Como el rey de Egipto se negaba a escuchar la voz de Dios, Moisés desencadenó una serie de plagas en Egipto. Primero, convirtió sus aguas en sangre y, ciertamente, el faraón y sus siervos se asustaron al ver que no había donde beber. Los magos no pudieron remediar el problema, pero sí repetir nuevamente lo elite había hecho Moisés de manera que el corazón del rey de Egipto se endureció y no dejó salir al pueblo de Dios de la esclavitud a que los tenía sometidos.

Entonces Moisés, siguiendo las órdenes de Dios, hizo subir del río millares de ranas que invadieron la tierra y convirtieron en imposible la vida de los egipcios y el rey de Egipto se inquietó tanto que pidió al profeta que orara a su Dios y le librar.¡ ele aquella repugnante presencia. Pero también los magos del rey podían atraer las ranas y volvió a endurecerse su corazón y el pueblo de Dios continuó sometido a servidumbre. Incluso cuando Moisés hizo que una plaga de piojos invadiera Egipto, aquellos magos inicuos lograron otro tanto. Sin embargo, su derrota estaba cerca. Moisés tomó un puñado de ceniza de un horno y la esparció hacia el cielo ante la presencia del rey y entonces a todo el pueblo de Egipto le salieron unas úlceras en la piel y esta vez, los magos egipcios no sólo no pudieron repetir el prodigio sino que ni siquiera se atrevieron a aparecer ante Moisés aquejados por terribles picores.

– El mal es poderoso, hijo -concluyó mi madre su historia-. Mucho. Tanto que es fácil que uno se sienta asustado por su fuerza. Además usa la mentira para aterrar a los buenos y que éstos no se atrevan a enfrentarse con él. Pero el mal no es más fuerte que el bien. Si uno se mantiene firme en la pelea, si no está dispuesto a rendirse, si confía en Dios como lo hizo el profeta Moisés, al final, siempre tiene lugar la victoria. ¿Por qué es así?

Debí dudar unos instantes antes de responder, pero, al final, contesté:

– Porque el bien es más fuerte que el mal… Mi madre asintió con una sonrisa.

– Y Dios, que puede más que nadie, está con el bien -rematé mi respuesta.

Mi madre pasó su brazo sobre mi hombro y dijo:

– Así es, hijo.

Seguimos caminando durante todo el día y el sol había iniciado su moroso camino de descenso cuando a lo lejos se dibujó una población que me pareció desmesuradamente enorme. Estaba asentada sobre una colina cuyo tapiz de hierba aparecía sólo cortado por una senda serpenteante y blanquecina.

– Menos mal que ya hemos llegado… -pude oír que decía uno de los soldados.

Sí, menos mal que habíamos llegado porque los pies me dolían espantosamente y tenía la sensación de que la sed podía matarme. Al menos allí alguien nos daría un poco de agua.

Estábamos a punto de comenzar el ascenso de aquel cerro que me parecía casi tocar el cielo cuando, de la manera más inesperada, descubrí una corriente que salía de algún punto situado cerca de la cima de la colina, que discurría dejando una estela de puntos acuosos y brillantes, y, finalmente, acababa formando una fuente a unos pasos de la senda que seguíamos.

Fue ver aquel arroyuelo y, soltando la mano de mi madre, echar a correr para beber en él. Han pasado décadas desde entonces, pero si cierro los ojos y contengo la respiración, me parece sentir una vez más el frío intenso, pero agradable, en las manos, el aroma limpio a pureza que emanaba de aquellas aguas y la alegría que empujaba mi corazón, una y otra vez, contra la tabla del pecho. Aquellas sensaciones, gratas como pocas, desaparecieron de un golpe cuando uno de los soldados me agarró de una oreja y me arrastró hacia el camino. A decir verdad, tengo la sensación de que lo que más me dolió no fue aquel tirón sino comprobar cómo el agua que tenía en las manos se me escurría por entre los dedos sin haber tenido siquiera ocasión de probarla.

– Quiero… quiero beber… -intenté protestar.

– ¿Para qué, mocoso? -me respondió tirando de mi oreja hasta el punto de que tenía dificultad para seguir apoyando los pies en el suelo.

– Tengo sed… -dije con dificultad casi suspendido entre el cielo y la tierra.

– Déjale beber… -intervino suplicante mi madre-. Es un niño… tiene sed… lleva andando todo el día… ten compasión de la criatura.

– ¿De este renacuajo? ¿Que tenga compasión de él?

Concluyó sus preguntas con una carcajada.

– Está bien, está bien -resonó la voz del oficial-. Deja beber al niño. Total para lo que le queda…

El hombre me arrojó contra el suelo. Me froté por un instante la oreja que había aferrado con mano de hierro y corrí hacia el agua.

