Sé que se han contado muchas cosas sobre Vortegirn y que abundan las descripciones sobre él. He oído decir que sus ojos eran como los de una serpiente venenosa y que sus cabellos se parecían a las hierbas ponzoñosas que se arremolinan en el fondo de negros lagos poblados por terribles demonios. He oído decir que su aliento era semejante al del azufre inextinguible en el que se ven atormentados los réprobos y que sus manos terminaban en uñas retorcidas como las raíces de los árboles añosos. He oído decir, en fin, que su voz marchitaba las flores que pudiera haber en su cercanía y que de entre sus labios emergía una neblina capaz de matar al que estuviera cerca. Todo eso -y mucho más- lo he oído decir, pero nada es cierto. Lo sé porque yo estuve delante de Vortegirn y tuve oportunidad de hablar con él.
Era un hombre alto aunque, quizá, al ser yo todavía un niño es posible que lo recuerde con más apostura de la que tenía en realidad. Sus cabellos, dorados y con algunas canas en las sienes, parecían salir de un casco de cuero y metal que se ajustaba a su cabeza como si lo hubieran confeccionado a medida. Su rostro se prolongaba en una barba larga y blanquecina, pero en ella no había nada que no pudiera encontrarse en otros hombres. Recuerdo especialmente sus ojos porque poseían un hermoso tono azul aunque las bolsas que tenía bajo los párpados inferiores los afearan un poco. Con todo, lo que más me impresionó fue un medallón verde y opaco que le colgaba del cuello. No es que esperara que llevara una cruz u otro tipo de abalorio. Se trataba simplemente de que aquella piedra oscura parecía contar con una vida propia, como si fuera un animal dormido, pero poderoso, que gustara de reposar sobre su pecho.
– ¿Éste es el niño? -preguntó mientras me miraba, porque ¡le de decir que nada más llegar al castra, el oficial y los soldados ¡los condujeron hasta su presencia con una rapidez que me sorprendió.
– Sí, mi señor -respondió el oficial.
Un silencio espeso y marcadamente incómodo se extendió por la sala mientras Vortegirn se levantaba de su trono y daba tilos pasos hacia mí. Apenas necesitó un par de zancadas para colocarse a mi altura. Entonces acercó la mano a mi rostro y me obligó a volverlo a uno y otro lado mientras me pasaba los dedos por las orejas. Tenía las manos grandes y, sobre todo, heladas, pero no percibí nada extraño en ellas.
– Levanta los brazos -me dijo y yo dirigí una mirada hacia mi madre que me indicó con la cabeza que debía obedecer.
Palpó bajo mis axilas de manera rápida, como si estuviera más que acostumbrado a realizar ese tipo de exámenes. Luego se volvió hacia un lado e hizo una seña con el dedo índice. Fue entonces cuando los vi por primera vez. Hasta ese momento, habían estado ocultos entre las sombras espesas que llenaban casi por completo la estancia, pero ahora emergieron como si procedieran de algún lugar lejano y desconocido. Eran dos. Lo recuerdo muy bien. Uno de ellos, el más bajo, llevaba una indumentaria gris. De estatura media, sobre su cabeza se agrupaban algunos cabellos grises y ralos, que se prolongaban en una barbita del mismo color. Tenía los ojosmuy claros, como acuosos, y la piel blanca, casi translúcida. El otro era más alto y llevaba la cara pulcramente afeitada. Su pelo, también grisáceo, estaba peinado de una manera peculiar. Ignoraba yo entonces que usaba los rizos presumidos y coquetos de los romanos, porque nunca antes había tenido ocasión de verlos.
– Maximus -dijo Vortegirn-. Creo que cumple los requisitos, pero es mejor que lo examinéis.
Los ojosdel tal Maximus me recordaron los de un pez, pero soporté sin quejarme la manera en que me palpaba en busca de algo que ignoraba, pero que intuía importante. Me había obligado a levantar las piernas y me había tocado con sumo interés las rodillas y los codos, cuando se volvió hacia el hombre de la barbita gris y le dijo:
– Roderick. Échale tú también un vistazo.
Roderick repitió la operación y, acto seguido, dijo con una voz suave, casi femenina:
– Mi señor, el muchacho es adecuado para el sacrificio.
