IV
En otro tiempo, en el más que dudoso caso de que Vortegirn hubiera concebido la idea de levantar una torre, se hubiera limitado a convocar a los artesanos y a suplicar las oraciones de los que servían a Dios en los templos. Sin embargo, aquella época había concluido definitivamente después de que tomara a una esposa pagana. A partir de ese momento, había comenzado a llenar la corte de toda la sucia inmundicia propia de los idólatras ignorantes. No había un solo acto que llevara a cabo sin consultar a los adivinos pérfidos de los barbari infieles y no existía una sola empresa que quisiera ejecutar sin solicitar el concurso inicuo de los perversos brujos. Por supuesto, había gente que se sentía apesadumbrada por aquellas conductas, pero nadie se atrevía a decir nada. A fin de cuentas, Ronwen, la esposa del Regissimus, era la primera que impulsaba todo aquello. No era más que una, pero no hizo menos daño que todas las que tuvo Salomón, aquellas que acabaron empujándole por el camino ancho y, en ocasiones, gratificante, que lleva a la perdición.
La segunda vez que vi a los soldados del rey Vortegirn salía de la escuela. En realidad, no pasaba de ocupar una parte de la sacristía diminuta de la iglesia del apóstol Pedro, pero lo importante no es dónde se aprende sino lo que se aprende. Aquel recinto no era más que una dependencia pequeña, húmeda y luía -sí, era especialmente fría- pero no puedo dejar de recordarlo de una manera entrañable. En su medio, acodado con otros niños somnolientos y, en general, con pocos deseos de atender, aprendí a leer, a escribir, a manejarme con los primeros rudimentos del latín e incluso a realizar algunas cuentas. Sé que muchos consideran que la educación no es necesaria y que incluso si se adquiere por las obligaciones ineludibles que derivan de algunos cargos constituye una tarea molesta y difícil. Ésa no fue mi experiencia. El ir viendo cómo unos signos se juntaban adquiriendo el poder de expresar las palabras que pronunciaba a cada instante, el descubrir que esos mismos servían para indicar pesos, medidas y longitudes, el entender inesperadamente lo que se decía en las celebraciones de la iglesia constituyeron experiencias prodigiosas que, en aquel entonces, se hallaban para mí muy cerca de lo mágico. Si un mago podía trasladar una montaña de lugar, ¿acaso no podía yo colocar por escrito esa misma montaña? ¿No podía describirla, medirla, casi casi, pesarla? ¿No podía trasladarla para aquellos que nunca la habían visto? Sí. A decir verdad, podía hacerlo.
Aquel día salía por la puerta de la iglesia cuando los vi. No eran dos como la primera vez, sino seis. Cinco de ellos llevaban unos palos largos rematados en una punta de metal, que resultaban desconocidos para mí; el sexto sólo iba armado con una espada larga que colgaba del arzón de cuatro cuernos. Era la primera vez que lo veía y me llamó poderosamente la atención porque de él colgaban la cantimplora, la sartén, la alforja y varios objetos más que convertían el caballo en una verdadera bestia de carga. Sin embargo, esta vez no fue la sorpresa ni la curiosidad el sentimiento que se apoderó de todo mi ser. Fue la alarma. Me pareció obvio que venían en busca de mi madre y que, a juzgar por el despliegue de fuerzas, no habría posibilidad alguna de que escapara.
Debí lanzar contra el suelo los pobres materiales que llevaba en la mano para correr más deprisa y hallarla. No sirvió de nada. Había avanzado unas decenas de pasos tan sólo cuando sentí un ruido creciente a mi espalda y luego cómo me levantaban por el aire. Quedé así suspendido entre el cielo y la tierra, con mis piernecillas colgando y una sensación de ahogo en torno al cuello y a los hombros.
– Ten cuidado con el muchacho -pude escuchar a la vez que empezaba a patalear-. Nos interesa precisamente él y como le suceda algo podemos pasarlo muy mal.
El soldado que me sujetaba subió el brazo hasta colocarme a la altura de sus ojos.
