– ¿Vuestro nombre? -preguntó el del traje gris.

Era extraño que siguieran vivos, porque aquellos herejes eran unos ingenuos. O quizá seguían vivos precisamente por eso. La cuestión es que Alatriste permaneció silencioso e impasible; no era hombre dado a confidencias, y menos ante dos fulanos a los que había estado a punto de despachar. Así que no podía imaginar en nombre de qué pensaba ese pisaverde que iba a abrirle su corazón por las buenas. De todos modos, a pesar del interés que sentía por averiguar qué carajo era todo aquello, el capitán empezó a pensar si no sería mejor poner tierra de por medio. Entrar en el terreno de las preguntas y las explicaciones no era algo que conviniera lo más mínimo. Además, podía aparecer alguien: la ronda de corchetes o algún inoportuno que complicase las cosas. Incluso, puestos en lo peor, al italiano podía ocurrírsele regresar silbando su tirurí-ta-ta y con refuerzos para rematar la faena. El pensamiento le hizo echar un vistazo a la calle oscura a su espalda, preocupado. Había que irse de allí, y rápido.

– ¿Quién os envía? -insistió el inglés.

Sin contestar, Alatriste fue en busca de su capa y se la puso terciada sobre un hombro, dejando libre la mano de manejar la espada, por si acaso. Los caballos seguían cerca, arrastrando las riendas por el suelo.

– Monten y váyanse -dijo por fin.

El llamado Steenie no se movió, limitándose a consultar con su compañero, que no había pronunciado una palabra en castellano y apenas parecía comprender el idioma. A veces cambiaban unas frases en su lengua, en voz baja, y el herido terminaba asintiendo con la cabeza. Por fin, el joven del traje gris se dirigió a Alatriste.

– Vuestra merced iba a matarme y no lo hizo -dijo-. También salvó la vida de mi amigo… ¿Por qué?

– Los años. Me vuelven blando.

Negó el inglés con la cabeza.

– Ésto no es casual -miró a su compañero y luego al capitán, con renovada atención-. Alguien los envió contra nosotros, ¿verdad?

El capitán empezaba a amostazarse con tanta pregunta, y más cuando vio que su interlocutor iniciaba un gesto hacia la bolsa que le pendía del cinto, dando a entender que cualquier palabra útil podía ser remunerada de modo conveniente. Entonces frunció el ceño, se retorció el bigote y apoyó la mano en el pomo de la espada.

– Míreme bien la cara vuestra merced -dijo-… ¿Tengo aspecto de ir contándole mi vida a la gente?

El inglés lo miró fijo, de hito en hito, y apartó despacio la mano de la bolsa.

– No -concedió-. Realmente no lo tiene.

Alatriste movió la cabeza, aprobador.

– Celebro que se dé cuenta de eso. Ahora cojan sus caballos y lárguense. Mi compañero podría volver.

– ¿Y vos?

– Yo soy cosa mía.

Volvieron a cambiar unas palabras los ingleses. El del traje gris parecía reflexionar cruzados los brazos, apoyada la barbilla en los dedos pulgar e índice. Un gesto desusado, lleno de afectación, más propio de los palacios elegantes de Londres que de una calleja sombría del viejo Madrid, que en él, sin embargo, parecía habitual; como si estuviese acostumbrado a adoptar con frecuencia cuidadas poses ante la gente. Tan blanco y rubio tenía todo el aire de un lindo o un cortesano; pero lo cierto era que se había batido con destreza y valor, igual que su compañero. Cuyos modales, observó el capitán, estaban cortados por el mismo patrón. Un par de mozos de buena crianza, concluyó. Con mujeres, religión o política de por medio. Quizá las tres cosas a la vez.

– Esto no debe saberse -dijo por fin el inglés; y Diego Alatriste se echó a reír quedo, entre dientes.

– No soy el más interesado en que se sepa.

Su interlocutor pareció sorprendido por aquella risa, o tal vez le costó comprender el sentido de las palabras; pero al cabo de un instante sonrió también. Una sonrisa leve, cortés. Un poco desdeñosa.

– Hay muchas cosas en juego -apuntó.

En eso Alatriste estaba por completo de acuerdo.

– Mi cabeza -murmuró-. Por ejemplo.

Si el inglés había captado la ironía, no pareció prestarle atención. De nuevo reflexionaba.

