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Los ásperos reinos cristianos del Norte de España -se enteró Francisco, emocionado- decidieron favorecer a los judíos cuando los Estados musulmanes del Sur empezaron a perseguidos. La acogida, empero, no condujo a la formación de un vínculo cordial entre la Iglesia y la sinagoga. La Iglesia necesitaba aún consolidarse y la presencia de quienes fueron el pueblo elegido cuestionaba la solidez de algunas tradiciones. Empezó a difundirse entonces el gusto por una especie muy peligrosa de torneos: las controversias teológicas. A los cristianos no les interesaba, en el fondo, convencer judíos (podían convertirlos a la fuerza y masivamente): eran ellos mismos quienes necesitaban convencerse. Se convocaba a teólogos de ambas religiones para discusiones públicas que ayudarían a clarificar la verdad. En la práctica, si los cristianos no vencían en la argumentación, se desencadenaba una borrasca que incluía asaltos a las juderías.
Uno de esos afamados polemistas del bando judío provenía del Sur. Decía descender del legendario príncipe Hasdai, el magnífico Samuel Hanaguid y de otras familias cordobesas pletóricas de sabios y artistas. Se llamaba Elías Haséfer, que quiere decir Elías «El Libro». El libro, obviamente, era la Sagrada Escritura. (Posiblemente Séfer se convirtió en Silva, como gustan afirmar los judíos de este apellido.) El torneo se desarrolló en Castilla con gran pompa. Acudieron príncipes, nobles y caballeros. Por parte de la Iglesia asistieron el obispo, superiores de las órdenes religiosas, doctores en teología y eruditos. Elías Haséfer tenía derecho a consultar una gruesa Biblia que pusieron a su disposición, pero asombró a la audiencia vertiendo de memoria largas parrafadas de versículos. Las razones de la Iglesia y las de la sinagoga chocaron como espadas relucientes. Cada parte hacía estallar relumbrones y la primera sesión acabó en un empate. La segunda y la tercera dieron ventaja a los teólogos cristianos, quienes apabullaron a Elías con inesperados argumentos. Los caballeros casi empezaron a golpear sus escudos en señal de alegría, pero la solemnidad del recinto les frenó el entusiasmo. En la cuarta sesión Elías Haséfer, aparentemente debilitado, remontó cada uno de los argumentos con una especie de catapulta y convirtió a sus adversarios en pasmarotes ridículos. Los caballeros ya no querían golpear sus escudos, sino desenvainar las espadas. En la quinta sesión hubo un empate poco claro y en la sexta Elías Haséfer volvió a triunfar. En voz baja consultó el rey al obispo. Se convocó a una séptima sesión, pero el monarca no autorizó el debate. La sesión estaba destinada a premiar el desempeño de los adversarios. Aclaró que se trataba de una diversión, no de un juicio: la verdad de la Iglesia no era objeto de dudas, ni requería la derrota de un sofista judío. El rey entregó regalos a todos los participantes. Cuando tendió la primorosa arqueta a Elías Haséfer, exclamó: «¡Lástima que nos seas abogado de Cristo!» Esta expresión era, obviamente, otro regalo, quizá más valioso que el material. Al día siguiente los judíos de Castilla velaron a Elías Haséfer, asesinado por una puñalada a pocos metros de su casa.
Estas tragedias no impidieron que de las aljamas [21] surgieran astrónomos, traductores, matemáticos, poetas y médicos tan brillantes como los que antaño produjeron los Estados del Islam -contó José Ignacio Sevilla-. Varios ascensos luminosos, no obstante, acabaron en atroces caídas. Un ejemplo fue el de Samuel Abulafia, que llegó a ser un príncipe tan grande como Hasdai. Fue ministro de Pedro el Cruel, rey de Castilla. Su vida excepcional es un modelo que exalta y aterroriza, por eso los judíos siguen recordándolo con ambivalencia. Hubieran preferido olvidarlo. Más aún, que nunca hubiese existido. Abulafia resolvió la asfixia financiera del reino y se ganó el poder de los poderosos. Construyó la famosa sinagoga de El Tránsito , en Toledo, con hermosas inscripciones hebreas en torno del Arca. Su residencia fue conocida como El Palacio del judío . Las intrigas políticas lo debilitaron. Su lealtad al rey no sólo produjo admiración, sino odio. Sus rivales se desquitaron con ataques al barrio judío. En una de esas furiosas agresiones cayeron muertas cerca de mil doscientas personas con niños incluidos. Finalmente consiguieron desgastar la confianza del monarca. Pedro el Cruel sucumbió a las calumnias y ordenó encarcelar y torturar a quien fuera su querido ministro. Los verdugos se regodearon con el cuerpo del magnífico príncipe, quien murió durante los tormentos.
En la patética historia, tampoco este hecho fue definitorio. Igual que en la lejana época de los visigodos, el pueblo tenía más vocación para la tolerancia que para el desdén. Los españoles tardaron más que el resto de Europa en incorporar su odio. Tan era así que las aljamas gozaron de autonomía y los manuscritos de esa época reflejaban cierto optimismo. El pensamiento filosófico y moral produjo obras notables: en el siglo XIII vio la luz en la España cristiana, precisamente, uno de los libros que más desconcierto genera en los hombres, llamado Zohar o Libro del esplendor . Es el núcleo de la Cábala .
– ¿Has oído hablar de los cabalistas, Francisco?
