– ¡Dejadlo! -le gritó Alatriste al italiano. Entre dos estocadas al inglés, éste miró al capitán, sorprendido de ver junto a él al otro inglés, desarmado y todavía en pie. Dudó un instante, volvió a mirar a su adversario, le lanzó una nueva estocada sin excesiva convicción y miró de nuevo al capitán.

– ¿Bromeáis? -dijo, dando un paso atrás para tomar aliento, mientras hacía zumbar la espada con dos tajos en el aire, a diestra y siniestra.

– Dejadlo -insistió Alatriste.

El italiano se lo quedó mirando de hito en hito, sin dar crédito a lo que acababa de oír. A la luz macilenta del farol, su rostro devastado por la viruela parecía una superficie lunar. El bigote negro se torció en siniestra sonrisa sobre los dientes blanquísimos.

– No jodáis -dijo al fin.

Alatriste dio un paso hacia él, y el italiano miró la espada que tenía en la mano. Desde el suelo, incapaces de comprender lo que ocurría, los ojos del joven herido iban de uno al otro, aturdidos.

– Esto no está claro -apuntó el capitán-. Nada claro. Así que ya los mataremos otro día.

El otro seguía mirándolo fijamente. La sonrisa se hizo más intensa e incrédula y de pronto cesó de golpe. Movía la cabeza.

– Estáis loco -dijo-. Esto puede costarnos el cuello.

– Asumo la responsabilidad.

– Ya.

Parecía reflexionar el italiano. De pronto, con la rapidez de un relámpago, le largó al inglés que estaba en el suelo una estocada tan fulminante que, de no haber interpuesto Alatriste su acero, habría clavado al joven contra la pared. Se revolvió el adversario con un juramento, y esta vez fue el propio Alatriste quien hubo de recurrir a su instinto de esgrimidor y a toda su destreza para esquivar la segunda estocada, distante sólo dos pulgadas de alcanzarlo en el corazón, que el italiano le dirigió con las más aviesas intenciones del mundo.

– ¡Ya nos veremos! -gritó el espadachín-. ¡Por ahí!

Y apagando el farol de una patada echó a correr, desapareciendo en la oscuridad de la calle, de nuevo sombra entre las sombras. Y su risa sonó al cabo de un instante, lejana, como el peor de los augurios.

V. LOS DOS INGLESES

El más joven no estaba herido de gravedad. Lo habían llevado entre su acompañante y Diego Alatriste más cerca del farol, que encendieron de nuevo; y allí, recostado en la tapia del huerto de los carmelitas, le echaron un vistazo a la cuchillada que había recibido del italiano: uno de esos rasguños superficiales, muy aparatosos de sangre pero sin consecuencia alguna, que luego permitían a los jóvenes pisaverdes pavonearse ante las damas con el brazo en cabestrillo y a muy poco coste. En aquel caso, ni siquiera el cabestrillo iba a ser preciso. Su compañero del traje gris le puso un pañuelo limpio sobre la herida que tenía bajo la axila izquierda, y luego volvió a cerrarle la camisa, el jubón y la ropilla mientras le hablaba en su lengua suavemente, en voz queda. Durante la operación, que el inglés realizó dándole la espalda al capitán Alatriste como si ya no temiera nada de él, éste tuvo oportunidad de considerar algunos detalles interesantes. Por ejemplo que, desmintiendo la aparente serenidad del joven vestido de gris, las manos le temblaban al principio, cuando abría la ropa de su compañero para comprobar la gravedad de la herida. También, pese a no saber de la parla inglesa otras palabras que las que solían cambiarse de barco a barco o de parapeto a parapeto en un campo de batalla -vocabulario que en el caso de un soldado veterano español se limitaba a fockyú (que os jodan), sons ofde gyitbich (hijos de la gran puta) y uergoi'n tucat yurbols (os vamos a cortar los huevos)-, el capitán pudo advertir que el inglés vestido de gris hablaba a su compañero con una especie de afectuoso respeto; y que mientras aquél lo llamaba Steenie, que sin duda era un nombre o un apelativo amistoso y familiar, éste utilizaba el formal término milord para dirigirse al herido. Allí había gato encerrado, y el gato no era precisamente callejero y sarnoso, sino de Angora.