– Escucha bien esto -dijo mientras me arrojaba su fétido aliento a través de una dentadura repleta de caries-. Todos nosotros estábamos calentitos en el castra y nos sacaron esta mañana de nuestro lugar para venir a buscarte. No sé qué ha visto de especial en ti el Regissimus porque a mí me pareces un mocoso como otro cualquiera, lo que sí puedo decirte es que si intentas escaparte no me importa lo más mínimo lo que suceda después, pero te clavaré con la lanza en el suelo como si fueras un bicho.
Debo reconocer que aquellas palabras me dejaron impresionado. No es que no hubiera recibido alguna reprimenda con anterioridad, pero aquello excedía de cualquiera de mis experiencias previas. Aquel hombre me amenazaba no con darme un azote o propinarme un cachete sino, literalmente, con quitarme la vida y, a decir verdad, no me parecía que estuviera mintiendo.
– ¡Deja a ese niño! ¡Lo vas a matar, animal!
Intenté moverme para descubrir el origen de la voz, aunquue, a decir verdad, había reconocido a la persona que había pronunciado aquellas palabras. Era la misma anciana que se había ocupado de mí cuando habían conducido a mi madre.arte Vortegirn.
Un coro de risotadas acogió la voz de la mujer. Desde luego, no daba la impresión de que se sintieran impresionados por aquella protesta. Tampoco les convenció lo más mínimo la llegada de mi inquieta madre, corriendo y secándose las manos en un delantal blanco y arrugado. Las dos lloraron, gritaron, dieron saltos de pesar, pero aquellos hombres habían recibido órdenes del propio Regissimus y no tenían la menor intención de dejarse convencer por dos mujeres. Sólo tras mucho suplicar, tras mucho implorar, tras mucho gemir, mi madre consiguió que la permitieran acompañarme.
– Está bien -dijo el que estaba al mando del grupo-. Puedes venir. Incluso te dejaré que lleves al niño de la mano, pero si intenta escaparse lo mataré con mis propias manos y a ti te entregaré a los soldados para que se diviertan todo lo que les apetezca.
Entendí la primera parte de la amenaza, pero no conseguí captar cómo podrían aquellos barbari encontrar diversión en mi madre. Era buena, muy buena incluso, pero jamás se me hubiera ocurrido pensar que fuera divertida.
– Lo entiendo -respondió mi madre-. Pierde cuidado. El niño no intentará escapar.
– Así lo espero por la cuenta que te trae… -dijo el jefe. Mi madre se desató el delantal que llevaba, se lo tendió a la anciana y se dirigió nuevamente al hombre que mandaba la partida.
– ¿Puedo saber adónde vamos?
El oficial pareció dudar, pero, finalmente, dijo con un tono que me pareció extremadamente sombrío: -Nuestro destino es el monte Erir.
Acto seguido, picó espuelas y nos pusimos en marcha. Fue un camino que se me hizo interminable. Jamás había andado tanto -y eso que en verdad me gustaba corretear por los campos cercanos a la iglesia del apóstol Pedro- y hubo momentos en que me sentí verdaderamente agotado. No se trataba, a fin de cuentas, de seguir y seguir andando, sino de hacerlo al ritmo de los caballos y deteniéndonos sólo cuando le apetecía al jefe de la partida. Creo que en un par de ocasiones pensé que no podría llegar al final del camino, pero, gracias a Dios y a mi madre, no fue así. Y es que la pobre me fue relatando historias mientras pasábamos de un sendero a un vericueto y de un vericueto a una trocha, y el material que utilizaba para entretenerme consistía en relatos sacados del Buen Libro.
Recuerdo, casi como si la estuviera escuchando ahora, cómo me contó en aquel viaje el encuentro que tuvieron Moisés, el profeta de Dios, y los magos paganos, ante la presencia del rey de Egipto. Moisés había sido enviado a aquel monarca impío para comunicarle que debía dejar en libertad al pueblo de Dios. Sin embargo, el rey no quiso escucharlo. A fin de cuentas se aprovechaba de la esclavitud de aquellos desdichados y lo que pudiera decir un profeta no le importaba. Entonces Moisés, para dejar de manifiesto que lo que anunciaba era relevante, arrojó su cayado al suelo y, ante la vista de todos, se convirtió en una serpiente. Pero los magos egipcios repitieron el prodigio y, seguramente, debieron sentirse más que satisfechos de poder igualar lo realizado por Moisés. Incluso es posible que sintieran que lo habían humillado dándole la lección que se merecía.