– Mi amigo necesita descansar un poco. Y el hombre que lo hirió puede estar aguardándonos más adelante… -de nuevo dedicó un momento a estudiar a quien tenía ante si, intentando calibrar cuánto de conspiración y cuánto de sinceridad había en su actitud. Al cabo encogió los hombros, dando a entender que ni él ni su compañero disponían de muchas opciones para elegir-… ¿ Conoce vuestra merced nuestro destino final?

Alatriste sostuvo impávido su mirada.

– Puede ser.

¿Conoce la casa de las Siete Chimeneas?

– Quizás.

– ¿Nos guiaría hasta allí?

– No.

– ¿Iría a llevar un mensaje nuestro?

– Ni lo soñéis.

Aquel fulano debía de haberlo tomado por imbécil. Era justo lo que faltaba: ir a meterse en la boca del lobo, poniendo sobre aviso al embajador inglés y a sus criados. La curiosidad mató al gato, se dijo mientras echaba un vistazo inquieto alrededor. Se repitió que ya iba siendo ocasión de cuidar el pellejo que, sin duda, más de uno estaría dispuesto a agujerearle a aquellas horas. Era tiempo de ocuparse de sí mismo; de modo que hizo ademán de terminar la conversación. Pero el inglés aún lo retuvo un instante.

– ¿Conoce vuestra merced algún lugar cercano donde podamos encontrar ayuda?… ¿O descansar un poco?

Iba a negar Diego Alatriste por última vez, antes de desaparecer entre las sombras, cuando una idea cruzó su pensamiento con el fulgor de un relámpago. Él mismo no tenía donde guarecerse, pues el italiano y más gente provista por los enmascarados y el padre Bocanegra podía ir a buscarlo a su casa de la calle del Arcabuz, donde a esas horas yo dormía como un bendito. Pero a mí nadie iba a hacerme daño; y a él, sin embargo, le rebanarían el gaznate antes de que tuviera tiempo de echar mano a la blanca. Había una oportunidad de conseguir resguardo aquella noche y ayuda para lo que estuviera por venir; y al mismo, tiempo socorrer a los ingleses, averiguando más sobre ellos y sobre quienes con tanto afán procuraban su despacho para el otro mundo. Esa carta en la manga, de la que Diego Alatriste procuraba no usar en exceso jamás, se llamaba Álvaro de la Marca, conde de Guadalmedina. Y su casa palacio estaba a cien pasos de allí.

– Te has metido en un buen lío.

Álvaro Luis Gonzaga de la Marca y Álvarez de Sidonia, conde de Guadalmedina, era apuesto, elegante, y tan rico que podía perder en una sola noche 10.000 ducados en el juego o con una de sus queridas sin alzar siquiera una ceja. Por la época de la aventura de los dos ingleses debía de tener treinta y tres o treinta y cuatro años, y se hallaba en la flor de la vida. Hijo del viejo conde de Guadalmedina -Don Fernando Gonzaga de la Marca, héroe de las campañas de Flandes en tiempos del gran Felipe II y de su sucesor Felipe III-, Álvaro de la Marca había heredado de su progenitor una grandeza de España, y podía estar cubierto en presencia del joven monarca, el Cuarto Felipe, que le dispensaba su amistad; y a quien, se decía, acompañaba en nocturnos lances amorosos con actrices y damas de baja estofa, a las que uno y otro eran aficionados. Soltero, mujeriego, cortesano, culto, algo poeta, galante y seductor, Guadalmedina había comprado al Rey el cargo de correo mayor tras la escandalosa y reciente muerte del anterior beneficiario, el conde de Villamediana: un punto de cuidado, asesinado por asunto de faldas, o de celos. En aquella España corrupta donde todo estaba en venta, desde la dignidad eclesiástica a los empleos más lucrativos del Estado, el título y los beneficios de correo mayor acrecentaban la fortuna e influencia de Guadalmedina en la Corte; una influencia que además se veía prestigiada por un breve pero brillante historial militar de juventud, desde que con veintipocos años había formado parte del estado mayor del duque de Osuna, peleando contra los venecianos y contra el turco a bordo de las galeras españolas de Nápoles. De aquellos tiempos, precisamente, databa su conocimiento de Diego Alatriste.


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