– El reconocimiento externo sugiere que no se produjo agresión sexual -concluyó el doctor Corben poco después-. A continuación procederemos a limpiar el cadáver.

Kimberly abrió los ojos y descubrió que Nitsche y el doctor Corben estaban limpiando el cuerpo con una manguera. El desconcierto debió de reflejarse en su rostro pues, alzando la voz para hacerse oír sobre el sonido del agua, el doctor Corben explicó:

– En cuanto concluimos el reconocimiento externo, limpiamos el cadáver antes de realizar la primera incisión para evitar que ciertos factores del exterior, como pueden ser el polvo, las fibras u otros restos contaminen los órganos internos y confundan nuestros hallazgos. El exterior tenía una historia que contar, pero ha llegado el momento de saber qué nos cuenta el interior.

El doctor Corben cerró la manguera, se puso unas gafas de plástico y cogió el escalpelo.

Kimberly empezó a palidecer. Lo estaba intentando con todas sus fuerzas. Maldita sea, había visto cientos de fotografías de cadáveres. No era la primera vez que se enfrentaba a una muerte violenta.

A pesar de todo, sintió que se tambaleaba. Se obligó a sí misma a mantenerse firme, pero entonces miró a la joven a la cara y se olvidó por completo de sus náuseas.

– ¡Oh, Dios mío! -jadeó-. ¿Qué tiene en la boca?

Estaba allí. La sombra de lo que el doctor Corben había creído ver al principio ahora era evidente. Primero se movió la pálida y cerúlea mejilla izquierda de la muchacha y después, con sorprendente velocidad, su mejilla derecha. Parecía que estaba inflando los carrillos mientras les miraba con sus inertes ojos marrones.

Kaplan y Kimberly buscaron a tientas sus pistolas. El agente especial sacó su arma y Kimberly, un juguete de plástico rojo. Mierda, maldita sea. Se llevó una mano al tobillo sin apartar la mirada del rostro de la muchacha.

– Retrocedan -ordenó Kaplan.

El doctor Corbeny su ayudante no necesitaron que se lo repitiera. Nitsche observaba la escena fascinada, con los ojos abiertos de par en par; el doctor Corben había recuperado su pálida y tensa expresión.

– Podría deberse a los gases producidos por la descomposición -intentó, inútilmente-. Ha estado expuesta a temperaturas muy elevadas.

– El cadáver acaba de adquirir el rigor mortis -murmuró Kaplan-. No ha transcurrido tanto tiempo para que algo así sea posible.

Las mejillas se agitaron de nuevo. Se movieron de un lado a otro.

– Creo… -la voz de Kimberly apenas fue un susurro. Se humedeció los labios y lo intentó de nuevo-. Creo que hay algo ahí dentro. En la boca. Por eso se la cosió.

– ¡Dios mío! -exclamó Nitsche, aterrada.

– Virgen santa -murmuró Kaplan.

Kimberly miró al doctor Corben. Su mano derecha temblaba con fuerza. Estaba bastante segura de que nunca le había ocurrido nada similar durante una autopsia y la expresión de su rostro indicaba que se jubilaría antes de permitir que ocurriera de nuevo.

– Doctor -dijo, con toda la calma que fue capaz de amasar-. Usted tiene el escalpelo. Tiene que… tiene que cortar el hilo.

– ¡No lo haré!

– Sea lo que sea, tiene que salir. Y será mejor que lo haga a nuestro modo y no al suyo.

Kaplan asintió lentamente.

– Tiene razón. Estamos haciendo una autopsia. Tenemos que permitir que, lo que quiera que sea, salga de su boca.

El doctor les miró con ojos enloquecidos. Era evidente que estaba pensando en la forma de rebatir su argumento pero, entonces, su mente científica pareció reafirmarse. Observó el cadáver una vez más, centrándose en la horrible distorsión de su rostro, y despacio, muy despacio, asintió.

– Protéjanse los ojos -dijo por fin-. Y pónganse máscaras y guantes. Sea lo que sea, quiero que estemos preparados. Gina, sitúese junto al agente especial.

Nitsche retrocedió con premura y se escondió detrás del fornido agente. Kimberly se enderezó y se colocó en posición: rodillas ligeramente dobladas y piernas listas para echar a correr. Entonces, se puso las gafas de protección y sujetó con firmeza el cuchillo de caza, pues ya se había desembarazado de su inútil Crayola.

El doctor Corben se movió con cautela y se acercó justo lo suficiente para poder tocar con el escalpelo la boca cosida de la joven, asegurándose de que su cuerpo quedaba fuera de la línea de fuego de Kaplan.

– A la de tres -anunció el doctor Corben con voz tensa-. Uno. Dos. Tres.

El escalpelo cortó el hilo y el doctor Corben se apresuró a retroceder. Entonces, una forma oscura y moteada abandonó con una explosión su indeseada celda y voló hasta el suelo de baldosas.

Kimberly, que se había situado en un rincón de la sala, de pronto se encontró junto a la inconfundible forma enrollada de una serpiente de cascabel. La víbora retrocedió con un siseo amenazador.

La Glock de Kaplan detonó en la diminuta habitación y Kimberly lanzó su cuchillo sobre el animal.



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