Francisco, casi enceguecido, se anima a preguntar:
– ¿No acaba de nombrarme?
– ¡Identifíquese! -gruñe con despecho burocrático.
– Soy Francisco Maldonado da Silva.
El teniente baja parsimoniosamente la lámpara, que ilumina desde abajo trozos flotantes de los rostros espectrales.
– Queda arrestado en nombre del Santo Oficio -sentencia.
Los otros hombres le aferran los brazos con rudeza. Se apropian de su cuerpo.
5
Isidro Miranda solía llevar al pequeño Francisco hasta la ermita de los vicepatronos Simón y Judas. Era un paseo agradable para ambos: el anciano se divertía con las ocurrencias del pequeño y éste le sacaba información al religioso. A salvo de la solemnidad que le imponían los semejantes, el niño era como un nieto que le permitía jugar de abuelo transgresor. Mientras recorrían las calles de casas toscas -que contrastaban su piel de adobe con el verde de los cedros- Francisco le hacía reiteradas preguntas sobre los otros sitios donde había vivido antes de radicarse en Ibatín, especialmente la vecina Santiago del Estero. Allí pasó años junto al desopilante Francisco de Vitoria, que había sido el primer obispo de la Gobernación. Vitoria fue un hombre excepcional que interrumpió abruptamente su gestión pastoral cuando más lo necesitaban.
– Lo persiguieron sus propios pecados o la envidia de los otros -fray Isidro no lograba ponerse de acuerdo: unas veces acentuaba lo primero y otras lo segundo-. Pero insistía- Francisco de Vitoria dejó un recuerdo imborrable. Eso sí: imborrable.
– Me hubiera gustado conocerlo -decía Francisquito.
– Sí -coincidió el fraile-. Y te habría causado una fuerte impresión.
– ¿Le gustaban los niños?
– A veces.
– ¿Cómo a veces?
– Cuando le divertían. Fíjate. Uno de sus hijos, que le dio una negra angoleña, era extremadamente tímido.
– ¿Hijo suyo y de una negra angoleña? -se extrañó el pequeño.
Isidro no hizo caso de la interferencia y continuó:
– Le enfurecía que fuese tímido. Tanto insistió para que el mulatito fuera más travieso, que festejó la rotura de la imagen de un santo. Lo alzó, besó y bailó con él en torno a los sagrados añicos. Después le aplicó una penitencia. El mulatito lloró confundido: ¿hizo bien?, ¿hizo mal?
– Y usted, ¿qué opina?
– Aguarda. Francisco de Vitoria organizó una procesión para desagraviar al santo, como correspondía, y preguntó al mulatito si estaba arrepentido. El niño no sabía que contestarle y dijo con mucha gracia que aún le dolía la paliza. ¿No estás arrepentido?, insistió su padre. Me duele, repetía. ¡Contesta lo que pregunto! Me duele. Y así otra vez. El obispo interpretó esta evasiva como una saludable rebelión.
– ¿Saludable rebelión?
– «Saludable»… -dudó el fraile-. Sí, dije saludable rebelión. Un absurdo, claro. Pero Francisco de Vitoria era absurdo. En definitiva: celebraba la rebelión. Raro, ¿no?
– ¿Puede un obispo tener hijos?
El fraile carraspeó y desvió la cabeza.
– ¿Usted tiene hijos?
Aferró con sus manos la cruz que le colgaba sobre el pecho.
– Los sacerdotes hacemos voto de castidad y practicamos el celibato.
– ¿Qué es el celibato?
– No contraer matrimonio.
– Pero se puede tener hijos.
– Se puede, pero no se debe.
– El obispo Francisco de Vitoria…
– Lo juzgará Dios.
