– Lo que voy a decirte es muy importante y conviene que no lo olvides nunca. Existen varios niveles de conocimiento. Primero, está el natural. Deriva del simple hecho de que Dios nos creó a Su imagen y semejanza. Por eso, lo puede tener un pagano si evita que las tinieblas de la ignorancia y de la mentira cieguen su corazón. No sólo eso. Si se esfuerza por ver la luz que ilumina su interior invisiblemente llegará con seguridad a captar muchas verdades importantes cuyo valor es eterno.
Hizo una pausa y yo intenté aprovecharlos soplándome los dedos ateridos sin que se percatara. Blastus veneraba tanto el frío que le molestaba profundamente que otros no pudieran entender su devoción por aquellas gélidas temperaturas.
– Después -prosiguió mi maestro- viene el conocimiento revelado. Ése procede de una comunicación directa de Dios. Lo poseen en parte los judíos y de manera más completa nosotros porque hemos aceptado a Jesús como el mesías, el Cristo, que es Hijo de Dios y nos ha revelado muchas cosas sobre Dios Padre que nunca hubiéramos podido conocer por nuestros medios. Pero… pero existe un tercer tipo de conocimiento.
Hizo una pausa, retiró la mano y se echó hacia atrás mientras en sus pupilas oscuras se agudizaba aquella expresión que no lograba descifrar.
– Ese conocimiento -prosiguió ahora con un tono de voz grave- no se puede obtener con el esfuerzo personal. No es cuestión de leer, de trabajar, de luchar con textos y textos. No. Es algo… algo muy diferente. Se trata de un conocimiento limitado, pero muy importante. Únicamente Dios puede darlo y además sólo se lo concede a algunos. Estoy hablando del conocimiento profético.
– ¿Te refieres, domine, a que pueden ver en el porvenir? -indagué desconcertado mientras me percataba de que con el frío ya no sentía los pies.
– En ocasiones, sí -respondió Blastus que parecía no percatarse lo más mínimo de la humedad helada que inundaba la habitación como si se tratara de un diluvio semisólido- pero eso no es lo más importante. El Príncipe de las Tinieblas, el señor de las potestades del aire, también puede impulsar a adivinos y, de hecho, lo hace valiéndose del poder maligno que tiene desde su caída. No, querido… amigo, no es eso lo más importante.
No pude reprimir un escalofrío pero esta vez no se debió a la destemplada temperatura. Estaba más bien relacionado con el hecho de que Blastus no me había denominado discípulo o puer sino amigo. ¿Se había equivocado o quería indicarme algo?
– Lo verdaderamente relevante es que las personas a las que Dios les concede ese don pueden, no siempre, no a voluntad, no según su gusto, pero sí cuando Él lo desea y dispone, ver las cosas exactamente como Él las contempla.
No estaba seguro de entender lo que me estaba diciendo mi maestro. ¿Qué significaba ver las cosas exactamente como Dios las ve?
– Sé que no es fácil entender lo que te estoy diciendo -dijo Blastus como si acabara de leer mis pensamientos- pero resulta esencial que lo entiendas. Para ayudarte a comprender, piensa en los ejemplos que aparecen en las Escrituras. En la época del profeta Amós, por ejemplo, el reino de Israel se complacía en su prosperidad material y pensaba que duraría para siempre, pero el profeta…
– … el profeta -reflexioné en voz alta- captó que vivían de una manera totalmente impía y apartada de Dios y que, por lo tanto, serían objeto de Su juicio.
– Exacto -dijo Blastus con el rostro bañado por la luz de la satisfacción- y en la de Elías…
– El perverso rey Ajab había decidido aliarse con los paganos y el pueblo se complacía pensando que aquello les proporcionaría la paz, pero Dios castigó a Israel enviándole una sequía como no habían conocido hasta entonces.
– Exacto -repitió Blastus todavía más feliz- y en la de Isaías…
– En la de Isaías -proseguí contagiado por su satisfacción- el profeta indicó que aunque el pueblo creía saber, perecería por su falta de conocimiento.
– Y aunque se aliaran con los paganos…
– Aunque se aliaran con los paganos, si no creían en el único Dios verdadero, no podrían permanecer.
– Sí -dijo Blastus con una dicha que rozaba el entusiasmo-. Yo no estaba equivocado. ¡No lo estaba! Entiendes a la perfección lo que deseaba decirte. Ése es el tercer tipo de conocimiento… Ése es el conocimiento especial que Dios ha decidido darte.
