Inspiró hondo para deshacer el malestar que se le amontonaba. ¿Era justo retacear la verdad a la propia familia? Su padre no dijo a su madre que era judaizante. Claro, si lo hubiera dicho, quizá Aldonza no habría accedido a casarse con él. Entonces él hubiera estado condenado a permanecer solo, a sufrir con más intensidad su condición de hombre maldito.
El matrimonio de su padre y el de Sevilla eran, paradójicamente, matrimonios mixtos… Entre cristianos. Cristianos nuevos que se casaban con cristianos viejos. Por lo general era hombre el cristiano nuevo y mujer la cristiana vieja. Contraían esponsales que sólo una parte conocía cabalmente (la otra permanecía engañada). El consentimiento mutuo resultaba imposible: en realidad se casaban dos hombres con una mujer. Los dos hombres estaban fundidos como la máscara y el rostro: la máscara mostraba un cristiano y el rostro ocultaba un judío.
¿No existía solución? Diego López de Lisboa, harto de padecer, encontró la única y terrible: «dejar de ser judíos. Definitivamente». Francisco pensó que si su padre hubiera optado por ese lógico camino cuando desembarcó en América, no habría tenido que transmitir sus creencias a Diego y entonces no habrían sido arrestados. Él, Francisco, gozaría de toda su familia. Quizá su madre no hubiera muerto tan precozmente. No habrían perdido sus bienes ni habrían tenido que ponerse bajo la denigrante tutela de fray Bartolomé. Él, Francisco, no estaría ahora viajando a Lima.
Su padre había insistido, desde que fundó su excéntrica academia, en que el conocimiento era poder. Tenía muchos conocimientos y había leído más libros que muchos sabihondos del Virreinato. No obstante, en el momento decisivo, no sirvieron sus conocimientos. Nadie siquiera advirtió que tenía poder. Se dibujó ante Francisco el rostro de Jesús contraído por el sufrimiento. Aflojó su espalda contra las estacas laterales de la carreta y murmuró porciones del catecismo. Una idea quería emerger, pero la aplastaba con otras, hasta que se abrió. ¡Hacía un paralelo entre Jesús y su padre! Reapareció la imagen con moretones y rayas de latigazos. Jesús era Dios. Tenía todo el poder. Los soldados de Roma se burlaban desafiándole a que lo demostrase. Pero Cristo permaneció callado, como su padre. Lo golpearon, empujaron, ofendieron. ¿Dónde se ocultaba su dignidad, dónde sus rayos y su fuerza? Si, era capaz de destruir y reconstruir el Templo en tres días, ¿por qué no expulsaba de un soplo a sus verdugos? ¿Tenía todo el poder y no lo usaba? Era un hombre débil. Y los malvados aprovechaban para pegarle y divertirse a su costa. No advertían los brutos que tras su debilidad se escondía: una fuerza infinita. No advertían que el dolor, precisamente, lo hacía grato a los ojos del Padre.
Francisco se tapó la cara. Necesitaba aislarse dentro de la carreta. ¡Qué confusión! ¿No será el dolor tan profundo de los judíos a lo largo del tiempo la misteriosa virtud que los torna inmortales? ¿No será el judaísmo una forma de imitar y actualizar la pasión de Cristo? Meneó la cabeza horrorizado. Esto era herejía.
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El indio José Yaru que José Ignacio Sevilla contrató en el Cuzco se comportaba como los demás indios cargadores, pero su rostro y ciertas actitudes evidenciaban una sutil diferencia. Igual que los otros era obediente y silencioso y se movía como un fantasma. Podía instalarse a las espaldas de alguien y seguirlo por un trecho largo sin ser advertido, pero desaparecía de a ratos. En una ocasión la caravana partió sin él; reapareció en la siguiente posta. Cuando se le hacían preguntas, sus contestaciones eran tan parcas y evasivas que quitaban los deseos de seguir hablándole. Sus facciones denotaban tensión, una profunda tensión que disimulaba con su aparente indolencia y estupidez.