Tanto despertó aquello la curiosidad de Alatriste que, en vez de tomar las de Villadiego como pedía a gritos su sentido común, se quedó allí quieto, junto a los dos ingleses a quienes había estado a punto de enviar al otro barrio, mientras reflexionaba amargamente sobre un hecho cierto: de curiosos están los camposantos llenos. Pero no era menos cierto que a tales alturas, tras el incidente con el italiano, y con los dos fulanos de las caretas y fray Emilio Bocanegra esperando resultados, lo del camposanto era naipe fijo; así que irse, quedarse o bailar una chacona venía a dar lo mismo. Ocultar la cabeza como aquel raro pájaro que contaban del África, el avestruz, no solucionaría nada; y además no iba con el carácter de Diego Alatriste. Era consciente de que estorbar el acero del italiano había sido un paso irreparable, sin vuelta atrás; así que no quedaba más remedio que jugar la partida con las nuevas cartas que el burlón Destino acababa de ponerle en las manos, aunque éstas fueran pésimas. Miró a los dos jóvenes, que a esas horas y según lo acordado -llevaba en el bolsillo parte del oro percibido por ello- ya tenían que ser fiambres, y sintió gotas de sudor en el cuello de la camisa. Perra suerte la suya, maldijo en silencio. Bonito momento había elegido para jugar a hidalgos, y caballeros, y escrúpulos de conciencia en semejante callejón de aquel Madrid, con la que estaba cayendo. Y con la que iba a caer.

El inglés vestido de gris se había incorporado y observaba al capitán. Pudo éste a su vez estudiarlo a la luz del farol: bigotillo rizado y rubio, aire elegante, cercos de fatiga bajo los ojos azules. Apenas treinta años y mucha calidad. Y como el otro, pálido como la cera. La sangre aún no había vuelto a sus rostros desde que Alatriste y el italiano les cayeron encima.

– Estamos en deuda con vuestra merced -dijo el de gris, y tras una breve pausa, añadió- A pesar de todo.

Era el suyo un español lleno de imperfecciones, con fuerte acento de allá arriba, o sea, británico. Y su tono parecía sincero; resultaba evidente que él y su compañero habían visto de verdad la muerte cara a cara, sin paños calientes ni heroicos redobles, sino a oscuras y casi por la espalda, cual ratas en un callejón distante varias leguas de todo lo remotamente parecido a la gloria. Experiencia que de vez en cuando no está de más vivan algunos miembros de las clases altas, demasiado acostumbrados a cascarla de perfil entre pifanos y tambores. El caso es que de vez en cuando parpadeaba sin apartar los ojos del capitán, como sorprendido de seguir vivo. Y lo cierto es que ya podía estarlo, el hereje.

– A pesar de todo -repitió.

El capitán no supo qué decir. A fin de cuentas, pese al desenlace de la escaramuza, él y su compañero de fortuna habían intentado asesinar a aquellos jóvenes señores Smith, o quien infiernos fuesen. Para llenar la embarazosa pausa miró alrededor, y vio relucir en el suelo la espada del inglés. Así que fue a por ella y se la devolvió. El tal Steenie, o Thomas Smith, o como diantre se llamara realmente, la sopesó pensativo antes de meterla en la vaina. Seguía mirando a Alatriste con aquellos ojos azules y francos que tan incómodo hacían sentirse al capitán.

– En el primer momento os creímos… -dijo, y aguardó como si esperase que Alatriste completara sus palabras. Pero éste se limitó a encoger los hombros. En ese momento el herido hizo gesto de incorporarse, y el llamado Steenie se volvió hacia él para ayudarlo. Ambos tenían ahora sus espadas en las vainas y, a la luz del farol que seguía ardiendo en el suelo, observaban al capitán con curiosidad.

– No sois un vulgar salteador -concluyó por fin el tal Steenie, que iba recobrando poco a poco el color.

Alatriste le echó un vistazo al más joven, a quien su compañero había llamado varias veces milord. Bigotito rubio, manos finas, apariencia aristocrática a pesar de la ropa de viaje, el polvo y la suciedad del camino. Si aquel individuo no era de muy buena familia, el capitán estaba dispuesto a profesar en la fe del turco. Por su vida que sí.


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