Capítulo 11

Quántico, Virginia

15:14

Temperatura: 36 grados

No habían adelantado demasiado con la autopsia, pero a Kimberly no le sorprendía. Por lo general, estas se realizaban días después del hallazgo del cadáver, no en tan solo unas horas. O en el momento presente no había demasiado trabajo o las investigaciones del NCIS tenían mucho peso.

El agente especial Kaplan le presentó al médico forense, el doctor Corben y a su ayudante, Gina Nitsche.

– ¿Es su primera autopsia?-preguntó Nitsche, mientras manipulaba el cadáver con rapidez y eficiencia.

Kimberly asintió.

– Si tiene ganas de vomitar, limítese a salir -dijo, con tono jovial-. Ya tendré suficiente que limpiar cuando terminemos. -Siguió hablando mientras abría la cremallera de la bolsa que contenía el cadáver y retiraba el plástico. -Yo soy la dienery, técnicamente hablando, el doctor Corben es el prosector. Él se encarga del protocolo y yo hago lo que me pide. El procedimiento habitual es que el cuerpo llegue un día o dos antes de la autopsia y sea registrado. Después de inventariar la ropa y los objetos personales, pesamos el cadáver y le proporcionamos una etiqueta oficial con un número de identificación. Sin embargo, debido a las limitaciones de tiempo -miró de reojo a Kaplan-, en esta ocasión tendremos que realizar todos esos pasos sobre la marcha. Ah, hay una caja de guantes en la mesa lateral y gorros y batas en el armario. Sírvase usted misma.

Kimberly miró el armario, vacilante. Nitsche debió de leer sus pensamientos, pues añadió:

– Ya sabe que a veces salpican.

Kimberly se acercó al armario, se cubrió el corto cabello con un gorro, se puso una bata y, finalmente, se acercó a la mesa para coger unos guantes. El agente especial Kaplan la imitó, pero solo cogió un gorro y una bata, pues había traído sus propios guantes.

Mientras tanto, Nitsche terminó de desenvolver el cadáver. Primero retiró la gruesa capa de plástico externa, después apartó una sábana blanca y por último extrajo la capa de plástico interna, la única que estaba en contacto con el cadáver y era similar a una bolsa de tintorería. Nitsche dobló las diferentes capas y las dejó en la base de la camilla. Acto seguido procedió a inventariar la ropa y las joyas de la muchacha mientras el doctor Corben preparaba la mesa de la autopsia.

– El contenido del bolso ya está inventariado -explicó Nitsche-. La pobre muchacha tenía folletos de una agencia de viajes para ir a Hawai. Siempre he querido ir a Hawai. ¿Cree que pensaba ir con su novio? Porque si pensaba ir con su novio…, bueno, ahora este vuelve a estar libre y Dios sabe que necesito encontrar a alguien que me saque de aquí. Bueno, ya está todo listo.

Giró la camilla para acercarla a la mesa de disección. Era evidente que el doctor Corben y ella habían realizado diversas veces este procedimiento, pues el doctor se acercó a la cabeza de la víctima, ella se situó a los pies y, tras contar hasta tres, colocaron el cuerpo desnudo sóbrela mesa metálica. Sin perder ni un instante, Nitsche retiró la camilla.

– Probando, probando -dijo el doctor Corben, poniendo en marcha la grabadora. Tras comprobar que funcionaba, se puso manos a la obra.

En primer lugar, el médico forense describió el cuerpo desnudo de la víctima, dejando constancia de su sexo, edad, peso, altura y color de ojos y cabello. Comentó que parecía gozar de buena salud (sino tenemos en cuenta que está muerta, pensó Kimberly). También registró la presencia de un tatuaje, en forma de rosa y de unos dos centímetros y medio, sobre el pecho de la difunta.

Víctima y difunta. El doctor Corben utilizaba con profusión estas dos palabras. Kimberly se dio cuenta de que este era su principal problema: para ella no eran víctimas ni difuntas, sino más bien jóvenes, hermosas, rubias, chicas… si pretendía ser una investigadora desapasionada y familiarizada con la muerte, todavía le quedaba mucho que aprender.

A continuación, el doctor Corben procedió a examinar las heridas. En primer lugar describió el cardenal que tenía la chica…, la víctima, en su cadera izquierda, mientras palpaba con la mano enguantada su piel cerúlea.

– La víctima presenta una equimosis de aproximadamente diez centímetros de diámetro en la parte superior del muslo izquierdo. En la zona central, alrededor del lugar donde se efectuó la punción, hay unos cuatro centímetros de piel enrojecida e hinchada. Se trata de una contusión anormalmente severa para una inyección intramuscular. Puede que sea el resultado de la inexperiencia o del empleo de una aguja demasiado grande.

Al oír estas palabras, el agente especial Kaplan frunció el ceño e hizo un ademán con la mano. El doctor Corben detuvo la grabadora.

– ¿Qué quiere decir con eso de una aguja demasiado grande? -preguntó Kaplan.

– Las agujas tienen diferentes grosores. En la comunidad médica, por ejemplo, solemos utilizar agujas de cero con nueve milímetros para poner inyecciones, pues se deslizan con facilidad en la vena y, si se administran de la forma correcta, apenas dejan herida. Sin embargo, la punción de la cadera provocó una gran contusión, y no solo en la zona del músculo. El punto central que se observa en la zona enrojecida e hinchada indica el lugar donde fue inyectada la aguja. El tamaño de la contusión me hace pensar que se ejerció demasiada fuerza, que se la clavaron en el muslo como si fuera un puñal o que utilizaron una aguja excesivamente grande.

