De todos modos, la cinta no servía para nada. Hacía horas que se había dado cuenta de ello. Su verdadera prisión no era la cinta adhesiva que inmovilizaba sus extremidades, sino el contenedor de plástico en el que estaba atrapado su cuerpo. La oscuridad le impedía saberlo con certeza pero, teniendo en cuenta el tamaño y el hecho de que hubiera una puerta metálica en la parte delantera y agujeros abiertos en la parte superior, suponía que había sido encerrada en una caja para transportar animales grandes. De hecho, creía estar atrapada en una jaula para perros.

Al principio había llorado, pero después, dejándose llevar por la cólera, había aporreado las paredes de plástico y había intentado derribar la puerta metálica. Lo único que había conseguido con aquella rabieta había sido un hombro magullado y unas rodillas contusionadas.

Más tarde había dormido, pues el miedo y el dolor la habían dejado extenuada. Al despertar había descubierto que habían retirado la cinta adhesiva que sellaba su boca y que habían dejado un galón de agua y una barrita de cereales a su lado. Sintiéndose ofendida, había tenido tentaciones de rechazar aquel alimento. ¡Ella no era ningún mono amaestrado! Pero entonces, pensando en el bebé que llevaba en las entrañas, había bebido el agua con avidez y había comido la barrita que le proporcionaría proteínas.

No tardó demasiado en descubrir que el agua debía de contener alguna droga pues, poco después de bebería, se había quedado profundamente dormida. Al despertar de nuevo, la cinta volvía a cubrir su boca y el envoltorio de la barrita energética había desaparecido.

Había sentido deseos de llorar. Las drogas no podían ser buenas, ni para ella ni para el bebé.

Resultaba extraño que, hacía tan solo cuatro semanas, no hubiera sabido si deseaba tener aquel bebé. Pero Betsy había llevado a casa el libro de la Clínica Mayo sobre el desarrollo del feto y habían contemplado juntas las fotografías. Ahora sabía que a las seis semanas de gestación, el bebé ya medía doce milímetros. Tenía una cabeza grande, con ojos pero sin párpados, y unas piernas y brazos diminutos, con manos y pies similares a remos. En una semana, su bebé mediría veinticuatro milímetros y en sus manos y pies aparecerían diminutos dedos palmeados que lo convertirían en la semilla de lima más bonita del mundo.

En otras palabras, su bebé ya era un bebé. Un ser diminuto y precioso que Tina ansiaba sostener en sus brazos algún día. Y sabía que sería mejor que disfrutara con intensidad de ese momento, porque su madre la mataría poco después.

Su madre. Oh, Dios. El simple hecho de pensar en ella le hacía sentir deseos de llorar. Si le ocurría algo a Tina… La vida ya había sido demasiado injusta con aquella mujer que había trabajado tan duro para que su hija pudiera tener una vida mejor.

Tenía que estar más alerta. Tenía que prestar más atención. No estaba dispuesta a desaparecer de este modo. Se negaba a convertirse en una estúpida estadística. Agudizó de nuevo los oídos, intentado descubrir alguna pista sobre lo que estaba ocurriendo.

Estaba bastante segura de encontrarse en un vehículo. Sentía movimiento, pero le confundía el hecho de no ver nada. Quizá, la jaula descansaba en la parte posterior de una camioneta cubierta con una lona o, quizá, en el interior de una furgoneta. No creía que fuera de noche, pero como tampoco alcanzaba a ver el reloj, no tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido desde que la habían secuestrado. Entonces recordó que había estado durmiendo. Las drogas y el miedo le habían pasado factura.

Se sentía sola. Aquel pozo oscuro le resultaba demasiado estéril, pues estaba inundado de gemidos de miedo y carecía del suave susurro de la respiración de otra persona. A pesar de la oscuridad reinante, tenía la certeza de ser el único ser vivo encerrado en ese lugar. Puede que eso fuera bueno. Puede que solo la hubiera secuestrado a ella. Quizá, solo se la había llevado a ella.

Pero, por alguna razón, lo dudaba y este pensamiento le hizo sentir deseos de llorar.