Hacia el Norte se extendía la cadena montañosa tapizada por jungla. En lo alto brillaban las cumbres nevadas. A medida que se aproximaban al cerco de Ibatín crecía el número de carretas y animales. Ingresaron en una explanada donde confluían policromía y estruendo. Allí se renovaban cabalgaduras y bueyes, se vendían tropillas de mulas, se amontonaban los fardos olorosos, los esclavos cargaban bultos. Era el sitio donde rápidamente se encontraba al talabartero que arreglaba una montura y a los carpinteros que reponían el eje de la carreta.
– ¿El obispo de Vitoria era bueno con los rebeldes, entonces? -a Francisco le quedó rondando el asombro.
– Sólo con los niños rebeldes.
– ¿Por qué?
– No lo amenazaban. Era celoso de su poder, de su fuerza. A los adultos que osaban insubordinarse los aplastaba sin misericordia, con mano pesada. Fíjate que llegó a excomulgar al gobernador.
– ¿Al gobernador?
– Exactamente. ¡Y no una, sino cuatro veces!
– ¿Excomulgó cuatro veces al gobernador?
– Tal como lo oyes: cuatro.
– ¡Pobre! Andará pensando en el infierno.
Junto a la empalizada y cerca del pórtico se destacaba la lactescente ermita de los vicepatronos. La construyeron en ese sitio por razones prácticas: así podían controlar mejor las amenazas del tío, de la selva y de los impenitentes calchaquíes. Entraron en la acogedora penumbra. San Judas y San Simón fueron esculpidos en imágenes impresionantes. Los limbos de plata resaltaban sobre sus retintos cabellos. Vestían hábitos verdes, como correspondía al color dominante de Ibatín, y los envolvía una túnica morada sobre la que refulgían estrellas de oro.
Se arrodillaron sobre la alfombra de lana y rezaron.
Al salir, Fray Isidro repetía siempre:
– Nunca vayas a confundir San Judas Tadeo con Judas Iscariote.
Apoyándose en los refuerzos de la empalizada se extendía un ancho mesón cuyas paredes estaban cubiertas por cáscaras de pintura roja. Allí se hospedaban los viajeros. El gobernador del Tucumán había ordenado con sensatez que toda ciudad del territorio debía contar con un mesón por lo menos, «para remediar el daño de que todas las casas lo sean».
A unos treinta pasos funcionaba la pulpería cuyo techo de cañas y paja era sombreado por un algarrobo. El fraile tironeó la mano de Francisquito para alejado de esa tentación. Era un edificio muy concurrido y alegre. La primera vez que el niño se interesó por el lugar, el fraile dijo que era una «porquería», que «pulpería» significaba eso: «porquería».
– Pero ahí no se crían puercos.
– Algo peor.
– ¿Qué?
– Pecadores.
– ¿Por qué? ¿Qué hacen?
– Pecan.
– ¿Qué pecados?
– Se emborrachan. Y juegan por dinero, por tierras, por mulas, por ropa. Es un antro de Satanás. Los naipes, los dados y la perinola los enloquecen. Algunos salen desesperados porque se han empobrecido y otros desesperados porque se han enriquecido. Habría que voltearla.
– ¿Por qué no la voltean?
Fray Isidro elevaba sus protuberantes ojos al cielo para transferirle la pregunta.
– ¿Por qué? -insistía el pequeño.
El fraile, impotente, hizo otra transferencia más próxima: habría que preguntarle a fray Antonio Luque. Es juez de la Santa Cruzada, que vela por las buenas costumbres. Y es familiar de la Inquisición. Tiene suficiente autoridad para exigir a los jugadores que empeñen su palabra de que no volverán a pecar y también castigarlos si violasen el juramento.
– ¡Pero no lo hace!
– No.
El pequeño meneó la cabeza. Al rato insistía:
– ¿Hay pulperías en Santiago del Estero?
– Hay.
– ¿Ya había cuando estaba el obispo Francisco de Vitoria?
– Sí, había. Se instalaron antes de que él llegase.
– ¿No las destruyó con su mano pesada?
– No.
