– Mano dura -sugería Vicuña, cerrando el único puño que le quedaba-. Esos herejes sólo entienden que se les asiente bien la mano dura… ¡Así agradecen la hospitalidad del Rey nuestro señor!
Asentían circunspectos los contertulios, entre ellos dos presuntos veteranos de fieros bigotes que no habían oído un arcabuzazo en su vida, dos o tres ociosos, un estudiante de Salamanca de capa raída, alto y con cara de hambre llamado Juan Manuel de Parada, o de Pradas, un pintor joven recién llegado a la Corte y recomendado a Don Francisco por su amigo Juan de Fonseca, y un zapatero remendón de la calle Montera llamado Tabarca, conocido por ejercer la jefatura de los llamados mosqueteros: la chusma teatral o público bajo que seguía las comedias en pie, aplaudiéndolas o silbándolas, y decidía de ese modo su éxito o fracaso. Aunque villano y analfabeto, el tal Tabarca resultaba hombre grave, temible, que se las daba de entendido, cristiano viejo e hidalgo venido a menos -como casi todo el mundo- y era, debido a su influencia entre la gentuza de los corrales, halagado por los autores que buscaban darse a conocer en la Corte, e incluso por algunos que ya lo eran.
– De todos modos -terciaba Calzas, con guiño cínico-. Dicen que la legítima del valido no hace ascos a la hora de tomar varas. Y Buckingham es buen mozo.
Se escandalizaba el Dómine Pérez:
– ¡Por Dios, señor Licenciado!… Repórtese vuestra merced. Conozco a su confesor, y puedo asegurar que la señora doña Inés de Zúñiga es mujer piadosa, y una santa.
– Y entre santa y santa -repuso Calzas, procaz- a nuestro Rey se la levantan.
Reía, atravesado y guasón, viendo al Dómine hacerse cruces mientras echaba miradas temerosas de soslayo. Por su parte, el capitán Alatriste le dirigía fieras ojeadas de censura por hablar con semejante desahogo en mi presencia, y el pintor joven, un sevillano de veintitrés o veinticuatro años, simpático, con mucho acento, llamado Diego de Silva, nos observaba a unos y otros como preguntándose dónde se había metido.
– Con er permiso de vuesa mersede… -empezó a decir, tímido, levantando un dedo índice manchado de pintura al óleo.
Pero nadie le hizo mucho caso. A pesar de la recomendación de su amigo Fonseca, Don Francisco de Quevedo no olvidaba que el joven pintor había ejecutado nada más llegar a Madrid un retrato de Luis de Góngora, y aunque no tenía nada contra el mozo, procuraba hacerle purgar semejante pecado con unos pocos días de ninguneo. Aunque la verdad es que muy pronto Don Francisco y el joven sevillano se hicieron asiduos, y el mejor retrato que se conserva del poeta es, precisamente, el que hizo después aquel mismo joven. Que con el tiempo también fue muy amigo de Diego Alatriste y mío, cuando ya era más conocido por el apellido de su madre: Velázquez.
En fin. Les contaba que, tras el infructuoso intento del pintor por intervenir en la conversación, alguien mencionó la cuestión del Palatinado, y todos se enzarzaron en una animada discusión sobre la política española en Centroeuropa, donde el zapatero Tabarca echó su sota de espadas con todo el aplomo del mundo, opinando sobre el duque Maximiliano de Baviera, el Elector Palatino y el Papa de Roma, quienes tenía por probado se entendían bajo cuerda. Terció uno de los presuntos miles gloriosus, que aseguraba poseer noticias frescas sobre el asunto, suministradas por un cuñado suyo que servía en Palacio; y la conversación quedó interrumpida cuando todos, salvo el Dómine, se inclinaron sobre la barandilla para saludar a unas damas que pasaban en carricoche descubierto, sentadas entre faldas, brocados y guardainfantes, camino de las platerías de la Puerta de Guadalajara. Eran tusonas, o sea, rameras de lujo. Pero en la España de los Austrias, hasta las putas se daban aires.
Cubriéronse todos de nuevo y prosiguió la charla. Don Francisco de Quevedo, que prestaba poca atención, se acercó un poco a Diego Alatriste y, con un gesto de la barbilla, señaló a dos individuos que se mantenían a distancia, entre la gente.
– ¿Os siguen a vos, capitán? -preguntó en voz baja, con aire de hablar de otra cosa- ¿O me siguen a mí?
