Francisco Maldonado da Silva ha cumplido 35 años de edad. Se ha trasladado a Concepción, en el Sur de Chile, para evitar el zarpazo de la Inquisición. Tiene un sueño ligero y sobresaltado, Intuye que en algún momento, que en una de esas noches, sucederá. Esboza planes pero los desecha por ingenuos. Ambos -él y la Inquisición- tendrán que encontrarse, fatalmente.
Oye ruidos en torno a la casa. Su presentimiento deviene realidad. Imagina a los soldados con la orden de arrestado. Ha llegado el instante. Se levanta silenciosamente. No debe asustar a su esposa e hijita dormidas. Se viste en la oscuridad. Los esbirros suelen actuar brutalmente y él los va a sorprender con su postura digna. Aunque su corazón desenfrenado le ha empezado a latir en la garganta.
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Ibatín se acurrucaba en las faldas de una montaña que detenía las nubes provenientes del Este y las obligaba a regar sus laderas; la vasta aridez circundante se trocaba abruptamente en jungla. Para llegar a este oasis, Diego Núñez da Silva tuvo que recorrer los mismos caminos que por primera vez, siglos atrás, habían abierto los incas. Después de los incas esos caminos fueron fatigados por los tenaces conquistadores: sus pequeñas y suicidas huestes eran atraídas por la alucinación de una ciudad portentosa cuyas viviendas tenían muros de plata y tejas de oro. Los conquistadores, cargando destellantes armaduras, recorrieron la antigua red caminera. No descubrieron la ciudad de sus sueños pero fundaron otras, entre ellas Ibatín o San Miguel de Tucumán, junto a un río que baja fresco y sonoro por la Quebrada del Portugués. Lo bautizaron «río del Tejar» porque a sus orillas se instaló una fábrica de tejas. No se sabe, en cambio, a qué portugués se refirieron cuando llamaron «del Portugués» a la quebrada; ese nombre ya existía cuando arribó Núñez da Silva.
Los habitantes de Ibatín tuvieron que luchar desde el principio contra dos amenazas: la naturaleza exuberante y los indios. Junto a la ciudad bullía la selva. El aliento de los pumas llegaba hasta los patios. El río bajaba entre impresionantes barrancas; en la época de lluvia los afluentes engordaban rápidamente y entonces se convertía en un monstruo oscuro y agresivo. La creciente arrancaba árboles enteros, empujaba piedras y devoraba muros. Su horrendo avance generaba pánico. Los aldeanos construían las defensas con piedras y troncos. Por más que se esforzasen, nunca conseguían detener las lenguas que se estiraban hacia el centro. Una vez el agua llegó a los umbrales de la Iglesia Mayor.
A poco de ser fundada Ibatín -le contaron a don Diego apenas se instaló en ella- se produjo una sublevación de los calchaquíes. Estos indios habitaban las montañas y no aceptaban ser sometidos al régimen de las encomiendas [8] lideraba entonces un legendario cacique de enorme estatura llamado Gualán y al que un sacerdote comparó con el bíblico Goliat. Planearon un devastador ataque y eran la paciencia de aguardar hasta que la mayoría de los españoles saliesen para una expedición. Quebraron el cerco de la ciudad, destruyeron los sembradíos, espantaron los animales y prendieron fuego a todos los edificios. La resistencia sobrehumana de los pocos españoles, sostenida con arcabuces y puñales, duró varios días hasta que pudo llegar el auxilio de Santiago del Estero. En el combate murió Gualán. Los calchaquíes -de cuello grueso y pelambre leonina- retrocedieron a sus posiciones montañosas. Los indios de la llanura, que también querían sublevarse, al perder la protección de esas tribus indómitas se sometieron definitivamente al poder español. Ibatín fue reconstruida desde los calcinados cimientos.
Este conflicto tuvo repercusión en el vínculo de los hombres con las fuerzas sobrenaturales. En efecto, la ciudad había sido fundada bajo la protección del arcángel Miguel y su espada. Pero estaba visto que el arcángel no enfrentó a los calchaquíes. Su negligencia produjo mucha decepción. Los sacerdotes y el pueblo decidieron conseguirse otro amparo más confiable. Un cura soñó con los santos Judas y Simón. El mensaje era claro: fueron Judas y Simón quienes intervinieron realmente para salvar a Ibatín. Habría que designarlos patronos, entonces, en lugar del ineficiente Miguel. Pero, ¿cómo desplazar al arcángel sin que se ofendiera? El mismo cura propuso la solución: designar a Simón y Judas vicepatronos. La ocurrencia obtuvo una aprobación jubilosa y en pocas semanas se erigió la ermita de los dos nuevos protectores. Se la construyó primorosamente en el acceso norte, por donde ingresaban los viajeros del Perú, así se enteraban en seguida de su presencia. Por allí solían pasar Francisco, su hermano Diego y su amigo Lucas cuando iban de pesca.
Una empalizada de troncos rodeaba al pueblo. Cada vecino estaba obligado a tener armas en su vivienda y por lo menos un caballo. Se vivía en pie de guerra. Los guardianes circulaban permanentemente por la ancha ronda de extramuros. También don Diego lo hacía cada dos o tres meses. Pero como era el único médico, las autoridades preferían que no participara tanto de las rondas y estuviese disponible para su tarea específica. A Francisco le enorgullecía ver a su padre alistarse como soldado. Lo miraba revisar el arcabuz, contar las municiones y ponerse el morrión sobre la cobriza cabellera.
