Optima quaeque dies miseris mortalibus aevi prima fugit… sí, no le faltaba razón a mi maestro de latín cuando dejó escrito que también para los infelices mortales los días que antes se van son los mejores. Aunque, bien pensado, quizá Virgilio no resultó tan atinado en sus conclusiones. No es que el tiempo pasado con más rapidez sea el mejor, es que, precisamente el tiempo mejor es el que pasa de una manera más rápida. Aquellos momentos en que disfrutamos de un hermoso día de campo, en que jugamos con nuestra madre, en que contemplamos a nuestros amigos defendiéndonos de un peligro, en que gustamos brevemente la suave bebida que proporciona el Amor… todos ellos desaparecen y, en ocasiones, nos preguntamos si verdaderamente existieron alguna vez o son sólo fruto de un sueño mal recordado. Pero no deberíamos sentir pena o amargura por ello. Todo lo contrario. Deberíamos más bien percatarnos de que nuestra vida es un soplo; que en todas las épocas hay razones, diferentes, pero ciertas, para dar gracias a Dios por la hermosura de la existencia y que, muy posiblemente, aquellos tiempos teñidos en algún momento por la belleza nos indican que es posible, después de esta vida, encontrarla de manera más plena y real.
III
Tuvo que suceder más de una década y media después. Sí, como mínimo. Aquella mañana, una mañana en que la copiosa lluvia parecía complacerse en sacar un brillo irreal a la hierba verdinegra y a las hojas pardas de los árboles, me encontraba ocupándome de un niño. Lo recuerdo con tanta claridad que tengo la sensación de que si estirara las manos un poco, tan sólo un poco, podría tocarle el rostro redondo y acariciar los rizos sucios y rebeldes que le caían sobre la frente abultada. Se llamaba… no, hasta ahí no llega mi memoria. Qué cosa tan curiosa y desconcertante es la memoria. Puedo ver aquellas imágenes como si las tuviera ante mí y, al mismo tiempo, los nombres se van borrando de la misma manera que si los hubiera escrito sobre la arena blanca de la playa y una ola aburrida que pasara sobre ellos los hubiera borrado para siempre. No, definitivamente, no me acuerdo de cómo se llamaba el niño. Sí tengo muy presente su dolencia. Sus padres, dos personas ya mayores a los que la Providencia había regalado un hijo tardío cuando ya habían desesperado de recibirlo, lo miraban extrañados como si se tratara de un ser raro que no hubiera tenido nada que ver con ellos.
– Todo lo devuelve… -decía la madre angustiada, a la vez que se retorcía las manos.
– No se le queda nada en la tripa… -remachaba el padre, sobando nervioso un cayado no por humilde menos efectivo.
– Y el color… qué color… amarillo como la cera… -afirmaba la madre mientras posaba la mano sobre el rostro mofletudo del niño con tanta fuerza que, por un instante, imprimía a la piel cerúlea un leve tono rojizo.
– Tenemos mucho miedo de que se nos muera… -dijo finalmente el padre expresando lo que les inquietaba.
Palpé al callado muchacho con el mayor cuidado. No tenía ningún bulto en el exterior, ni tampoco presentaba señales de alguna enfermedad que, asentada en su interior, lo corroyera minando su salud. ¿El color? Sin duda, no era el que deseaba la madre, pero de ahí a decir que era insalubre mediaba un verdadero abismo. Sí, me pareció innegable que se trataba de un niño nervioso. Tan sólo había acercado la mano a su rostro y la desdichada criatura no había podido reprimir un respingo, igual que si lo hubiera mordido una víbora. Pero -mucho me lo temía- aquella agitación excesiva de sus nervios infantiles no procedía de ninguna dolencia corporal. Se trataba únicamente de la inquietud propia de quien se ve a todas horas vigilado, observado, agobiado. Esa circunstancia resulta difícil de por sí en un adulto, pero en un niño…
– Vivís en la ciudad, ¿no es cierto? -indagué.
– Sí… -respondieron un tanto desconcertados.
– ¿Tenéis algún familiar que viva en alguna aldea? Mejor, ¿en pleno campo? -continué con mi interrogatorio.