– ¿Por qué?
– ¡Por qué!, ¡por qué! No tengo todas las respuestas.
A Francisquito le gustaba irritarlo: el achicharrado fraile se tornaba más joven.
– Sé por qué -murmuró al rato con una mueca; pero tardó en decirlo.
– ¿Por qué?
– Les sacaba dinero. El obispo les sacaba mucho dinero como multa por sus vicios. La pulpería se convirtió en una importante fuente de recursos para su obra pastoral. Eso me dijo una vez. Es un secreto.
– ¿Era verdad?
– Creo que en parte.
– ¡Ese obispo era peor que los cerdos de la pulpería!
– sentenció Francisco.
El fraile se santiguó.
– Soy un Judas -murmuró arrepentido y empezó a pellizcar su rosario-. No era un mal pastor. No soy digno de él.
Su voz se anudaba. Le brillaron los ojos enormes.
No aceptó referirse nuevamente a su antiguo prelado. Recién lo hizo mucho después, durante el viaje a Córdoba.
Mientras los tres oficiales y el severo teniente receptor del Santo Oficio lo zarandean junto a la puerta con innecesaria e irrespetuosa violencia, Francisco sale de la lobreguez circundante y recupera la belleza de Ibatín. Ve el sonoro río del Tejar, la ermita de los vicepatronos, la bulliciosa plaza mayor, las cumbres nevadas sobre laderas cubiertas de jungla, la incesante fábrica de carretas y el patio de los naranjos color azur y pastel. Ve a su familia integra, alborotada, tierna y perpleja.
6
En las pequeñas poblaciones de la vasta y remota Gobernación del Tucumán se solían acumular ciertos bienes que significaban riqueza: tierras, indios, negros, recuas de mulas, piaras, ganado y sementeras. A esto se agregaban ciertos lujos como vajilla de plata, muebles, telas finas, piezas de oro y delicados utensilios importados de Europa. Pero a nadie se le ocurría formar un tesoro con libros. Los libros eran caros para comprar y difíciles de vender; además, contenían pensamientos temerarios. Y los pensamientos generaban turbaciones que una silla o una mula, por ejemplo, jamás producían.
A Diego Nuñez da Silva le interesó formar una biblioteca. En lugar de invertir sus ahorros en bienes productivos, los gastó en la adquisición de volúmenes cuestionables. Trajo algunos de su Lisboa natal y compró los restantes en Potosí. Su biblioteca hubiera suscitado aprecio en Lima o Madrid, donde funcionaba la Universidad y abundaban los eruditos. En la miserable Ibatín, en cambio, no sólo era una extravagancia, sino motivo de sospechas.
Los volúmenes se alineaban sobre gruesos estantes en un pequeño cuarto donde se encerraba a estudiar. Cuando hizo construir esta vivienda se esmeró en dotar al cuarto de la necesaria privacidad. Allí guardaba también su petaca con instrumentos médicos y algunos recuerdos personales. Nadie podía entrar sin su autorización. Los esclavos tenían instrucciones precisas y la comprensiva Aldonza se ocupaba de hacer respetar la voluntad de su esposo.
Francisco amaba introducirse en esa especie de santuario cuando su padre se aislaba para leer o escribir. Trató de descifrar el enigma por su cuenta. De tanto observar a su padre, reproducía cada uno de sus pasos: extraía un tomo con cariño, lo calzaba sobre el pecho como una valiosa carga, lo depositaba sobre la mesa, abría la dura tapa y dejaba correr las hojas de signos iguales. En ese mar alborotado de letras aparecían viñetas coloridas y se intercalaban hermosas ilustraciones. Se dedicó a examinar las ilustraciones de todos y cada uno de los libros. Antes de aprender a leer ya había conocido figuras y paisajes maravillosos. Quizá eran los sabios que le hablaban desde lejanas tierras. Cuando pudo leer, esos libros ya formaban un terreno familiar.