– No hay barro -repetí, sin prestar atención a lo que yo mismo decía-. Y lo siento, porque eso me impide tal vez serviros de nuevo.
Con las últimas palabras me llevé la mano al corazón. Reconozcan, por tanto, que no me las compuse mal; y que la respuesta galante y el gesto estuvieron a la altura de la dama y de las circunstancias. Así debió de ser, pues en vez de desentenderse de mí, ella sonrió otra vez. Y yo fui el mozo más feliz, y más galante, y más hidalgo del mundo.
– Es el paje del que os hablé -dijo entonces ella, dirigiéndose a alguien que estaba a su lado, en el interior del coche, y a quien yo no podía ver-. Se llama Íñigo, y vive en la calle del Arcabuz -estaba vuelta de nuevo hacia mí, que la miraba con la boca abierta, fascinado por el hecho de que fuera capaz de recordar mi nombre-. Con un capitán, ¿no es cierto?… Un tal capitán Batiste, o Eltriste.
Hubo un movimiento en la penumbra del interior del coche y, primero una mano de uñas sucias, y luego un brazo vestido de negro, surgieron detrás de la niña para apoyarse en la ventanilla. Les siguió una capa también negra y un jubón con la insignia roja de la orden de Calatrava; y por fin, sobre una golilla pequeña y mal almidonada, apareció el rostro de un hombre de unos cuarenta y tantos a cincuenta años, redonda la cabeza, villano el pelo escaso, deslucido y gris como su bigote y su perilla. Todo en él, a pesar de su vestimenta solemne, transmitía una indefinible sensación de vulgaridad ruin; los rasgos ordinarios y antipáticos, el cuello grueso, la nariz ligeramente enrojecida, la poca limpieza de las manos, la manera en que ladeaba la cabeza y, sobre todo, la mirada arrogante y taimada de menestral enriquecido, con influencia y poder, me produjeron una incómoda sensación al considerar que aquel sujeto, compartía coche, y tal vez lazos de familia, con mi rubia y jovencísima enamorada. Pero lo más inquietante fue el extraño brillo de sus ojos; la expresión de odio y cólera que vi aparecer en ellos cuando la niña pronunció el nombre del capitán Alatriste.
VII. LA RÚA DEL PRADO
El día siguiente era domingo. Empezó en fiesta, y a pique estuvo para Diego Alatriste y para mí de terminar en tragedia. Pero no adelantemos acontecimientos. La parte festiva del asunto transcurrió en torno a la rúa que, en espera de la presentación oficial ante la Corte y la infanta, el Rey Don Felipe IV ordenó en honor de sus ilustres huéspedes. En aquel tiempo se llamaba hacer la rúa al paseo tradicional que todo Madrid recorría en carroza, a pie o a caballo, bien por la carrera de la calle Mayor, entre Santa María de la Almudena y las gradas de San Felipe y la puerta del Sol, o bien prolongando el itinerario calle abajo, hasta las huertas del duque de Lerma, el monasterio de los Jerónimos y el Prado del mismo nombre.