Los padres se intercambiaron una mirada de sorpresa. Sin duda, hubieran preferido que su hijo se curara con algún tipo prodigioso de pase mágico o con alguna poción fabulosa.
– Mi hermano Caius vive en el campo -respondió, al final, el padre-. Cría cerdos. Unos cerdos espléndidos, de veras, espléndidos.
– Magnífico -dije fingiendo un enorme alivio, como si hubiera dado con un remedio imposible de encontrar-. Habla con tu hermano y dile que tu hijo pasará un par de semanas con él, en el campo.
– Sería una buena idea -se adhirió la madre-. No nos vendría mal visitar a tu hermano. Su mujer es muy agradable y…
– No -corté de manera tajante aunque considerada-. El niño debe ir solo.
– Pero… pero… -apenas acertó a balbucir la madre horrorizada ante la perspectiva de perder de vista a su hijo durante algunos días- este niño está enfermo… este niño… los cerdos… ¿qué va a hacer sin nosotros?
Hubiera deseado decirle que, precisamente, aquella criatura lo que necesitaba era no tener cerca a sus padres siquiera por unos días. Lo protegían, lo mimaban, lo cubrían en exceso. Tanto que su propia naturaleza se estaba rebelando y había decidido protestar arrojando todo alimento que le pasaba por la garganta. Conocía de sobra aquellas manifestaciones del organismo. Era como si, de repente, llegara a la conclusión de que no merecía la pena seguir viviendo en esas condiciones y se sublevara. Era como el asno fatigado que, de pronto, se deja caer sobre sus curtidos cuartos traseros y al que no logran poner en pie los palos más feroces. No puede más con su carga, pero prefiere que lo maten antes de morir aplastado por ella. Seguramente, aquel cuerpecito sufría de un mal no tan distinto. Había llegado a la vida de sus añosos padres en una época en que se sentían condenados a morir sin descendencia, y esa eventualidad había provocado que no lo dejaran crecer de manera normal sino que lo rodearan de un cuidado excesivo. Lo más seguro era que ni siquiera se atrevieran a darle un cachete…
– En el campo no le va a pasar nada -proseguí- y si el chaval se porta de manera indebida, seguro que su tío no dudará en meterlo en cintura de un bofetón.
– ¿Qué? -gritó la madre a la vez que se llevaba las manos a las mejillas como si padeciera un insoportable dolor de muelas-. ¿Ponerle la mano encima al niño? Pero si eso no lo hacemos ni nosotros que somos sus padres…
Amarillo, me dije sin dejar de observar a la callada criatura. Aquel crío lo que estaba era verde, verde como el trébol. Necesitaba curtirse. Ya no tenía ninguna duda.
– Bien -corté de nuevo a la buena mujer-. Mi diagnóstico es claro. Este muchacho tiene los humores negro y amarillo revueltos…
Hice una pausa para asegurarme de que mis palabras impresionaban a la pareja. Al final, no pocas veces no importa tanto lo que se dice como la manera en que se dice. Sí, parecía que lo había conseguido.
– La única manera de equilibrar esos humores en mala situación es combinar dos acciones -continué con el tono más doctoral y pedante del que fui capaz-. La primera es trasladar al… niño al campo. Hay que dejar que le dé el sol, el aire, la luz. Que guarde ovejas si es preciso, que se ocupe de los cerdos si es preciso, que ordeñe vacas si es preciso. Todo eso le vendrá de maravilla. Ahora bien, todo ello debe unirse al consumo de… esto.
Eché mano de un manojo de hierbas y se lo tendí a la madre que las recogió, trémula, de la misma manera que hubiera podido sostener un Evangeliario.
– Hay que ser prudente a la hora de administrar la pócima al niño -continué-. Mientras se encuentre todavía aquí, es necesario que tome el cocimiento tres veces al día… ah, y no estéis muy cerca de él después. Que repose, que descanse, que le cale hasta alcanzar los humores revueltos. Una presencia cercana…, debo advertirlo, podría aminorar los efectos benéficos del remedio.