Mientras aplacaba una sed que me abrasaba la garganta, no se me ocurrió reparar en lo que aquel oficial acababa de decir sobre mi futuro inmediato.

Tam multae scelerum facies… Sí, Virgilio, al que no me encontraré en el más allá, lo dejó claramente establecido. Las facetas del crimen son muy numerosas. A primera vista, creemos que aquel pecado es un suceso aislado sin relación con nada más que la debilidad o la perversión del que lo ha perpetrado. Sin embargo, sí bien se observa, encontramos que nada se produce de manera casual o aislada. Tras el ladrón que priva de los bienes obtenidos por el trabajo a la gente honrada, nos encontramos con una familia que nunca se preocupó de investigar el origen de aquellas cosas que el niño traía a casa; tras el violador que privó de su virtud a una doncella inocente, descubrimos un padre que vertió durante años las palabras más groseras sobre la mujer; tras el infeliz que peca contra la naturaleza vemos a los compañeros que lo motejaron con un nombre horrible a lo largo de sus primeros años; tras la prostituta que vende su cuerpo con singular desparpajo, aparecen los malos consejos de una mujer que le dio cómo obtener de los hombres cualquier cosa recurriendo al comercio del propio cuerpo. Todos ellos son culpables -de eso no puede haber discusión- pero no resulta muy trabajoso descubrir las actas ocultas de su transgresión y es que hasta el tirano tocado por la genialidad no podría imponer su despotismo sin el apoyo servil de millares de miserables.

V

Un número extraordinario de ovejas amarillas y lanosas salía de la población camino del campo; de las casas, que me parecieron increíblemente numerosas, brotaban chorros de humo blanquecino hasta el punto de oscurecer el firmamento; y un campanario, sin punto de comparación con el que yo conocía en la iglesia de san Pedro, señalaba que allí el templo dedicado al único Dios verdadero tenía unas dimensiones nunca imaginadas por mí. Todo me parecía inmensamente grande, desmesurado, gigantesco. ¿Quién había podido alzar una ciudad semejante? Sin duda, sólo un rey o un mago.

– No te detengas, estúpido -me gritó con aspereza uno de los soldados arrancándome de mi estupor.

Durante un buen rato, seguimos caminando por las calles interminables de aquella pasmosa población. Me costaba creer que por ellas pudiera transitar tanta gente y, sobre todo, que no chocaran entre sí, que no se golpearan o que no se sintieran tan.asustados como yo. A decir verdad, la sensación que me daba toda aquella barahúnda era que para ellos resultaba natural, tanto que no veían nada sorprendente en aquella masa de animales, ele personas y de objetos -¡Dios santo, cuántos objetos distintos que yo nunca había visto!- que abarrotaban las innumerables callejuelas y plazas. Las mujeres me parecían ataviadas de una manera desusada, los hombres más fuertes y grandes de lo que nunca había visto y… bueno, hasta algunos clérigos con los que nos cruzamos se me antojaron situados en una situación muy superior a la del pobre presbítero que atendía la iglesia del apóstol Pedro. Y así, sin dejar de mirar hacia uno y otro lado, llegamos hasta un hombre que no era inferior en su extravío a Salomón en sus últimos años.

Ahora ha pasado mucho tiempo y no tengo duda alguna de que existe algo de diabólico en todo poder humano. La prueba está en cómo la mayoría se siente hipnotizada ante su presencia. Un hombre pequeño, feo y débil es contemplado como un varón adornado de las mayores virtudes. Las mujeres lo encuentran hermoso, los clérigos lo ven piadoso y los campesinos se inclinan ante su presencia admirable. Y lo hacen de corazón, convencidos, sin sombra de duda en sus almas. Sin embargo, no por eso deja de tener un aspecto deplorable que, si se tratara de un artesano o un labrador, sólo provocaría desprecio. ¿Puede alguien discutir que esa transformación ante los ojos humanos únicamente es capaz de realizarla el Príncipe de las tinieblas? Por supuesto, sé sobradamente que el poder resulta tan indispensable que sólo un loco lo podría negar. ¿Quién mantendría la tranquilidad en los caminos, quién castigaría a los ladrones y a los asesinos, quién protegería a las viudas y a los huérfanos si no existiera una espada dispuesta a enfrentarse con los malhechores? A buen seguro nadie podría hacerlo en el mundo en que vivimos, pero esa circunstancia no debe impulsarnos a negar lo que es obvio, lo que ve cualquiera que sea capaz de conservar un poco de sensatez, pero no nos desviemos.


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