¿Por qué estaba haciendo esto? ¿Acaso era un pervertido que secuestraba a jóvenes universitarias para llevarlas a su escondite y hacerles cosas inenarrables? Todavía estaba vestida. Incluso llevaba sus sandalias con tacones de ocho centímetros. Y también le había dejado el bolso. No creía que un pervertido hiciera algo así.

Quizá se dedicaba a la trata de blancas. Había oído varias historias. En ultramar pagaban montones de dinero por una chica blanca. Puede que terminara en un harén… o trabajando en un club de mala muerte de Bangkok. Bueno, cuando a su hermosa presa le empezara a crecer la barriga, se llevarían una buena sorpresa. Así aprenderían a hablar antes de actuar.

Su bebé nacería en la esclavitud, en la prostitución, en la pornografía…

La bilis volvió a ascender por su garganta e intentó reprimir sus deseos de vomitar.

No puedo vomitar, intentó decirle a su vientre. Tienes que darme un respiro. Tienes que retener toda la comida y el agua que ingiera. Ya sabes que no hay mucha comida, así que tenemos que conseguir que esas calorías sirvan para algo.

Era muy importante que retuviera el alimento pues, por extraño que sonara, cuanto menos comía, peores se volvían las náuseas. Básicamente, comer le hacía vomitar y la falta de comida le provocaba más deseos de vomitar.

Con cierta demora advirtió que el movimiento desaceleraba. Agudizó los oídos y percibió el chirrido de los frenos. El vehículo se había detenido.

Su cuerpo se tensó y sus manos atadas buscaron a tientas la mochila negra, que sujetó como si fuera un arma. Sabía que no iba a servirle de nada, pues tenía las manos atadas a la espalda, pero necesitaba hacer algo. Mantenerse activa era mejor que limitarse a esperar que ocurriera algo…

De repente se abrió una puerta y la brillante luz del sol entró en el vehículo, haciendo que Tina parpadeara como un búho. Y al instante sintió que un intenso muro de calor caía sobre ella. Oh, Dios, en el exterior hacía un calor asfixiante. Retrocedió, pero no pudo escapar del aire abrasador.

Ante la puerta abierta se alzaba un hombre. Sus rasgos eran un sudario negro rodeado por un halo de luz del sol. Alzó los brazos y un paquete de celofán cayó entre las barras de plástico. Y después otro. Y otro más.

– ¿Tienes agua? -preguntó.

Ella intentó hablar, pero entonces recordó la cinta de su boca. Tenía agua, pero quería más, así que movió la cabeza hacia los lados.

– Tienes que racionar tus reservas con más cuidado -le regañó.

Ella deseaba escupirle, pero solo pudo encogerse de hombros.

– Te daré otra jarra, pero eso será todo. ¿Entendido?

¿Qué había querido decir con eso? ¿Que eso sería todo lo que iba a darle hasta que la dejara en libertad o que eso sería todo lo que iba a darle hasta que la violara, la matara o la vendiera a un grupo de hombres enfermos y retorcidos?

Su estómago se revolvió de nuevo y cerró los ojos, esforzándose en contener las náuseas.

Lo siguiente que sintió fue un pinchazo en el brazo. Una maldita aguja. Oh, no, la estaba drogando de nuevo.

Sus músculos se fundieron al instante y se dejó caer contra el lado de la jaula mientras el mundo empezaba a desvanecerse. La puerta de la perrera se abrió, una jarra de agua se materializó junto a ella y, al momento siguiente, una mano le arrancó la cinta de la boca. Le picaban los labios. La sangre se deslizaba por la comisura de su boca.

– Come y bebe -dijo el hombre, con voz calmada-. Necesitarás fuerzas al anochecer.

La puerta de la jaula se cerró de golpe y todo volvió a quedar a oscuras. Ya no veía la luz del sol. El calor se había quedado en el exterior.

Tina se deslizó hacia el suelo de la Jauja, levantó las piernas y curvó su cuerpo alrededor del estómago en un gesto protector. Poco después, las drogas ganaron la batalla y se la llevaron muy lejos.



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