Libro primero: Génesis

Brasas de infancia

1

Mugre, piel y huesos, con los tobillos y las muñecas ulcerados por los grilletes, Francisco es una brasa que arde bajo los escombros. Los jueces miran con fastidio a ese esperpento: un incordio decididamente intolerable.

Hacía doce años que lo habían enterrado en las cárceles secretas. Lo habían sometido a interrogatorios y privaciones. Lo enfrentaron con eruditos en sonoras controversias. Lo humillaron y amenazaron. Pero Francisco Maldonado da Silva no cede. Ni a los dolores físicos ni a las presiones espirituales. Los tenaces inquisidores sudan rabia porque no quieren enviarlo a la hoguera sin arrepentimiento ni temor.

Cuando seis años antes el reo efectuó un ayuno que casi lo disolvió en cadáver, los inquisidores ordenaron hacerle comer a la fuerza, darle vino y pasteles; no toleraban que ese gusano les arrebatase la decisión de su fin. «Es la Inquisición -no sus prisioneros- quien establece las penas y ordena su cumplimiento.» Francisco Maldonado da Silva tardó en recuperarse, pero logró demostrar a sus verdugos que podía sufrir no menos que un santo.

En su maloliente mazmorra el estragado prisionero suele evocar su odisea. Nació en 1592, exactamente un siglo después de que los judíos fueran expulsados de España y Colón descubriera las Indias Occidentales. Vio la luz en el remoto oasis de Ibatín, en una casa donde predominaba el color pastel con manchones de azul. Después su familia se trasladó a Córdoba precipitadamente. Tenían que huir de una persecución que pronto les daría alcance. Navegó por tierras amenazadas: indios, pumas, ladrones, alucinantes salinas. Tenía nueve años cuando arrestaron a su padre. Un año después arrancaron violentamente de su hogar a su hermano mayor. Cumplió once años y ya no quedaban en su vivienda bienes sin confiscar. Su madre, vencida, se entregó a la muerte.

Completó su educación en un convento: escuchaba el violín de Francisco Solano, leía la Biblia, aprendió rápidamente el latín. Pero también sangró a un apoplético y cabalgó por las portentosas serranías, y conoció las flagelaciones. Antes de cumplir dieciocho años decidió partir hacia Lima para graduarse de médico en la Universidad de San Marcos. Allí esperaba encontrar a su padre, baldado por las torturas de la Inquisición. Su viaje de miles de kilómetros en carreta y en mula lo llevaron desde las pampas del Sur a la puna del Norte. Alternó vicisitudes con inesperados descubrimientos. Y descendió a la bulliciosa Ciudad de los Reyes para recibir la revelación final. Allí conoció y ayudó al primer santo negro de América, participó en las defensas del Callao contra el pirata holandés Spilbergen y se graduó en una brillante ceremonia.

La persecución que empezó en Ibatín y siguió en Córdoba, volvió a enardecerse en Lima. Decidió, entonces, embarcar hacia Chile. Allí fue contratado como cirujano mayor del hospital de Santiago: era el primer profesional con títulos legítimos que ejercía en el país. Su biblioteca personal superaba todas las colecciones de libros existentes en conventos o reparticiones públicas. Visitó salones y palacios, alternó con altas autoridades civiles y religiosas, recibió halagos por su cultura. Se casó. Era un hombre exitoso y apreciado; su bienestar reparaba la sarta de padecimientos anteriores.

Un hombre común no habría alterado esta situación. Pero en su espíritu llameaba un tizón inextinguible. Era una rebelión que ascendía desde los abismos. Mucha gente deambulaba por el mundo sosteniendo sus creencias en secreto. Era difícil e indigno. Contra la lógica de la conveniencia, optó por quitarse la máscara y defender sus derechos. Hasta ese instante había sido un marrano [1] .