– ¿Qué sacrificio? ¿Qué es eso del sacrificio? -pude oír que casi gritaba mi madre.
– Mujer -comenzó a decir el hombre llamado Roderick-. Según sé, eres cristiana. Yo también lo soy y por eso pienso que de sobra debes conocer la importancia del sacrificio. El mismo Cristo fue sacrificado por nuestra salvación… ¿No es así, Maximus?
– Sí, Roderick, lo es -respondió aquel hombre de aspecto afeminado y cara cuidadosamente afeitada-. El mayor ejemplo que nos ofreció Cristo fue su sacrificio. También nosotros deberíamos estar dispuestos a sacrificarnos…
– Sacrifícate entonces tú -gritó mi madre mientras de una zancada llegaba a mi altura, me tiraba del brazo y se interponía entre aquellos dos hombres y yo que, dicho sea de paso, no acertaba a comprender lo que estaba sucediendo.
– ¿Cómo… cómo te atreves…? -balbució Maximus.
– ¿Pretendes dar plantón al rey? -exclamó Roderick-. ¿Así agradeces que se te haya hecho venir a la corte?
– Nadie va a sacrificar a mi hijo -dijo mi madre con los ojos arrasados en lágrimas-. No lo consentiré.
– Pero mujer -insistió Maximus- Cristo…
– ¿Cómo… cómo te atreves a hablar de Cristo? -le cortó mi madre-. Tú no eres un cristiano. Tú eres simplemente un apóstata, un pagano disfrazado… si fueras… si fueras un cristiano no dirías lo que estás diciendo…
– Ya basta -se escuchó la voz de Vortegirn.
Las dos palabras fueron pronunciadas de manera calmada, casi suave, pero sonaron como el restallido de un látigo.
– No me interesan las discusiones teológicas -prosiguió el Regissimus-. Estos hombres conocen de sobra la religión cristiana y además son peritos en artes ocultas. Ambas cosas son posibles y ahora, mujer, necesitamos a este niño.
– Pero… pero ¿por qué? -indagó mi madre mientras extendía sus brazos hacia atrás intentando cubrir con ellos mi cuerpo.
– Porque carece de padre -respondió Maximus-. Sólo un niño sin padre puede sernos de utilidad…
– ¿Sin padre? -chilló mi madre-. ¿Sin padre? ¿Qué locura es ésa?
– Hace poco -comenzó a decir Roderick mientras avanzaba suavemente hacia mi madre-. Compareciste ante un tribunal del Regissimus. Lo recuerdas, ¿verdad?
Mi madre no respondió una palabra, pero yo empecé a preguntarme si todo aquello tendría que ver con lo sucedido hace no tanto tiempo atrás, cuando había abandonado la aldea custodiada por un par de soldados.
– Entonces se te acusaba de… fornicación -prosiguió Roderick-. Se te hubiera podido imponer una pena especialmente dolorosa, pero, al final, el tribunal decidió que no existía causa para ello. Tu hijo… tu hijo, por muy extraño que pudiera parecer, había sido engendrado sin concurso de varón. Era un niño sin padre.
No podía ver el rostro de mi madre, pero noté cómo su respiración se entrecortaba de manera desasosegante. ¿Qué era exactamente fornicación? ¿Qué significaba todo aquello del concurso de varón? ¿A qué se referían con la idea de que no había tenido nunca padre? Y, sobre todo, ¿por qué aquel enfrentamiento relacionado con un sacrificio que tenía que ver conmigo? Yo estaba acostumbrado a sacrificarme. Sabía lo que era trabajar algo más, lo que implicaba no comer lo que deseaba porque alguien más necesitado lo requería, lo que significaba pasar frío…: ¿qué tenía aquel dichoso sacrificio de especial?
– Regissimus -dijo Maximus volviéndose hacia Vortegirn-. Debéis imponer vuestra autoridad…
– Sí -apoyó Roderick-. Para lograr la paz con los barbari necesitamos levantar esa fortaleza. No se trata de un tributo a la soberbia de los hombres, sino a la seguridad.
– Y esa fortaleza se ha venido abajo un día tras otro -volvió a intervenir Maximus-. Para que un hecho tan terrible no vuelva a producirse, la única salida es sacrificar a un niño que no tenga padre, a un niño como éste.