Aunque nada me había contado de la aventura, yo estaba al tanto de que algo ocurría. La noche siguiente me había mandado a dormir a casa de la Lebrijana, so pretexto de que tenía gente que recibir para cierto negocio. Pero luego supe que la pasó en vela, con dos pistolas cargadas, espada y daga. Nada ocurrió, sin embargo; y con las luces del alba pudo echarse a dormir tranquilo. De ese modo lo hallé al regresar por la mañana: humeante el candil sin aceite, y él echado sobre la cama con la ropa puesta y arrugada, armas al alcance de la mano, respirando recia y acompasadamente por la boca entreabierta, con una expresión obstinada en el ceño fruncido.
Era fatalista el capitán Alatriste. Tal vez su condición de viejo soldado -había peleado en Flandes y el Mediterráneo tras escapar de la escuela para alistarse como paje y tambor a los trece años- dejó impresa en él aquella manera tan suya de encajar el riesgo, los malos tragos, las incertidumbres y sinsabores de una vida bronca, difícil, con el estoicismo de quien se acostumbra a no esperar otra cosa. Su talante encajaba en la definición que ese mariscal francés, Grammont, haría de los españoles un poco más tarde: «El valor les es bastante natural, así como la paciencia en los trabajos y la confianza en la adversidad… Los señores soldados rara vez se asombran de los malos sucesos, y se consuelan con la esperanza del pronto retorno de su buena fortuna…». O esa otra francesa, Madame de Aulnoy, que contó: «Se les ve expuestos a la injuria de los tiempos, en la miseria; y a pesar de ello, más bravos, soberbios y orgullosos que en la opulencia y la prosperidad»… Vive Dios que todo esto es muy cierto; y yo, que conocí tales tiempos y aun los peores que vinieron después, puedo dar buena fe. En cuanto a Diego Alatriste, el orgullo y la soberbia le iban por dentro, y sólo se manifestaban en sus testarudos silencios. Ya dije que, a diferencia de tantos valentones que se retorcían el mostacho y hablaban fuerte en las calles y mentideros de la Corte, a él nunca lo oí fanfarronear sobre los recuerdos de su larga vida militar. Pero a veces viejos camaradas de armas sacaban a relucir, en torno a una jarra de vino, historias relacionadas con él que yo escuchaba con avidez; pues, para mis pocos años, Diego Alatriste no era sino el trasunto del padre que había perdido honrosamente en las guerras del Rey nuestro señor: uno de esos hombres pequeños, duros y bragados en los que tan pródiga fue siempre España para lo bueno y para lo malo, y a los que se refería Calderón -mi señor Alatriste, esté en la gloria o donde esté, disimulará que cite tanto a Don Pedro Calderón en vez de a su amado Lope- al escribir:
Recuerdo un episodio que me impresionó de modo especial, sobre todo porque marcaba bien a las claras- el talante del capitán Alatriste. Juan Vicuña, que había sido sargento de caballos cuando el desastre de nuestros tercios en las dunas de Nieuport -triste la madre que allí tuvo hijo-, describió varias veces, componiendo trozos de pan y jarras de vino sobre la mesa de la taberna del Turco, la derrota sufrida por los españoles. Él, mi padre y Diego Alatriste habían sido de los afortunados que llegaron a ver ponerse el sol en aquella funesta jornada; cosa que no puede decirse de los 5.000 compatriotas, incluidos 150 jefes y capitanes, que dejaron la piel frente a holandeses, ingleses y franceses; que aunque a menudo guerreaban entre si, no tenían reparo en coaligarse unos con otros cuando se trataba de jodernos bien. En Nieuport les salió a pedir de boca: era muerto el maestre de campo Don Gaspar Zapena, y apresados el almirante de Aragón y otros jefes principales. Ya nuestras tropas en desbandada, Juan Vicuña, caídos todos sus oficiales, herido él mismo en el brazo que perdería de gangrena semanas más tarde, se