Cuando vivía en hipócrita paz, en Chile, decidió pegar el salto. Para que no lo tentase el arrepentimiento afiló su escalpelo y se circuncidó a sí mismo. La marca física -considerada infamante- era el doloroso pabellón de su libertad. Poco después ocurrió lo esperable: la Inquisición fue en su busca. Era el comienzo de la batalla. Cuando lo hicieron comparecer ante el adusto Tribunal, no pidió clemencia. Los muros temblaron con la provocación que implicaba su increíble juramento: con él se reivindicaban miles de víctimas.

Cuando pudo escabullirse por el ventanuco de su celda, no lo hizo para huir: se arrastró a las cámaras vecinas e insufló ánimo a los otros prisioneros. Lo impelía una profunda convicción en la justicia de su causa. Escarado y anémico, continuaba el combate. En la penumbra de su tabernáculo urdía discursos y los volcaba en las sesiones como las olas del mar a los acantilados. Eran explosiones de espuma y de luz que los jueces cancelaban abruptamente, sobrepasados y perplejos. Se preguntaban consternados cómo fue la vida de ese hombre, cuándo surgieron sus dudas, quiénes moldearon su diabólica insolencia. Era necesario saberlo porque se trataba de una historia inusual, peligrosa.

El Santo Oficio empieza los preparativos de un multitudinario Auto de Fe que tendría lugar en enero de 1639. Ha descubierto la llamada Conspiración Grande. Muchos reos serán ejecutados. La oportunidad aconseja terminar con este reptil. Los jueces convocan entonces a Fernando de Montesinos, respetado autor de muchas obras, para que haga la relación pormenorizada del Auto de Fe y la biografía de los condenados. El excelente trabajo sería mandado a imprimir por orden del Ilustrísimo Inquisidor General. No sospechan que, de esta forma, las víctimas ascenderían a la inmortalidad.

Medio siglo antes de la espectacular matanza, el médico portugués Diego Núñez da Silva -padre del futuro mártir- había llegado al oasis de Ibatín. El bucólico entorno apenas insinuaba el comienzo de una epopeya.

2

Al instalarse en Ibatín [2] o San Miguel de Tucumán [3] , Diego Núñez da Silva sintió urgencia por cumplir con una extraña obligación. Le inquietaba el patio rectangular de su humilde casa de piedras, adobe y techo cañizo que construyeron los indígenas. Era un patio caliente tapado por maleza y sobre el cual se abrían las habitaciones. El cuadro inhóspito debía ser reemplazado por otro: por el que dibujaban sus sueños y que testimoniaría su decisión de radicarse definitivamente aquí.

Diego Núñez da Silva había nacido en Lisboa en 1548. Cuando obtuvo la licenciatura en medicina a los treinta y dos años, harto de persecuciones y obsecuencias, decidió fugar hacia Brasil. Quería alejarse de los incendios sin fin, el vértigo de acusaciones, las forzadas pilas del bautismo, las cámaras de tortura o los Autos de Fe que asolaban Portugal. Le regocijó el océano y festejó sus tempestades que parecían borrar tempestades humanas. Pero al desembocar en el Brasil supo que convenía alejarse del territorio dominado por la corona portuguesa. Continuó, entonces, su viaje hacia el Oeste, hacia el Virreinato del Perú. Llegó por fin a la legendaria Potosí donde las minas de plata eran explotadas furiosamente: ya las vetas daban inequívocas señales de agotamiento. Encontró a otros portugueses con quienes trabó amistad; esa relación tuvo después onerosas consecuencias.

Deseoso de practicar la medicina, se le ocurrió construir un hospital para los indígenas y realizó gestiones ante el Cabildo e incluso ante el obispo del Cuzco. No tuvo éxito: la salud de los indios no era un asunto de interés. Tampoco ya le convenía permanecer en ese lugar donde era mirado con sospecha. Enterado de que se necesitaban médicos en el Sur, reinició la marcha. Todavía lo animaban esperanzas. Atravesó mesetas, quebradas y desiertos espectrales hasta concluir en el oasis de Ibatín. Allí conoció a la joven Aldonza Maldonado, una muchacha de ojos dulces pero sin fortuna; una hermosa cristiana vieja [4] que, por lo exiguo de la dote, no podía aspirar a un matrimonio ventajoso. Aceptó casarse con este médico portugués maduro, pobre y cristiano nuevo [5] porque tenía aspecto confiable y trato cordial. Los esponsales fueron adustos, tal como exigía la carencia de dinero por ambas partes.

