Si después de aquello esperaba comentarios, no los hubo. El enmascarado se limitó a seguir mirándolo con fijeza.

– Ahora, naturalmente, ya sabéis quiénes son esos dos ingleses.

Alatriste guardó silencio, y por fin dejó escapar un corto suspiro.

– ¿Me creeríais si lo negara?… Desde ayer lo sabe todo Madrid -miró al dominico y luego al enmascarado de modo significativo-. Y me alegro de no haber echado eso en mi conciencia.

Hizo un gesto hosco el del antifaz, cual si pretendiera sacudirse aquello que Diego Alatriste no había querido echarse encima.

– Nos aburrís con vuestra inoportuna conciencia, capitán.

Era la primera vez que así lo llamaba. Había ironía en el tratamiento, y Alatriste frunció el ceño. No le gustaba aquello.

– Me da igual que os aburra o no -repuso-. A mi no me gusta asesinar a príncipes sin saber que lo son -se retorcía el mostacho, malhumorado-… Ni que me engañen y manipulen a mis espaldas.

– ¿Y no sentís curiosidad -intervino fray Emilio Bocanegra, que escuchaba con atención- por saber qué ha decidido a algunos hombres justos a procurar esas muertes?… ¿A impedir que los malvados sorprendan la buena fe del Rey nuestro señor, llevándose a una infanta de España como rehén a tierra de herejes?…

Alatriste negó despacio con la cabeza.

– No soy curioso. Fíjense vuestras mercedes en que ni siquiera intento averiguar quién es este caballero tapado con su máscara… -los miró con una seriedad burlona y insolente-. Ni tampoco ese que, antes de irse la otra noche, exigió que a los señores John y Thomas Smith sólo se les diera un escarmiento, quitándoseles cartas y documentos, pero con resguardo de sus vidas.

El dominico y el enmascarado quedaron callados unos instantes. Parecían reflexionar. Fue el enmascarado quien habló por fin, mirándose las uñas manchadas de tinta.

– ¿Acaso sospecháis la identidad de ese otro caballero?

– Yo no sospecho nada, pardiez. Me he visto envuelto en algo excesivo para mí, y lo lamento. Ahora sólo aspiro a salir con el cuello intacto.

– Demasiado tarde -dijo el fraile, en tono tan bajo que le recordó al capitán el siseo de una serpiente.

– Volviendo a nuestros dos ingleses -apuntó por su parte el enmascarado-. Recordaréis que, tras la marcha del otro caballero, recibisteis de Su Paternidad fray Emilio y de mí instrucciones bien distintas…

– Lo recuerdo. Pero también recuerdo que vos mismo parecíais mostrarle una especial deferencia a aquel otro caballero; y que no discutisteis sus órdenes sino cuando se fue, y apareció tras el tapiz Su… -Alatriste miró de soslayo al inquisidor, que permanecía impasible como si nada fuera con él- Su Paternidad. También eso pudo influir en mi decisión de respetar la vida a los ingleses.

– Habíais cobrado buen dinero por no respetarla.

– Cierto -el capitán echó mano al cinto-. Y helo aquí.

Las monedas de oro rodaron sobre la mesa y quedaron brillando a la luz del candelabro. Fray Emilio Bocanegra ni siquiera las miró, como si estuvieran malditas. Pero el enmascarado alargó la mano y las fue contando una a una, colocándolas en dos pequeños montones junto al tintero.

– Faltan cuatro doblones -dijo.

– Si. A cuenta de las molestias. Y de haberme tomado por un imbécil.

El dominico rompió su inmovilidad con ademán de cólera.

– Sois un traidor y un irresponsable -dijo, vibrándole el odio en la voz-. Con vuestros inoportunos escrúpulos habéis favorecido a los enemigos de Dios y de España. Todo eso lo purgaréis, os lo prometo, con las peores penas del infierno; pero antes lo pagaréis bien caro aquí, en la tierra, con vuestra carne mortal -el término mortal parecía serlo aún más en sus labios fríos y apretados-… Habéis visto demasiado, habéis oído demasiado, habéis errado demasiado. Vuestra existencia, capitán Alatriste, ya no vale nada. Sois un cadáver que, por algún extraño azar, todavía se sostiene en pie.