retiró con su diezmada compañía junto a los restos de las tropas extranjeras aliadas. Y contaba Vicuña que, al mirar por última vez atrás antes de escapar a uña de caballo, vio cómo el veterano Tercio Viejo de Cartagena -en cuyas filas formaban mi padre y Alatriste- intentaba abandonar el campo de batalla sembrado de cadáveres, entre una turba de enemigos que lo arcabuceaban y acribillaban con mosquetes y artillería. Había muertos, agonizantes y fugitivos hasta donde abarcaba la vista, refería Vicuña. Y en pleno desastre, bajo el sol abrasador que deslumbraba las dunas de arena, entre el fuerte viento y los remolinos que lo cubrían de humo y polvo, las compañías del viejo Tercio, erizadas de picas, formadas en cuadro alrededor de sus banderas desgarradas por la metralla, escupiendo mosquetazos por los cuatro costados, se retiraban muy despacio sin romper la formación, impávidas, estrechando filas después de cada brecha abierta por la artillería enemiga que no osaba acercárseles. En los altos, los soldados conversaban en calma con sus oficiales y luego volvían a ponerse en marcha sin dejar de batirse, terribles incluso en la derrota; cerrados y serenos como si estuvieran en un desfile, al paso que les marcaba el lentísimo redoble de sus tambores.
– El Tercio de Cartagena llegó a Nieuport al anochecer -concluía Vicuña, moviendo con su única mano los últimos trozos de pan y jarras que quedaban sobre la mesa-. Siempre al paso y sin apresurarse: setecientos de los mil ciento cincuenta hombres que habían empezado la batalla… Lope Balboa y Diego Alatriste venían con ellos, negros de pólvora, sedientos, exhaustos. Se habían salvado por no romper la formación; por mantener la sangre fría en medio del desastre general. ¿Y saben vuestras mercedes lo que respondió Diego cuando acudí a darle un abrazo, felicitándolo por seguir vivo?… Pues me miró con esos ojos suyos, helados como los malditos canales holandeses, y dijo: «Estábamos demasiado cansados para correr».
No fueron a buscarlo de noche, como esperaba, sino a la atardecida y de modo más o menos oficial. Llamaron a la puerta, y cuando abrí encontré en ella la recia figura del teniente de alguaciles Martín Saldaña. Había corchetes acompañándolo en la escalera y el patio -conté media docena- y algunos llevaban las espadas desenvainadas.
Entró Saldaña, solo, bien herrado el cinto de armas, y cerró la puerta tras de sí conservando puesto el sombrero y la espada en el tahalí. Alatriste, en mangas de camisa, se había levantado y aguardaba en el centro de la habitación. En ese momento apartaba la mano de su daga, que había requerido con presteza al oír los golpes.
– Por la sangre de Cristo, Diego, que me lo pones fácil -dijo Saldaña, malhumorado, haciendo como que no veía las dos pistolas de chispa puestas sobre la mesa-. Podías haberte ido de Madrid, al menos. O cambiar de casa.
– No te esperaba a ti.
– Imagino que no me esperabas a mí -Saldaña le dirigió al fin un breve vistazo a las pistolas, dio unos pasos por la habitación, se quitó el sombrero y lo puso sobre ellas, cubriéndolas-. Aunque esperases a alguien.
– ¿Qué se supone que he hecho?
Yo estaba asomado a la puerta del otro cuarto, inquieto por todo aquello. Saldaña me miró un momento y luego dio unos pasos por la habitación. También él había sido amigo de mi padre, en Flandes.
– Que me parta un rayo si lo sé -le dijo al capitán-. Mis órdenes son llevarte detenido, o muerto si opones resistencia.
– ¿De qué se me acusa?
El teniente de alguaciles encogió los hombros, evasivo.
– No se te acusa. Alguien quiere hablar contigo.
– ¿Quién dio esa orden?
– No es de tu incumbencia. Me la dieron, y sobra -se había vuelto a mirarlo con fastidio, como echándole en cara verse en tal compromiso-… ¿Se puede saber qué pasa, Diego? No imaginas lo que tienes encima.