Los indios cargadores no eran esclavos, aunque lo parecían. José Yaru era un indio cargador. Su trabajo estaba mal remunerado y era duro. Como los otros, seguía a las caravanas de a pie; dormía a la intemperie; se mantenía a prudencial distancia de los españoles y los negros. No le molestaban los gritos o reproches: era la forma natural de recibir indicaciones, era el trato que le correspondía. ¿Estaba resignado a perpetuidad? Provenía de las alturas del Cuzco. Allí, tocando las nubes, habían reinado los incas. El Cuzco fue la capital de un vasto imperio, el nudo magnético hacia el que afluían los territorios que después formaron el Virreinato del Perú. El gran Inca fue hijo del sol; como al astro, no lo podían mirar de frente. Su reinado fue corto e intenso. Los indios vibraban al oír sus referencias. José, sin embargo, cuando le preguntaban qué pensaba sobre el imperio incaico, sobre el pueblo incaico y sobre las costumbres de los incas, respondían invariablemente: «no pienso».
Sevilla supo que uno de sus hermanos se convirtió en talentoso pintor de iglesias. Reproducía los castigos que infligieron los judíos al Señor Jesucristo; los judíos usaban ropas de españoles; en varias ocasiones llegó a pintarles una cruz de oro en el pecho. También supo Sevilla de una tía que juzgaron por hechicera: en su chamizo ocultaba huacas y canopas [19] a las que alimentaba con chicha y harina de maíz.
José Ignacio Sevilla conoció a José Yaru en el Cuzco, precisamente. Lo contrató para que trasladase sus fardos de una tienda a otra en el callejón de los mercaderes. Era cumplidor y eficiente. Cuando le canceló el contrato porque regresaba a Buenos Aires, el indio bajó la dura cabeza, juntó las manos sobre el vientre y le espetó a quemarropa que lo llevase consigo.
– ¿Por qué? -se asombró Sevilla.
– Porque tengo guerra familiar.
– ¿Quieres huir?
– Tengo guerra familiar.
Sevilla no pudo sonsacarle más información. ¿Qué significaba «guerra familiar»? ¿Lo perseguía su suegro?, ¿lo quería matar un cuñado?, ¿cometió bigamia?, ¿lo repudiaban sus parientes? Necesitaba escapar. Sevilla tuvo lástima de él y también calculó que a cambio de este favor ganaba un buen ayudante. Se hacía cargo de un fugitivo, ciertamente; pero que no huía por causa de la religión, que era lo grave, sino por robo, asesinato o adulterio. Quizá nunca lo supiera. No lo vinculó con su tía hechicera, que era un expediente cerrado ya. A su hermano lo consideraban propiedad de la Iglesia. Trató de perforarle la empecinada cabeza: no descubrió inconvenientes serios y dijo que sí.
José Yaru nunca se quitó las pulseras de cuero. De vez en cuando entonaba un canto fúnebre. Su melodía era como una cinta que ondulaba hacia alguna montaña. Tengo nostalgias de altura -explicaba con razón. Los demás indios solían escucharlo en silencio. Durante las pausas se formaban rondas de cargadores. Aunque José era igual a los otros, parecía convertirse en el centro del grupo como si portara una dignidad que sólo sus hermanos reconocían.
49
Diego de Lisboa viajaba en otra carreta. No lo acompañaban miembros de su familia esta vez. Tenía cuatro hijos brillantes, de los cuales uno, Antonio, despuntaba como polígrafo [20] .
«No puedo reprender a Antonio -cavilaba-. Lleva más lejos que nadie mi decisión de desarraigo: no acepta llamarse López y menos Lisboa. Quiere dejar de ser judío. Repudia mi herencia y, paradójicamente, la recibe porque lo principal de mi herencia (o mandato) es acabar con la carga del judaísmo. Tan lejos corre que se inventó una historia de su nacimiento: asegura que vio la luz en Valladolid, aunque allí no estuvo jamás. ¿Por qué vaya reprocharle? Tendrá más libertad y seguridad que yo, porque yo, lamentablemente, estoy infectado por un núcleo judío que sólo morirá cuando repose bajo tierra. Lo mismo pasa con Diego Núñez da Silva: su núcleo judío fue detectado por los imanes de la Inquisición y ahora purga en Lima la condena. Nos conocimos en Lisboa. Éramos jóvenes y podíamos correr más rápido que nuestros perseguidores. Compartimos el horror. Después aprendimos a compartir la incertidumbre que producía la cambiante conducta de los monarcas; por momentos las autoridades se tornaban benévolas y generaban expectativas de convivencia, por momentos las arrasaba una tempestad de odio.