Desinteresado de aquella amenaza espantosa, el enmascarado echaba polvos para secar la tinta del papel. Después dobló y guardó lo escrito, y al hacerlo Alatriste volvió a entrever el extremo de una cruz roja de Calatrava bajo su ropón negro. Observó que también se guardaba las monedas de oro, aparentemente sin recordar que parte de ellas habían salido de la bolsa del dominico.

– Podéis iros -le dijo a Alatriste, tras mirarlo como si acabara de recordar su presencia.

El capitán lo miró, sorprendido.

– ¿Libre?

– Es una forma de hablar -terció fray Emilio Bocanegra, con una sonrisa que parecía una excomunión-. Lleváis al cuello el peso de vuestra traición y nuestras maldiciones.

– No embarazan mucho tales pesos -Alatriste seguía mirando al uno y al otro, suspicaz-… ¿Es cierto que puedo marcharme así, por las buenas?

– Eso hemos dicho. La ira de Dios sabrá dónde encontraros.

– La ira de Dios no me preocupa esta noche. Pero vuestras mercedes sí.

El enmascarado y el dominico se habían puesto en pie.

– Nosotros hemos terminado -dijo el primero.

Alatriste escrutaba la faz de sus interlocutores. El candelabro les imprimía, desde abajo, inquietantes sombras.

– No me lo creo -concluyó-. Después de haberme traído aquí.

– Eso -zanjó el enmascarado- ya no es asunto nuestro.

Salieron llevándose el candelabro, y Diego Alatriste tuvo tiempo de ver la mirada terrible que el dominico le dirigió desde el umbral antes de meter las manos en las mangas del hábito y desaparecer como una sombra con su acompañante. De modo instintivo, el capitán llevó la mano a la empuñadura de la espada que no llevaba al cinto.

– ¿Dónde está la trampa, voto a Dios?

Preguntó inútilmente, midiendo a largos pasos la habitación vacía. No hubo respuesta. Entonces vino a su memoria la cuchilla de matarife que llevaba en la caña de una bota. Se inclinó para sacarla de allí y la empuñó con firmeza, aguardando la acometida de los verdugos que, sin duda, iban a caer acto seguido sobre él. Pero no vino nadie. Todos se habían ido y estaba inexplicablemente solo, en la habitación iluminada por el rectángulo de claridad de luna que entraba por la ventana.

No sé cuánto tiempo aguardé afuera, fundido con la oscuridad e inmóvil tras el guardacantón de la esquina. Abrazaba el atado con la capa y las armas del capitán para quitarme un poco el frío -había ido tras el coche de Martín Saldaña y sus corchetes con sólo mi jubón y unas calzas-, y de ese modo estuve mucho rato, apretando los dientes para que no castañetearan. Al cabo, viendo que ni el capitán ni nadie salían de la casa, empecé a preocuparme. No podía creer que Saldaña hubiera asesinado a mi amo, pero en aquella ciudad y en aquel tiempo todo era posible. La idea me inquietó en serio. Cuando me fijaba bien, por una de las ventanas parecía asomar un resquicio de luz, como si alguien estuviese dentro con una lámpara; pero desde mí posición resultaba imposible comprobarlo. Así que decidí acercarme con cuidado, a echar un vistazo.

Iba a hacer la descubierta cuando, por una de esas inspiraciones a las que a veces debemos la vida, advertí un movimiento algo más lejos, en el zaguán de una casa vecina. Fue apenas un instante; pero cierta sombra se había movido como se mueven las sombras de las cosas inanimadas cuando dejan de serlo. Así que, sobrecogido, reprimí mi impaciencia y permanecí en vilo, sin quitar ojo. Al cabo de un rato movióse de nuevo, y en ese momento llegó hasta mi, del otro lado de la pequeña plaza, un silbido suave parecido a una señal; una musiquilla que sonaba tirurí-ta-ta. Y oírla me heló la sangre en las venas.

Eran al menos dos, decidí al cabo de un rato de escudriñar las tinieblas que llenaban el Portillo de las Ánimas. Uno, escondido en el zaguán más cercano, era la sombra que había visto moverse al principio. El otro, que había silbado, se encontraba más lejos, cubriendo el ángulo de la plaza que daba a la tapia del matadero. El lugar tenía tres salidas, así que durante un rato me apliqué a vigilar la tercera; y por fin, cuando una nube descubrió la media luna turca que había sobre la noche, alcancé a divisar, en su contraluz, un tercer bulto oscuro apostado en esa esquina.


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