Kaplan entrecerró los ojos, considerando las posibilidades.

– ¿Por qué iba alguien a utilizar una aguja más grande de lo habitual?

– Cada proceso requiere una aguja de un tamaño concreto. -El doctor Corben frunció el ceño-. Si es necesario inyectar con rapidez grandes cantidades de una sustancia utilizamos agujas de mayor grosor y si es necesario mezclar diferentes componentes, utilizamos agujas más largas. Aquí hay algo interesante. La víctima recibió un segundo pinchazo en el brazo, pero la inyección le causó un daño prácticamente imperceptible, un punto diminuto que apenas presenta una ligera hinchazón. Esta herida es más parecida a la que suelen dejarlas agujas estándar de cero con nueve milímetros. Aunque la relativa inexistencia de contusión también se debe a que murió poco después, es evidente que esta segunda inyección se aplicó de un modo más experto. O bien se trata de dos agujas distintas o de dos formas completamente distintas de administrar una inyección intramuscular.

– Por lo tanto, la primera aguja fue inyectada en la cadera -reflexionó Kaplan-, con fuerza o con una aguja muy grande. Más adelante le inyectaron una segunda aguja en el brazo, pero de forma más controlada, con más cuidado. ¿Cuánto tiempo transcurrió entre ambos pinchazos?

El doctor Corben frunció el ceño y palpó el primer cardenal con los dedos.

– Teniendo en cuenta su tamaño, es obvio que tuvo tiempo de desarrollarse. Sin embargo, solo presenta tonos púrpura y azules oscuros; hay una ausencia total de matices verdosos y amarillentos, de modo que yo diría que entre la punción de la cadera y la inyección del brazo transcurrieron entre doce y veinticuatro horas.

– Una emboscada -murmuró Kimberly.

El agente especial Kaplan se volvió hacia ella. Su rostro había recuperado su expresión severa.

– ¿Puede repetirlo?

– Una emboscada -se obligó a sí misma a alzar la voz-. El primer cardenal… si esa contusión es debida al empleo de la fuerza, es posible que se tratara de una emboscada. Así fue como el agresor consiguió hacerse con el control. Después, cuando ya estaba sometida, pudo tomarse más tiempo para administrar la inyección final.

Estaba pensando en lo que Mac había dicho sobre los asesinatos de Georgia, en el hecho de que las muchachas que habían sido encontradas en carreteras principales siempre habían presentado una contusión en la cadera, además de la marca de una inyección fatal en la parte superior del brazo izquierdo. Era la primera vez que oía hablar de un modus operandi semejante. ¿Qué probabilidades había de que dos asesinos distintos lo estuvieran utilizando en dos estados distintos?

El doctor Corben volvió a poner en marcha la grabadora, giró el cadáver sobre su espalda y, tras registrar la ausencia de heridas y contusiones, finalizó el reconocimiento inicial describiendo el estado de la boca. Acto seguido, Nitsche le tendió algún tipo de formulario estándar y el doctor reseñó con suma eficiencia todas y cada una de las lesiones externas que había observado durante el reconocimiento.

A continuación se centraron en las manos, que habían sido envueltas en bolsas de papel en la escena del crimen. En cuanto Nitsche retiró las bolsas, el doctor Corben raspó debajo de cada uña y Nitsche recogió las muestras. Acto seguido, el doctor frotó la base de cada uña con un palillo de algodón, en busca de restos de sangre.

– No hay señales de heridas defensivas -anunció, mirando a Kaplan y moviendo la cabeza hacia los lados-. No hay restos de piel ni de sangre.

Kaplan suspiró y volvió a apoyarse en la pared.

– Hoy no es mi día de suerte -murmuró.

Después de que las manos de la víctima hubieran sido analizadas en busca de pruebas, Nitsche acercó una almohadilla de tinta para tomarle las huellas dactilares, pero el rigor mortis se había adueñado del cuerpo y sus rígidos dedos se negaron a cooperar.

El doctor Corben se acercó para ayudarla y manipuló la primera articulación del índice hasta que, con un débil sonido restallante, la rigidez se desvaneció. Nitsche empezó a aplicar la tinta mientras el doctor Corben iba manipulando todos los dedos de ambas manos, que fueron restallando con una suave reverberación en aquella fría sala de baldosas, haciendo que la bilis ascendiera por la garganta de Kimberly.

No voy a vomitar, se prometió a sí misma. Oh, Dios… y esto es solo el reconocimiento externo, recordó entonces, sobrecogida.

Después de haber tomado las huellas dactilares, el doctor Corben se acercó a las piernas de la chica…, de la difunta. La condición de su ropa indicaba que era poco probable que hubiera sido violada, pero era necesario comprobarlo.

– No presenta contusiones en la cara interna de los muslos, ni laceraciones en los labios mayores ni en los menores -anunció. Procedió a peinar el vello púbico mientras Nitsche recogía las hebras sueltas y las depositaba en otra bolsa.

Entonces, el doctor cogió tres bastoncillos y Kimberly tuvo que apartar la mirada. Sabía que la muchacha estaba muerta, que no iba a sentir ningún dolor y que no iba a sentirse ultrajada; sin embargo, era incapaz de mirar. Sus dedos estaban cerrados en un apretado puño y su respiración era superficial. De nuevo fue consciente del olor que invadía la sala y del sudor que se deslizaba por su espalda. Por el rabillo del ojo advirtió que Kaplan estaba analizando el suelo con suma atención.


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