Los tres hermanos de Francisco eran Diego, Isabel y Felipa. Diego, el primogénito, le llevaba diez años a Francisco y lo bautizaron con el mismo nombre de su padre. Pero sus rasgos físicos y espirituales no evocaban al licenciado, sino a la bella Aldonza. Como ésta y como su hermana Isabel, Diego era apacible, afectuoso, de cara redonda y baja estatura. Felipa y Francisco, por el contrario, reproducían al padre: nariz huesuda, frente despejada, cabellos cobrizos y altura generosa. Eran, como don Diego, apasionados, habladores y audaces. La vehemente Felipa, por ejemplo, no lograba poner freno a su espíritu rebelde; sus atrevimientos desesperaban a la pobre Aldonza que la retaba con su voz de santa y le ordenaba purificarse con una serie de avemarías. El pequeño Francisco avanzaba por la misma senda.

Esta Familia de seis personas contaba con la servidumbre de una pareja de esclavos: Luis y Catalina. En comparación con otras casas, dos esclavos eran un rotundo certificado de pobreza. Don Diego los había comprado en una liquidación de mercadería fallada: el negro rengueando debido a una herida que le infligieron en el muslo durante un intento de fuga y no era útil para los trabajos rudos. Ella era tuerta. Ambos habían sido cazados en Angola cuando niños. Aprendieron los rudimentos del castellano que mechaban con ásperas expresiones de origen. También se resignaron al bautismo y la imposición de nombres cristianos, aunque seguían evocando oblicuamente a sus lejanos dioses. El rengo Luis se fabricó un instrumento musical con la quijada de un asno y el huesito de una oveja. Raspaba los dientes de la quijada con incitante ritmo y su voz recorría una melopea inverosímil. La tuerta Catalina le acompañaba con palmas, leves movimientos de todo el cuerpo y un canto triste a boca cerrada.

El licenciado reconoció la inteligencia de Luis, quien afirmaba descender de un brujo, y le enseñó a ayudarle en sus trabajos de cirugía. El hecho resonó escandalosamente en Ibatín. Aunque algunos negros y mulatos ya oficiaban de barberos y realizaban las sangrías comunes, no se les confiaba la reducción de una fractura, el drenaje de abscesos o la cauterización de heridas. Don Diego le encargó también la custodia de su delicado instrumental. La cojera no le impedía seguirlo por las calles de Ibatín o a través de los pedregales de extramuros cargando sobre un hombro la petaca llena de piezas quirúrgicas, polvos, ungüentos y vendas.

Cuando Diego Núñez da Silva se sentaba bajo los naranjos del a tardecer en su ancha silla de junco, lo empezaba a rodear una pequeña audiencia. Era un narrador nato. Si iniciaba una historia, era difícil levantarse, ni tan siquiera para orinar. Se decía que hasta los pájaros cesaban de moverse. Tenía un repertorio inagotable. Estaba siempre dispuesto a brindar nuevos cuentos sobre héroes y caballeros, pero a menudo le pedían que repitiese las conmovedoras remembranzas españolas y los moralizantes episodios de la historia sagrada. Su mayor placer -más que el descanso, más que la sabrosa conversación- era mantener fresca su memoria y ejercitar la de sus hijos. El cuidado de la memoria no era una predilección inocente ni desprovista de riesgos.

Un día el patio de los naranjos empezó a ser denominado «la academia». Al médico portugués no le molestó la ironía. Más aún: para no parecer acobardado, decidió que allí se impartiese una educación sistemática a su familia. Alegó que eran insuficientes las enseñanzas dispersas. Convenció al endeble fray Isidro Miranda para que impartiese lecciones a todos. Así empezó una actividad que no iba a ser bien vista por las autoridades. Aprender algo ajeno al catecismo implicaba invadir jurisdicciones peligrosas.

Bajo la fronda instalaron una mesa de algarroba y la rodearon con bancos desiguales. El abatido fraile propuso enseñar el quatrivio [6] básico: gramática, geografía, aritmética e historia. Su voz era cálida y persuasiva. Lo mejor de este hombre. En cambio su rostro huesudo enmarcaba un par de ojos continuamente desorbitados, como si no salieran del asombro o el terror, a pesar de su buena voluntad, la impresionante mirada chocaba con la de sus alumnos. A éstos les resultaba difícil sustraerse del sobresalto. El enclenque fraile había evangelizado en el Perú y en Paraguay, fue atravesado por flechas en el Chaco y trabajó en la ciudad de Santiago del Estero con el legendario primer obispo de esta dilatada Gobernación del Tucumán.

Los alumnos de la escuela fueron Aldonza -a quien su marido había enseñado las primeras letras-, sus cuatro hijos (inclusive el pequeño y travieso Francisco), Lucas Graneros (amigo de Diego) y tres vecinos. Aldonza, aunque provenía de una familia cristiana vieja con relativo abolengo, no había recibido más instrucción que la referida a hilado, tejido, bordado y costura.

– El conocimiento es poder -repetía don Diego a los desparejos estudiantes apretando los puños sobre la mesa-. Es un extraño poder que no se compara con el acero, ni la pólvora, ni el músculo. Quien conoce, es poderoso.

Fray Antonio Luque, el severo superior de los mercedarios que le había provisto generosamente los retoños del naranjal, no opinaba de igual forma. Luque era un sacerdote rudo a quien el Santo Oficio de la Inquisición invistió con la jerarquía de familiar [7] . Usó un tono amable para asestarle la refutación aplastante:

– El conocimiento es soberbia -dijo con lentitud; cada palabra goteaba hiel-. Por querer engullir el conocimiento fuimos echados del Paraíso.

