Siguieron pujando. El piso parecía firme. La fuerza de la corriente fue apartando a un postillón, que tardaría más en acercarse a la meta. Los otros comenzaron a trepar. En seguida lo consiguió también el tercero. Ya se sabía cuán hondo era el río. Se podía pasar. ¡Eah! ¡Cada uno a su puesto! ¡Se reanuda la marcha!
En el convento de Santo Domingo un fraile encapuchado los conduce por el estrecho corredor. El teniente camina delante con su lámpara, dos oficiales aprietan los brazos de Francisco y el tercero lo vigila desde atrás con su mano en la empuñadura de su faca. Los pasos lóbregos resuenan en la oscuridad como si fueran una multitud. El fraile abre la chirriante puerta de una celda. El teniente receptor del Santo Oficio se apoya en una jamba y hace un leve movimiento de cabeza. Empujan hacia el negro tabuco a Francisco, quien tiende las manos para no estrellarse contra la pared invisible. Rápidamente le abrochan grilletes en las muñecas y los tobillos. Los grilletes están soldados a cadenas que nacen del muro.
Cierran la puerta. Una llave gira. Bajan la tranca exterior. Los pasos se alejan. Francisco palpa el húmedo revoque. No hay ventana, ni poyo, ni mesa, ni jergón. El piso de tierra apisonada, irregular y desnudo, lo invita a sentarse, a esperar. Deberá esperar muchas horas, quizá días. Esperar agachado, ciego e inerme el feroz salto del puma sobre su nuca de burro tenaz.
13
Llegaron a Santiago del Estero antes del anochecer y acamparon a la entrada de la ciudad. El bullicio era semejante al que animaba la gran plaza junto a la ermita de San Judas y San Simón en Ibatín. Cientos de animales mugían y relinchaban mientras los vendedores promocionaban sus mercaderías. El olor de la boñiga cortaba al de las hortalizas que aún no tuvieron salida. Cajas con frutas y cofres con tejidos se amontonaban junto a pilas de cueros. Entre varios cargadores trasladaban tinajas con agua de zarza. Otros esclavos vigilaban un cargamento de vinos.
Contra la claridad rosada del crepúsculo emergían las torres de las iglesias. Era la sede episcopal de la vasta Gobernación del Tucumán. Ya no residía Francisco de Vitoria, sino su sucesor austero y apacible: fray Fernando Trejo y Sanabria.
El jefe del convoy programó permanecer hasta las once de la noche. Alcanzaba para mudar bueyes, reparar algunos ejes, lubricar mazas y consumir la cena.
La llave se introduce en la cerradura. ¿Cuánto tiempo lleva en este tabuco?
Francisco se incorpora. Está mareado. Apoya sus palmas en la pared. Le duelen las muñecas y los tobillos. La puerta chirría y una franja de luz penetra en la celda. La ondulante lámpara avanza con sigilo. El revoque irregular exhibe manchas de tizne y herrumbre.
Se oyen otros pasos en el corredor. Mientras se acercan, un negro instala rápidamente dos sillas y abre una mesa de campaña. Después se queda firme junto a la puerta, próxima al criado que sostiene la lámpara. Entran dos frailes los hábitos blanquinegros. Uno es el comisario local Martín de Salva tierra. Lo acompaña el notario del Santo Oficio Marcos Antonio Aguilar. Se sientan. Fray Aguilar acomoda el tintero, la pluma y el papel. Fray Martín de Salvatierra extrae un pergamino enrollado, lo extiende y dice: