VIII. EL PORTILLO DE LAS ÁNIMAS
Aquello parecía un tribunal, y a Diego Alatriste no le cupo la menor duda de que lo era. Echaba en falta a uno de los enmascarados, el hombre corpulento que había exigido poca sangre. Pero el otro, el de la cabeza redonda y el cabello ralo y escaso, estaba allí, con el mismo antifaz sobre la cara, sentado tras una larga mesa en la que había un candelabro encendido y recado de escribir con plumas, papel y tintero. Su hostil aspecto y actitud hubieran parecido lo más inquietante del mundo de no ser porque alguien todavía más inquietante estaba sentado junto a él, sin máscara y con las manos emergiendo como serpientes huesudas de las mangas del hábito: fray Emilio Bocanegra.
No había más sillas, así que el capitán Alatriste permaneció de pie mientras era interrogado. Se trataba, en efecto, de un interrogatorio en regla, menester en que el fraile dominico se veía a sus anchas. Era obvio que estaba furioso; mucho más allá de todo lo remotamente relacionado con la caridad cristiana. La luz trémula del candelabro envilecía sus mejillas cóncavas, mal afeitadas, y sus ojos brillaban de odio al clavarse en Alatriste. Todo él, desde la forma en que hacía las preguntas hasta el menos perceptible de sus movimientos, era pura amenaza; de modo que el capitán miró alrededor, preguntándose dónde estaría el potro en que, acto seguido, iban a ordenar darle tormento. Le sorprendió que Saldaña se hubiera retirado con sus esbirros y allí no hubiera guardias a la vista. En apariencia estaban solos el enmascarado, el fraile y él. Advertía algo extraño, una nota discordante en todo aquello. Algo no era lo que debía ser. O lo que parecía.
Las preguntas del inquisidor y su acompañante, que de vez en cuando se inclinaba sobre la mesa para mojar la pluma en el tintero y anotar alguna observación, se prolongaron durante media hora; y al cabo de ese tiempo el capitán pudo hacerse composición de lugar y circunstancias, incluido por qué se encontraba allí, vivo y en condiciones de mover la lengua para articular sonidos, en vez de degollado como un perro en cualquier vertedero. Lo que a sus interrogadores preocupaba, antes, era averiguar cuánto había contado y a quién. Muchas preguntas apuntaron al papel desempeñado por Guadalmedina en la noche de los dos ingleses; e iban dirigidas, sobre todo, a establecer cómo se había visto implicado el conde y cuánto sabía del asunto. Los inquisidores mostraron también especial interés en conocer si había alguien más al corriente, y los nombres de quienes pudieran tener detalles del negocio a que tan mal remate había dado Diego Alatriste. Por su parte, el capitán se mantuvo con la guardia alta, sin reconocer nada ni a nadie, y sostuvo que la intervención de Guadalmedina era casual; aunque sus interlocutores parecían convencidos de lo contrario. Sin duda, reflexionó el capitán, contaban con alguien dentro del Alcázar Real, que había informado de las idas y venidas del conde en la madrugada y la mañana siguientes a la escaramuza del callejón. De cualquier modo, se mantuvo firme en sostener que ni Álvaro de la Marca, ni nadie, sabían de su entrevista con los dos enmascarados y el dominico. En cuanto a sus respuestas, la mayor parte consistieron en monosílabos, inclinaciones o negaciones de cabeza. El coleto de piel de búfalo le daba mucho calor; o tal vez sólo fuese efecto de la aprensión cuando miraba alrededor, suspicaz, preguntándose de dónde iban a salir los verdugos que debían de estar ocultos, dispuestos a caer sobre él y conducirlo maniatado a la antesala del infierno. Hubo una pausa mientras el enmascarado escribía con una letra muy despaciosa y correcta, de amanuense, y el fraile mantenía fija en Alatriste aquella mirada hipnótica y febril capaz de ponerle los pelos de punta al más ahigadado. En el ínterin, el capitán se preguntó para sus adentros si nadie iba a interrogarlo sobre por qué había desviado la espada del italiano. Por lo visto a todos les importaban un carajo sus personales razones en el asunto. Y en ese instante, cual si fuera capaz de leer sus pensamientos, fray Emilio Bocanegra movió una mano sobre la mesa y la dejó inmóvil, apoyada en la madera oscura, con su lívido dedo índice apuntando al capitán.