Alatriste echó un discreto vistazo a la pareja. Tenían aspecto de corchetes, o de gente a sueldo. Al sentirse observados volvieron ligeramente la espalda, con disimulo.
– Yo diría que a mí, Don Francisco. Pero con vuestra merced y con sus versos, nunca se sabe.
El poeta miró a mi amo con el ceño fruncido.
– Supongamos que se trate de vos. ¿Es grave?
– Puede serlo.
– Voto a tal. En ese caso no queda sino batirse… ¿Necesitáis ayuda?
– No, por el momento -el capitán miraba a los espadachines con los párpados un poco entornados, como si pretendiera grabarse sus caras en la memoria-… Además, bastantes enojos tiene ya vuestra merced para cargar con los míos.
Don Francisco estuvo unos instantes callado. Luego se retorció el mostacho y, tras ajustarse los anteojos, dirigió abiertamente a los dos fulanos una mirada resuelta y furiosa.
– De cualquier modo -concluyó- si hay lance, dos a dos resulta cifra pareja. Podéis contar conmigo.
– Lo sé -dijo Alatriste.
– Zis, zas, sus y a ellos -el poeta apoyaba la mano en el pomo de su espada, que le alzaba por detrás el herreruelo-. Os debo eso y más. Y mi maestro no es precisamente Pacheco.
El capitán compartió su maliciosa sonrisa. Luis Pacheco de Narváez era el más reputado maestro de esgrima de Madrid, habiendo llegado a serlo del Rey nuestro señor. Había escrito varios tratados sobre la destreza de las armas, y hallándose en casa del presidente de Castilla hubo discusión entre él y Don Francisco de Quevedo sobre algunos puntos y conclusiones; de resultas que, tomadas las espadas para una demostración amistosa, al primer asalto dióle Don Francisco al maestro Pacheco en la cabeza, derribándole el sombrero. Desde entonces la enemistad entre ambos era mortal: el uno había denunciado al otro ante el tribunal de la Inquisición, y el otro había retratado al uno con escasa caridad en la Vida del buscón llamado Pablos; que aunque fue impresa dos o tres años más tarde, ya corría en copias manuscritas por todo Madrid.
– Ahí viene Lope -dijo alguien.
Todos se quitaron los sombreros cuando Lope, el gran Félix Lope de Vega Carpio, apareció caminando despacio entre los saludos de la gente que se apartaba para dejarle paso, y se detuvo unos instantes a departir con Don Francisco de Quevedo, quien lo felicitó por la comedia que representaban al día siguiente en el corral del Príncipe: acontecimiento teatral al que Diego Alatriste había prometido llevarme, y yo iba a presenciar por primera vez en mi vida. Después, Don Francisco hizo algunas presentaciones.
– El capitán Don Diego Alatriste y Tenorio… Ya conoce vuestra merced a Juan Vicuña… Diego Silva… El jovencito es Íñigo Balboa, hijo de un militar caído en Flandes.
Al oír aquello, Lope me tocó un momento la cabeza con espontáneo gesto de simpatía. Fue la primera vez que lo vi, aunque tendría después otras ocasiones; y recordaré siempre su continente sexagenario y grave, su digna figura clerical vestida de negro, el rostro enjuto con cabellos cortos, casi blancos, el bigote gris y la sonrisa cordial, algo ausente, como fatigada, que nos dedicó a todos antes de proseguir camino rodeado por muestras de respeto.
– No olvides a ese hombre ni este día -me dijo el capitán, dándome un afectuoso pescozón en el mismo sitio donde Lope me había tocado.
Y no lo olvidé nunca. Todavía hoy, tantos años después de aquello, me llevo la mano a la coronilla y siento allí el contacto de los dedos afectuosos del Fénix de los Ingenios. Ni él, ni Don Francisco de Quevedo, ni Velázquez, ni el capitán Alatriste, ni la época miserable y magnífica que entonces conocí, existen ya. Pero queda, en las bibliotecas, en los libros, en los lienzos, en las iglesias, en los palacios, calles y plazas, la huella indeleble que aquellos hombres dejaron de su paso por la tierra. El recuerdo de la mano de Lope desaparecerá conmigo cuando yo muera, como también el acento andaluz de Diego de Silva, el sonido de las espuelas de oro de Don Francisco al cojear, o la mirada glauca y serena del capitán Alatriste. Pero el eco de sus vidas singulares seguirá resonando mientras exista ese lugar impreciso, mezcla de pueblos, lenguas, historias, sangres y sueños traicionados: ese escenario maravilloso y trágico que llamamos España.