A pesar del frío tremendo, nada más escuchar aquellas palabras, se enroscó a mis orejas un calor insoportable, tanto que sentí que ardían como un trozo de leña. Abrí la boca una, dos, tres veces, sin lograr pronunciar una sola palabra. ¿Qué estaba diciendo Blastus? ¿Le había escuchado bien?
– También en la época de otro gobernante, un gobernante llamado Vortegirn…
– No -dije con un hilo de voz-. No… yo no…
– Por supuesto que sí, hijo, por supuesto que sí -cortó dulcemente Blastus.
Hizo una pausa y dijo:
– Debes estar helándote con este frío. Quizá deberíamos encender el fuego.
Ante mi perpleja mirada, Blastus interrumpió la conversación y se dedicó a quebrar algunas ramitas con las que alimentó una fogata diminuta, diminuta sí, pero que me pareció tan cariñosamente entrañable como el abrazo de una madre. Examinó con cuidado la manera en que las llamitas negruzcas se esforzaban por lamer los pedazos de leña y acababan transformándose en lenguas rojas y entonces, con una sonrisa, se volvió hacia mí y dijo:
– Tu destino, el destino que te ha marcado la Providencia, no es fácil. A decir verdad, es uno de los más duros y difíciles que se pueden vivir. La mayoría de la gente no te entenderá e incluso se sentirá molesta con tus palabras; los gobernantes te odiarán porque dejarás de manifiesto que sus corazones no son siempre limpios y los hombres de Dios, bueno, que dicen representar a Dios… ésos pueden llegar a ser los peores. Los que verdaderamente busquen Su voluntad acabarán reconociendo tarde o temprano que tus palabras son un rayo de luz, pero los que sólo se escudan en Dios para medrar te odiarán y querrán acabar contigo.
– No estoy seguro… -intenté razonar con mi maestro, abrumado por lo que estaba escuchando.
– Llegarás a estarlo. Descubrirás que en tu interior arde un fuego que te impulsa a decir la Verdad aunque preferirías callarte y llevar una vida tranquila. Quizá intentes reprimirlo, pero entonces descubrirás que no puedes, que es más fuerte que tú, que su poder te sobrepasa. Y también te darás cuenta de que ésa es la razón por la que viniste a este mundo. Otros llegaron para sacar a la tierra sus frutos y alimentar a los hombres, o para defender a los débiles, o para transmitir los conocimientos del pasado. Tú has nacido para una era muy especial, para una época tenebrosa y oscura. De esa manera, en algún momento, cuando más necesaria sea la luz, podrás darla, pero recuerda siempre que esa luz no es tuya.
– Creí que… -le interrumpí sorprendido por aquellas palabras.
– No, no es tuya -explicó Blastus con una extraña, casi conmovedora indulgencia- porque si fuera tuya tu misión carecería de sentido y quedaría falseada. Esa luz no nace de ti. Solamente la reflejas.
Una sensación extraña se había ido apoderando de mi ser mientras escuchaba aquellas palabras. Por un lado, sentía un frío distinto del que, habitualmente, llenaba la estancia. Se había encaramado a mi espalda, alargaba sus gélidos dedos sobre mis brazos y mis piernas. Sin embargo, al mismo tiempo, en el pecho podía percibir un calor especial, fuerte, sereno, que parecía neutralizar cualquier malestar.
– Y ahora, si te parece -dijo Blastus adoptando su tono habitual de voz- me gustaría seguir escuchando lo que ves en ese pasaje del Eclesiastés…
Creo que no exagero al afirmar que nada fue igual desde aquella tarde de domingo. Por supuesto, Blastus continuó enseñándome acerca de las plantas más diversas y sus virtudes más increíbles, prosiguió ayudándose a desentrañar los recovecos de la literatura de griegos y romanos, y no dejó de conversar conmigo sobre las Escrituras. Pero nunca volvió a mirarme como antes. Dejó de contemplarme como a un discípulo para observarme como a alguien que había alcanzado, o estaba a punto de alcanzar, su nivel. Poco a poco, de manera tan natural e inadvertida que ahora, al recordarla me sorprende, fue él quien comenzó a formularme cada vez más preguntas. Incluso, aunque yo necesitaba aprender todavía mucho de él, aunque pasarían años antes de que concluyera mi aprendizaje, aunque le escucharía todavía centenares de horas de enseñanzas y lecciones, había empezado a realizarse un cambio. No podía imaginarlo entonces y aún las estaciones tendrían que venir y marcharse muchas veces, pero, al fin y a la postre, llegó un día en que me pidió consejo. Y entonces yo supe que tenía razón y que el tiempo que había pasado con él se acercaba, de manera acelerada, a su conclusión.