La plaza mayor de Ibatín estaba flanqueada por las calles reales que empalmaban con los caminos a Chile y Perú (en el Norte) y las planicies pampeanas (en el Sur). El bullicio no cesaba: al tránsito de carretas se sumaban las tropillas de mulas, el mugido de los bueyes, los relinchos de los caballos y el regateo apasionado de los comerciantes. En el centro de ese movimiento de hombres, bestias y vehículos se erguía la picota: la llamaban «árbol de la justicia». Era el rústico eje de la ciudad: testimonio de su fundación y vigía de su crecimiento. Con su sólida fijación a la tierra -«en el nombre del Rey»-legitimaba la presencia y la acción de los colonos. En la picota se azotaba y ejecutaba. Los reos llegaban a su severa instancia con la soga al cuello, escoltados por guardias. El pregonero informaba sobre su delito; el verdugo procedía a colgado con eficiencia; la picota lo exhibía con orgullo macabro; los vecinos miraban morbosamente el cuerpo que pendía de la cuerda y se balanceaba ligeramente como si transmitiese saludos del infierno. A veces era necesario retirar el cadáver antes de que cumpliese su didáctica función de escarmiento porque se celebraba una fiesta. Fiesta por el nacimiento de un príncipe, la coronación de un nuevo rey o la designación de otras autoridades. Era imprescindible que los domingos y días de guardar, así como la celebración de los santos favoritos, nunca se contaminasen con una ejecución. No porque la ejecución en sí careciera de elementos festivos, sino porque Eclessia abhorret a sanguini y atañe al buen cristiano dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
La plaza era, pues, un espectáculo perpetuo. Si no colgaba un ahorcado -al que rápidamente visitaban las moscas-, había jolgorio secular. Si no se realizaba una corrida de toros, circulaba una procesión (contra la próxima creciente del río, contra una epidemia, por falta de lluvia, por exceso de lluvia, contra la renovada amenaza de los calchaquíes o en acción de gracias por la buena cosecha). Durante las procesiones desfilaban las cuatro órdenes religiosas principales con sus distintivos: dominicos, mercedarios, franciscanos y jesuitas. El energúmeno de fray Antonio Luque solía dirigir las letanías e imprecaciones porque su voz era estentórea y porque así recordaba a los ocultos herejes su temible poder de familiar. Marchaba al frente de la imagen mirando el polvo del camino porque «polvo fuimos y polvo seremos» y de cuando en cuando clavaba sus pupilas con acierto intuitivo en quien olvidaba la gravedad del momento. Después se realizaba una carrera de caballos y una de sortijas; incluso elementales representaciones teatrales sobre temas sagrados y concursos de poesía en los que una vez participó Diego Núñez da Silva. Al oscurecer se encendían los fuegos artificiales. Diego se quemó una mano por querer ayudar; quedó una cicatriz en la palma.
Esta ceñida descripción sería incompleta si no recordáramos que a un costado de la plaza se erigía el Cabildo -la autoridad secular-, compuesto por varias habitaciones que rodeaban al infaltable patio. Sus muros enjabelgados relucían como la nieve de las altas cumbres. En el centro del patio instalaron un aljibe con hermoso brocal de azulejos. Enfrentando al Cabildo se elevaba la Iglesia Mayor -la autoridad eclesial-. Ahí estaban, pues, los dos poderes que se disputaban el dominio de Ibatín, la Gobernación del Tucumán y el continente entero. De un lado el poder terrenal, del otro el poder celestial. Y así como el primero se extendía hasta la implacable picota, el segundo se extendía hacia otras iglesias y conventos. En la picota mandaba el César (incluso los condenados por la religión debían ser entregados al brazo seglar) y en los templos mandaba Dios. Pero ambos se extralimitaban siempre porque Dios está en todas partes y el César no se resigna a ser menos que Dios.
Por las calles vecinas a la plaza se edificaron las otras iglesias con sus respectivos conventos. Los franciscanos, con rubor, levantaron una iglesia más alta que la de los mercedarios y le anexaron una hermosa capilla. Se expusieron a las críticas y a la culpa por el mucho dinero invertido. Los jesuitas, en cambio, no se intimidaron por las eventuales críticas: construyeron una nave con crucero de cuarenta metros de largo, atrio amplio, paredes de ladrillo y almohadillado exterior; embaldosaron el piso con cerámica, revistieron las paredes con yeso y cubrieron el techo con tejas; instalaron un altar grandioso y dotaron al templo de un púlpito admirablemente decorado. Los jesuitas asumían frontalmente la belicosidad de su Compañía.
Corre la tranca de hierro. Apenas entreabre la puerta, varias manos empujan desde el exterior. Suponen que Francisco, asustado, volvería a cerrar. Pero Francisco no se mueve. Los soldados tienen que frenar su ímpetu: ante ellos, en la penumbra, se yergue un hombre macizo al que la lámpara pincela de oro y añil. Miran perplejos. Casi olvidan lo que tenían que decir.
Uno de los esbirros le acerca la lámpara a los ojos y pregunta:
– ¿Es usted Francisco Maldonado da Silva?
– Sí.
– Yo soy Juan Minaya, teniente receptor del Santo Oficio -le adhiere la lámpara a la nariz, como si deseara quemarlo-. Identifíquese.