Respecto a la calle Mayor, ésta era vía de tránsito obligada desde el centro de la villa al Alcázar Real, y también lugar de plateros, joyeros y tiendas elegantes; por eso al caer la tarde se llenaba de carrozas con damas, y caballeros luciéndose ante ellas. En cuanto al Prado de San Jerónimo, grato en días de sol invernal y en tardes de verano, era lugar arbolado y verde, con veintitrés fuentes, muchas tapias de huertas y una alameda por donde circulaban carruajes y paseantes en amena conversación. También era sitio de cita social y galanteo, propicio para lances furtivos de enamorados, y lo más granado de la corte se solazaba en su paisaje. Pero quien mejor resumió todo esto de hacer la rúa fue Don Pedro Calderón de la Barca, algunos años más tarde, en una de sus comedias:
Ningún lugar, pues, más idóneo para que nuestro monarca el Cuarto Felipe, galante como cosa propia de sus jóvenes años, decidiera organizar el primer conocimiento oficioso entre su hermana la infanta y el gallardo pretendiente inglés. Todo debía transcurrir, naturalmente, dentro de los límites del decoro y el protocolo propios de la Corte española; cuyas reglas eran tan estrictas que la regia familia tenía establecido, de antemano, lo por hacer en todos y cada uno de los días y horas de su vida. No es de extrañar, por tanto, que la visita inesperada del ilustre aspirante a cuñado fuese acogida por el monarca como pretexto para romper la rígida etiqueta palatina, e improvisar fiestas y salidas. Pusiéronse manos a la obra, organizándose un paseo de carrozas en el que participó todo aquel que era algo en la Corte; y el pueblo ofició como testigo de aquella exhibición caballeresca que tanto halagaba el orgullo nacional y que, sin duda, a los ingleses parecería singular y asombrosa. Por cierto, cuando el futuro Carlos I inquirió sobre la posibilidad de saludar a su novia, aunque fuera con un simple buenas tardes, el conde de Olivares y el resto de los consejeros españoles se miraron gravemente unos a otros antes de comunicar a Su Alteza, con mucho protocolo diplomático y mucha política, que verdes las habían segado. Era impensable que nadie, ni siquiera un príncipe de Gales, que oficialmente aún no había sido presentado, hablase o pudiera acercarse a la infanta doña Maria, o a cualquier otra dama de la familia real. Con todo recato se verían al pasar, y gracias.
Yo mismo estaba en la calle con los curiosos, y reconozco que el espectáculo fue el colmo de la galantería y la finura, con la flor y la nata de Madrid vestida de sus mejores galas; pero, al mismo tiempo, y a causa del todavía oficial incógnito de nuestros visitantes, todo el mundo se comportó con la mayor naturalidad, como quien no quiere la cosa. El de Gales, Buckingham, el embajador inglés y el conde de Gondomar, nuestro diplomático en Londres, estaban en una carroza cerrada en la puerta de Guadalajara -una carroza invisible, pues se había prohibido expresamente vitorearla o señalar su presencia- y desde allí Carlos vio pasar por primera vez los carruajes que llevaban de paseo a la familia real. En uno de ellos, junto a nuestra bellísima reina de veinte años doña Isabel de Borbón, vio por fin el de Gales a la infanta doña María, que en plena juventud lucía rubia, guapa y discreta, con un vestido de brillante brocado y, al brazo, la cinta azul convenida para que la reconociera su pretendiente. Entre idas y venidas por la calle Mayor y el Prado, tres veces pasó la carroza aquella tarde junto a la de los ingleses; y aunque apenas dio tiempo al príncipe de ver unos ojos azules y un dorado cabello adornado con plumas y piedras preciosas, cuentan que quedó rendidamente enamorado de nuestra infanta. Y así debió de ser, pues durante los cinco meses siguientes permanecería en Madrid, en demanda de conseguirla como esposa, mientras el Rey lo agasajaba como a un hermano y el conde de Olivares le daba largas y lo toreaba con la mayor diplomacia del mundo. La ventaja es que, mientras hubo esperanzas de boda, los ingleses hicieron una tregua en lo de hacernos la puñeta apresándonos galeones de Indias con sus piratas, sus corsarios, sus amigos holandeses y la puta que los parió; así que bueno fue lo comido por lo servido.
Desoyendo los consejos del conde de Guadalmedina, el capitán Alatriste no puso pies en polvorosa ni quiso esconderse de nadie. Ya he contado en el capítulo anterior que, la misma mañana en que Madrid conoció la llegada del de Gales, el capitán vino a pasear ante la misma casa de las Siete Chimeneas; y aún tuve ocasión de encontrarlo entre el gentío de la calle Mayor cuando la célebre rúa de aquel domingo, mirando pensativo la carroza de los ingleses. Inclinada, eso sí, el ala del chapeo sobre el rostro, y bien dispuesto el disimulado rebozo de la capa. Después de todo, ni lo cortés ni lo valiente suponen dar tres cuartos al pregonero.