– ¿Qué impulsa a un hombre a desertar del bando de Dios y pasarse a las filas impías de los herejes?
Tenía gracia, pensó Diego Alatriste, calificar como bando de Dios al formado por él mismo, el amanuense del antifaz y aquel siniestro espadachín italiano. En otras circunstancias se habría echado a reír; pero no estaba el horno para bollos. Así que se limitó a sostener sin pestañear la mirada del dominico; y también la del otro, que había dejado de escribir y lo observaba con muy escasa simpatía a través de los agujeros de su careta.
– No lo sé -dijo el capitán-. Tal vez porque uno de ellos, a punto de morir, no pidió cuartel para él, sino para su compañero.
El inquisidor y el enmascarado cambiaron una breve mirada incrédula.
– Dios del Cielo -murmuró el fraile.
Sus ojos lo medían llenos de fanatismo y desprecio. Estoy muerto, pensó el capitán, leyéndolo en aquellas pupilas negras y despiadadas. Hiciera lo que hiciera, dijera lo que dijese, esa mirada implacable lo tenía tan sentenciado como la aparente flema con que el enmascarado manejaba de nuevo la pluma sobre el papel. La vida de Diego Alatriste y Tenorio, soldado de los tercios viejos de Flandes, espadachín a sueldo en el Madrid del Rey Don Felipe Cuarto, valía lo que a esos dos hombres aún les interesara averiguar. Algo que, según podía deducirse del giro que tomaba la conversación, ya no era mucho.
– Pues vuestro compañero de aquella noche -el hombre de la careta hablaba sin dejar de escribir, y su tono desabrido sonaba funesto para el destinatario- no pareció tener tanto escrúpulo como vos.
– Doy fe -admitió el capitán-. Incluso parecía disfrutar.
El enmascarado dejó un momento la pluma en alto para dirigirle una breve mirada irónica.
– Cuán malvado. ¿Y vos?
– Yo no disfruto matando. Para mí, quitar la vida no es una afición, sino un oficio.
– Ya veo -el otro mojó la pluma en el tintero, retornando a su tarea-. Ahora va a resultar que sois hombre dado a la caridad cristiana…
– Yerra vuestra merced -respondió sereno el capitán-. Soy conocido por hombre más inclinado a estocadas que a buenos sentimientos.
– Así os recomendaron, por desgracia.
– Y así es, en verdad. Pero aunque mi mala fortuna me haya rebajado a esta condición, he sido soldado toda la vida y hay ciertas cosas que no puedo evitar.
El dominico, que durante el anterior diálogo se había mantenido quieto como una esfinge, dio un respingo, inclinándose después sobre la mesa como si pretendiera fulminar a Alatriste allí mismo, en el acto.
– ¿Evitar?… Los soldados sois chusma -declaró, con infinita repugnancia-… Gentuza de armas blasfema, saqueadora y lujuriosa. ¿De qué infernales sentimientos estáis hablando?… Una vida se os da un ardite.
El capitán recibió la andanada en silencio, y sólo al final hizo un encogimiento de hombros.
– Sin duda tenéis razón -dijo-. Pero hay cosas difíciles de explicar. Yo iba a matar a aquel inglés. Y lo hubiera hecho, de haberse defendido o pedido clemencia para él… Pero cuando solicitó gracia lo hizo para el otro.
El enmascarado de la cabeza redonda dejó otra vez inmóvil la pluma.
– ¿Acaso os revelaron entonces su identidad?
– No, aunque pudieron hacerlo y tal vez salvarse. Lo que ocurre es que fui soldado durante casi treinta años. He matado y hecho cosas por las que condenaré mi alma… Pero sé apreciar el gesto de un hombre valiente. Y herejes o no, aquellos jóvenes lo eran.
– ¿Tanta importancia dais al valor?
– A veces es lo único que queda -respondió con sencillez el capitán-. Sobre todo en tiempos como éstos, cuando hasta las banderas y el nombre de Dios sirven para hacer negocio.