»Cuando los reyes de España firmaron el Edicto de Expulsión en 1492 -recordaba Diego López-, cien mil judíos emigraron hacia Portugal. Casi todos soñaban regresar a sus hogares españoles. Pero los sueños no se cumplieron. Vencidos los plazos de permanencia, muchos debieron embarcarse y sufrir nuevas desventuras; algunos fueron vendidos como esclavos. Cuando la Inquisición logró instalarse también en Portugal, se hizo evidente que ya no volvería la paz. Millares de individuos intentaron huir del país que por momentos parecía tenderles algún afecto. Acordé con Diego Núñez da Silva fugar al Brasil después que mis padres fueron quemados en un Auto de Fe. No podíamos seguir en esa ciudad. Me ayudó a soportar días y noches de fiebre, de locura. Intenté clavarme una daga porque no me podía sacar la visión de los cuerpos carbonizándose. Dejé de comer y beber hasta perder el sentido. Al cabo de unos meses, insomnes de terror, proyectamos viajar al Nuevo Continente. Allí se radicaban muchos perseguidos: la distancia del poder central facilitaba la erección de comunidades libres y podríamos olvidar. Y renacer. Pero nuestra información no era completa: esa libertad ya había provocado visitas inquisitoriales y se empezó la represión también aquí. No encontramos un Brasil apacible. No. Diego Núñez da Silva, tras evaluar las opciones, eligió arriesgarse hacia el Oeste, hacia la legendaria Potosí. Yo, en cambio, consideré más segura la recientemente fundada Buenos Aires porque estaba más alejada que ninguna otra población de los implacables centros del poder inquisitorial.
»Era paradójico: Diego Núñez da Silva, médico y sin ambiciones económicas, fue hacia el más febril centro de enriquecimiento que funcionaba en el Nuevo Mundo. Yo, un comerciante que reconocía el valor del dinero, fui hacia la chata aldea que vegetaba sobre un río ancho y aburrido. Diego llegó a Potosí y luego se fue a ejercer medicina en San Miguel de Tucumán. Yo desembarqué en Buenos Aires e hice incursiones a Córdoba para iniciar el comercio con frutos del país. En Córdoba, hacia el año 1600, apareció mi viejo amigo con su familia. Estaba mal: huía de la Inquisición. Huía inútilmente: le venía pisando los talones la orden de arresto, que implementó el comisario local.
»Yo, en cambio, estaba bastante bien. Había comprado una pequeña embarcación que bauticé San Benito exportaba harina a San Salvador de Bahía y allí la cargaba con aceitunas, papel y vino. La secreta comunidad judía de San Salvador era una confiable contraparte. Hice dinero. Y para evitar el zarpazo de la Inquisición empecé a buscar quien me vendiese un certificado de limpieza de sangre. En Córdoba proliferan los títulos apócrifos; hay verdaderos artistas de la falsificación y un gran respeto por su obra. Contra el escepticismo que a veces me asaltaba pude conseguir un certificado tan bello que parecía una reliquia. A pesar del escudo que significaba ese pergamino recargado con el lacre de los sellos y la firma de notables, había considerado riesgoso mantener mi principal domicilio en Buenos Aires: la joven ciudad se estaba llenando de judíos provenientes del Brasil. Me trasladé pues a Córdoba, donde rápidamente, gracias a mi locuacidad, dinero e iniciativas, fui designado regidor del Cabildo. Arribé entonces a la dolorosa conclusión de que lo tenía sentido mantener en secreto mi condición judía: no resucitaré a mis padres ni daré felicidad a mis hijos. Externamente soy católico, de mi nuca cuelga una cadena de plata con una maciza cruz, asisto a los oficios religiosos y me confieso, Debo corregir mi interior, no el exterior. Mi imagen es la adecuada , no las nostalgias . Estoy cansado de huir. Si pudiese, estudiaría teología y me haría sacerdote como Pablo de Santamaría, que fue rabino y se convirtió en uno de los más ardientes abogados de la Iglesia. El martirologio judío ya no tiene sentido: no interesa a los hombres ni conmueve a Dios. ¿Para qué continuarlo?»
[20] Se trataba de Antonio León Pinelo, quien adoptó este nombre tras la gran persecución de marranos del año 1635. Se licenció en Derecho. Escribió varias obras, entre ellas el Epítome de la Bibliografía Oriental y Occidental Náutica y Geográfica , por la cual se lo consideraba el padre de la bibliografía americanista. Viajó a España para borrar sus antecedentes de converso y fue amigo de Lope de Vega y Juan Ruiz de Alarcón. Dos años antes de morir fue designado cronista de Indias.
Su hermano menor, Diego León Pinelo, permaneció en América; llegó a rector de la Universidad de San Marcos y lo nombraron Protector General de los indios del Perú.