Diego Núñez da Silva se sintió dichoso. Había ofrecido sus servicios a toda Ibatín y a las escasas poblaciones desperdigadas por la inconmensurable Gobernación del Tucumán. Con sus ahorros previos y su magro sueldo consiguió financiar la construcción de esta modesta vivienda en torno al tradicional patio rectangular. Terminó la casa, pero faltaba corregir el patio.

Se enteró de que en el convento de La Merced había un naranjal. Entrevistó al superior, fray Antonio Luque. Le bastó una sola charla para obtener varios retoños y la ayuda gratuita de dos indios y dos negros. Bajo su supervisión los azadones arrancaron el yuyal. Los tallos y raíces gimieron bajo los golpes. Huyeron las alimañas. Luego palas y picos completaron la limpieza, removiendo vizcacheras y huevos de reptiles. Rozaron la tierra húmeda le imprimieron un declive suave para que escurriese el agua de las lluvias. Después apisonaron hasta que el rectángulo quedó liso como la piel de un tambor.

Don Diego marcó entonces doce puntos y ordenó cavarlos. Asombró a los peones: hincó su rodilla y, rechazando ayuda, ubicó amorosamente cada árbol en su respectivo sitio. Comprimió la tierra en torno a la grácil base de los tallos, vació con deleite los baldes como si diese de beber a peregrinos y, al terminar la jornada, llamó a su mujer.

Ella acudió sumisa, las manos enredadas en las cuentas del rosario. Su cabellera oscura le llegaba a los hombros. La piel de aceituna contrastaba con sus ojos color miel. Su cara era redonda, de muñeca, con boca chica y nariz breve.

– ¿Qué te parece, Aldonza? -dijo él con orgullo mientras adelantaba el mentón hacia los pequeños árboles. Le explicó que pronto florecerían azahares, vendrían frutos y tendrían buena sombra.

No le dijo, en cambio, que el flamante patio de naranjos era la reproducción de un sueño. Era su nostalgia por España, una tierra que jamás conoció.

3

La suntuosa fronda del naranjal ya alojaba la estridencia de los pájaros cuando nació el cuarto hijo de la pareja. Don Diego había adquirido el hábito de sentarse en una silla de junco para gozar la frescura vespertina. El cuadro era idílico. Francisco lo evocó a menudo en los años posteriores, inclusive cuando yacía en el suelo de su prisión. La memoria pintaba el lejano paisaje en pastel cálido con manchan es de azul.

[1] Marrano: calificación injuriosa aplicada por el populacho a judíos y musulmanes convertidos al cristianismo y que mantenían lazos con su antigua fe. Marrano es el puerco joven que recién deja de mamar. Evoca la inmundicia y la sordidez. En un principio se calificó así a los excomulgados. A partir del siglo XIII el vituperio se dirigió hacia los judíos convertidos por la fuerza y sospechosos de mantener una cierta lealtad a sus raíces. Después se extendió la injuria a cualquier judío y, en particular, los cristianos nuevos. La palabra sonaba horrible en los oídos españoles y un decreto real de 1380 salió al cruce para condenar con multa o cárcel a quien calificase de marrano a un converso sincero. Pero no alcanzó para detener el fanatismo creciente. Limpio era el que no tenía sangre judía ni mora, aunque fuese un delincuente vil y lleno de pecados. Sucio , perro y -sobre todo- marrano , quien tenía en sus venas la sangre abyecta. Corría una grotesca racionalización: «no come chancho porque chancho es». La palabra se impuso en toda la extensión del imperio español e ingresó en el lusitano.


[2] Nombre del poblado en idioma tonocoté. Un siglo más tarde el río invadió la ciudad y sus habitantes la refundaron muchos kilómetros al norte.


[3] Nombre en español.


[4] Sin antecedentes moros ni judíos.


[5] Converso o hijo de converso.



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