A Francisco no le resultó desconocida esa palabra: la escuchó por primera vez cuando Diego estaba tendido en su lecho con una herida en el tobillo y su padre le efectuaba la abismal revelación. En la empuñadura de la vieja llave de hierro había una grabación. No eran tres pétalos ni tres llamitas: era la letra inicial de la palabra Shem , que significa Nombre. Los cabalistas atribuyen al Nombre un infinito poder, manipulan letras y acceden a la profundidad de los misterios.
Recién en el siglo XIV -es decir, hace muy poco en relación con la extendida historia de los judíos españoles-, se impuso, claramente, la intolerancia. Ganaron terreno los fanáticos y su crueldad. Cuando se producían epidemias se acusaba a los judíos. A veces ni era necesario formular la acusación: el populacho corría directamente hacia las aljamas para matar y robar. Surgieron frailes que urgían exterminar a los infieles de adentro ; se ponían a la cabeza de turbas excitadas, entraban a saco en las sinagogas, profanaban el altar y entronizaban una imagen. La conversión era vivida por los judíos como una ofensa adicional. Pero algunos conversos, por obra del terror, se muta ron en extremistas del cristianismo para borrar las marcas de origen. Un caso notable fue Pablo de Santamaría, ex rabino cuyo nombre escandalosamente hebraico había sido Salomón Halevi (Diego López de Lisboa lo admiraba). Los Levi descendían de la bíblica tribu consagrada al sacerdocio. El converso se zambulló en los estudios teológicos y consiguió que lo nombrasen archidiácono y canónigo de la catedral de Sevilla. No conforme, ascendió a obispo de Cartagena y arzobispo de Burgos. En esta ciudad compuso una obra incendiaria: Scrutinio Scripturarum . Lo empezaron a llamar el Burguense y su manual es utilizado hasta ahora en las controversias para pulverizar los argumentos judíos.
– Hay copias del Scrutinio en Buenos Aires, en Córdoba, en Santiago. Y por supuesto que hay varias copias en Potosí, el Cuzco y Lima -señaló López-. Para los familiares y comisarios equivale a una espada -carraspeó, como lo hacía cada vez que le asaltaba la tristeza-. Y, ciertamente, es una filosa espada.
En ese año de conversiones masivas el populacho invadió la aljama de Sevilla y mató cuatro mil hombres, mujeres y niños; las sinagogas fueron derribadas o transformadas en iglesias. Meses después se prendió fuego al barrio judío de Córdoba; en sus calles quedaron tendidos unos mil cadáveres. En seguida se propagaron los asesinatos a la bella Toledo y de allí a setenta localidades de Castilla. Luego aparecieron múltiples crímenes en Valencia, Barcelona, Gaona, Lérida.
Francisco escuchaba, absorbía, trepidaba.
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Desde cierta altura los viajeros pudieron apreciar la bonita Salta erigida sobre terreno cenagoso y rodeada por aguas, como si se tratase de un chato castillo. Hernando de Lerma la fundó sobreagua como los aztecas a México. Soñaba levantar una urbe tan grandiosa como aquélla. Rodeando a la ciudad se extendían los potreros que reunían más mulas que en ninguna otra parte del mundo.
La caravana llegó al final de su viaje. Las carretas no podían seguir hacia el Norte: eran dinosaurios que sólo recorrían caminos llanos: desde la pampeana Buenos Aires junto al Río de la Plata -el río más ancho del planeta- hasta la remota Salta, en el pórtico del Altiplano.
Diego López de Lisboa permanecería en Salta, en lo de un proveedor amigo, para ampliar sus transacciones comerciales. Luego regresaría a Córdoba. Llamó a Francisco.
– Quiero despedirme -su nariz respingada se había sonrosado-. Quizá llegues a conocer a mi hijo Antonio, si vuelves a Córdoba.
– O si él va a Lima.
– ¿Te quedarás en Lima?
– Estudiaré medicina. Después… Dios proveerá.
– Presiento que Antonio también irá a Lima -se sentó sobre unos fardos.
– Cuando abraces a tu padre -recomendó mientras pasaba el pañuelo por su nuca y su frente- le contarás que hemos hablado mucho y que yo estoy de acuerdo con él.
La cara de Francisco se convirtió en pregunta.
– Sí, de acuerdo con él -aclaró-. Él ha renunciado al judaísmo. Definitivamente. Hizo lo correcto.
– ¿Está seguro?
– La Inquisición le impuso una condena leve. Procede así, únicamente, con los arrepentidos de verdad -suspiró-. Tanto sufrimiento para nada. Ya ni es historia, sólo carnicería.
– ¿Se puede interrumpir la historia?, ¿ponerle fin?
– Los teólogos demuestran que el pueblo judío existió, y fue elegido, para anunciar y preparar la venida de Cristo. Una vez cumplida esa misión, terminó su historia. Su sobrevivencia agravia el plan divino.
– Pero la realidad…
– La realidad debe someterse a la teología, que es la verdad -volvió a pasarse el pañuelo por el rostro y lo metió en su bolsillo-. No justifico la obstinación de José Ignacio, por ejemplo, que prefiere un camino imposible.
– No es obstinación -José Ignacio Sevilla apareció junto a ellos y los miró con lástima-. No es obstinación, querido Diego: es convicción.
– ¿Estabas escuchando? -se irritó López.
– Sólo la última parte, no te preocupes. Además, creo que no has dicho algo nuevo. Sólo que, me parece, lo has dicho con más énfasis.