Y refiriéndose a la academia del patio de los naranjos, la descalificó redondamente:

– Es una excentricidad.

Por si no hubiera sido bastante categórico, añadió:

– Es absurdo que estudie toda una familia. Para la educación de las mujeres basta con aprender labores manuales y el catecismo.

Diego Núñez da Silva lo escuchó con respeto. Sabía cuánto riesgo implicaba ofender su autoridad de familiar. Después de cada frase, aunque no lo convencía, bajaba los párpados y hasta inclinaba su cabeza. El rígido sacerdote era pequeño y de mirada furriginosa. El médico era alto y de ojos tiernos. Pero el médico, obviamente, debía ceder ante la fuerza del pequeño sacerdote. Aunque no tanto como para clausurar la academia. Se limitaba a decir que reflexionaría sobre sus criteriosas palabras. Pero no despidió a fray Isidro, ni limitó las horas de clase, ni excluyó a las mujeres del aprendizaje. Su escuela debía proseguir y fray Antonio Luque reconocería probablemente su valor cuando se convenciera de que no lesionaba la fe.

Diego Núñez da Silva dedicó tiempo y presencia a su creación. Algunas tardes se incorporaba a la mesa de estudio para insuflar ánimo. Escuchaba, preguntaba, anotaba. Jugaba de discípulo. El afectuoso Isidro le inducía a completar datos y explicar mejor ciertos problemas.

– Es usted, don Diego -insistía el fraile-, quien borra las dificultades de la geografía y la aritmética. En cuanto a la gramática y la historia, las convierte en materias subyugantes. ¿Cómo no admirarlo? Yo enseño a lo bruto. Sin desmalezar y sin regar.

– Exagera. Si usted no desmalezara -reía don Diego-, poco valdrían mis intervenciones.

– Usted nos entusiasma. Y en cuanto a mí, reconozco que me propina oportunos castigos a mis accesos de soberbia. Es bueno que a uno le recuerden que es insignificante y achacoso.

Aldonza contemplaba embelesada al esmirriado sacerdote. La enternecía su maciza humildad. Era un buen modelo para su propio ideal de modestia. El sometimiento y la humillación la conmovían.

Fray Antonio Luque convocó a Isidro Miranda para que le «informase» sobre la «ridícula academia». El corto funcionario no quería descripciones ingenuas. Quería algo que se sintetizaba en una palabra sonora, inequívoca y enaltecedora: denuncia . La denuncia de costumbres, frases, opiniones y hasta alusiones sutiles que permitiesen atrapar la punta de un hilo que llevase a la inmunda cueva del demonio. Le formuló media docena de preguntas que el buen Isidro contestó en seguida con sus ojos más protruidos que nunca: eran dos globos que flotaban delante de su cara. Después el familiar le asestó un reproche:

– ¿Qué ocurrencia fue esa de armar un quatrivio ? -su mirada emitía rayos-. Sí, un quatrivio insólito para esta parte del mundo. ¿Qué necesidad existe de enseñar historia, aritmética, geografía y gramática en este desierto de la cristiandad? Son cuatro disciplinas para centros calificados, no para Ibatín. Lo único que falta para completar este grotesco es que incorpore como alumnos de sus clases a los esclavos.

Fray Isidro apretaba la cruz que le colgaba al pecho.

– Usted enseña materias fastuosas para seres miserables. Riega en la arena. ¡Absurdo!

Se levantó, dio un par de vueltas en la oscura sacristía y levantó el índice hacia el cielo.

– Además, cometió un olvido imperdonable: marginó la teología, la reina de las ciencias. ¿Cómo pretende que entiendan el mundo sin la teología? Si usted y ese médico portugués altamente sospechoso quieren cultivar almas, como dicen, enseñe por lo menos un rudimento de teología. ¡Un rudimento!

A la tarde siguiente fray Isidro abrió el ajado cuaderno que conservaba desde sus años mozos e impartió la primera clase de teología. A su término, Diego, el hermano mayor, dijo que le gustaría aprender latín. El fraile se sorprendió:

– ¿Latín?

– Para entender la misa -contestó el muchacho en disculpas.

– No necesitas entenderla -explicó el sacerdote-: basta con asistir, escuchar, emocionarse, comulgar. Y creer.

– ¡Yo también quiero aprender eso! -exclamó el pequeño Francisco.

– «Eso» se llama latín.

– Sí, latín.

– No tienes edad suficiente -sentenció fray Isidro.

– ¿Por qué?

El sacerdote se acercó al niño y le apretó los hombros, cariñosamente.

– Todo no se puede saber -dijo.

Lo soltó, caminó con paso lento en torno a sus alumnos y se dirigió al ausente don Diego: «Saber, no siempre es poder.»

Dio por finalizada la clase. Cada uno recogió sus útiles.

Contrariamente a lo previsto, en un par de semanas comenzó a impartir lecciones de latín. Diego y Francisco lo estudiaron como si fuese un juego. Machacaban las declinaciones mientras saltaban la cuerda y se entretenían con la práctica del tejo. Enterado de esta novedad, fray Antonio Luque se permitió emitir un destello de aprobación. Pero aún no se alejaban de su espíritu alerta las ominosas sospechas de herejía.

[6] Trivio y quatrivio: conjunto de tres o cuatro materias que así se agrupaban desde el medioevo.


[7] Funcionario de la Inquisición que debía denunciar a las personas que atentaban contra la fe y prender los reos con orden del tribunal (por sí mismos o ayudados por el alguacil). Para el cumplimiento de su misión, estaban autorizados a llevar armas, pública o secretamente, en todo el distrito inquisitorial.



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