IV

Al día siguiente de haber nacido el niño, la mujer se levantó como de costumbre y preparó la comida, pero no fue a los campos con Wang Lung, de manera que él trabajó solo hasta después de mediodía. Entonces se puso su traje azul y se fue a la ciudad, dirigiéndose al mercado, donde compró cincuenta huevos. No eran recién puestos, pero estaban bastante frescos y costaban un penique cada uno. También compró papel rojo para hervir en el agua con los huevos y teñirlos. Luego, con ellos en un cesto, entró en una confitería y adquirió algo más de una libra de azúcar encarnado, mirando cómo se lo envolvían cuidadosamente en un papel pardo. Bajo el bramante de paja que lo sujetaba, el tendero pasó una tira de papel rojo, y al hacerlo sondeó.

– ¿Es, acaso, para la madre de un recién nacido?

– De un hijo primogénito -dijo Wang Lung con orgullo.

– ¡Ah, buena suerte! -respondió el hombre indiferentemente, dirigiendo la vista a un cliente bien vestido que acababa de entrar.

Estas palabras las había dicho otras muchas veces, casi cada día se las decía a alguien, pero a Wang Lung le parecieron una atención especial, y, contento por la cortesía del tendero, inclinóse y saludó, repitiendo el saludo al abandonar la tienda. Al salir al crudo sol de la polvorienta calle, le pareció a Wang Lung que no había en el mundo nadie más afortunado que él.

Pensó en esto con alegría y luego con una punzada de temor, porque en esta vida no es bueno ser demasiado afortunado. El aire y la tierra estaban llenos de espíritus malignos que no podían sufrir la felicidad de los mortales, especialmente de los pobres. Se resolvió a penetrar en la cerería, donde también vendían incienso, y compró cuatro bastones, uno por cada persona de su casa, y con estos cuatro bastones dirigióse al pequeño templo de los dioses de la tierra y los puso entre las frías cenizas de aquel otro incienso que él y su mujer habían ofrendado. Miró arder los cuatro bastones y, reconfortado, partió hacia su casa. Estas dos figurillas, sentadas gravemente bajo su reducida techumbre, ¡qué poder tenían!

Y ocurrió que, antes de que pudiera darse cuenta del nuevo estado de cosas, la mujer se hallaba otra vez a su lado, trabajando en los campos. Ya habían recogido la cosecha y batían el grano en la era, que constituía asimismo el patio de entrada de la casa. Lo batían con mayates, él y la mujer a un tiempo. Una vez, batido, lo cernían, echándolo al aire desde los planos cestos de bambú, recogiendo el grano al caer, mientras la broza volaba al viento como una nube. Y había también que plantar nuevamente los campos con el trigo de invierno, y cuando Wang Lung hubo uncido el buey y labrado la tierra, la mujer siguió tras él con una azada, deshaciendo los terrones de los surcos.

Trabajaba ahora todo el día. El niño, entre tanto, dormía sobre una vieja colcha, en el suelo. Cuando se despertaba, la mujer interrumpía su labor y le daba el pecho, sentada en el suelo, mientras el sol caía sobre ellos, ese recalcitrante sol de otoño que conserva el ardor del verano hasta que los primeros fríos invernales le fuerzan a soltarlo. La mujer y el niño estaban tan morenos como la arcilla y parecían dos figuras de tierra. El polvo de los campos se posaba sobre el cabello de la madre y en la cabeza negra y suave de la criatura.

Pero del seno amplio y oscuro, la leche que alimentaba al hijo fluía tan blanca como la nieve. Y cuando la criatura succionaba un pecho, manaba del otro, y la mujer dejábale manar. Tenía más de la necesaria para el sustento del niño, a pesar de su glotonería, y descuidadamente la dejaba perderse, segura de su abundancia. Había siempre más y más. A veces levantaba el seno y, para no mancharse, lo dejaba fluir sobre la tierra, que se empapaba, formándose en ella una mancha oscura y suave. La criatura estaba gorda, tenía buen carácter y su vida se nutría abundantemente del alimento inextinguible que la madre le daba.

Llegó el invierno y los halló preparados contra él. Las cosechas habían sido espléndidas como nunca, y las tres habitaciones de la casa estaban repletas. Del techo de paja colgaban, atadas a las vigas, ristras de ajos y cebollas, y en el cuarto central, y en el del viejo, y en el de ellos mismos, había esterillas de juncos trabajadas en forma de grandes tinajas y llenas de trigo y de arroz. Parte del grano sería vendido, pero Wang Lung era un hombre frugal y no gastaba su dinero, como muchos lugareños, en jugar o en comidas demasiado delicadas para ellos, de modo que no se veía obligado, como los otros, a vender en tiempo de cosecha, cuando los precios eran bajos, sino que almacenaba el grano y lo vendía cuando había nieve, o por Año Nuevo, época en que la gente de las ciudades pagaba los comestibles a cualquier precio.

Su tío estaba siempre vendiendo el grano aun antes de que madurara. A veces, por obtener un poco de dinero contante, lo vendía en el mismo campo, para ahorrarse la molestia de desgranar y rastrillar. Pero la esposa de su tío era una mujer tonta, gorda y holgazana, eternamente pidiendo exquisiteces, comida de esta y de esa otra clase y zapatos nuevos comprados en la ciudad. La mujer de Wang Lung se hacía ella misma los zapatos, y los de su marido, del viejo y del niño. ¡Wang Lung se habría quedado atónito si O-lan hubiese querido comprar zapatos!

En la vieja y ruinosa casa de su tío no colgaba jamás cosa alguna de las vigas, pero en la suya había hasta una pierna de cerdo que comprara a Ching, su vecino, cuando éste mató el cerdo porque le pareció que el animal presentaba síntomas de enfermedad. Muerto el cerdo antes de que perdiera carnes, la pierna era gorda, y O-lan la saló bien y la colgó para que se secase. Tenían también dos de sus propios pollos, muertos y secados sin desplumar y dentro rellenos de sal.

En medio, pues, de esta abundancia permanecieron en casa cuando los vientos invernales llegaron del desierto situado al Noroeste, vientos ásperos y mordientes.

Pronto el niño pudo sentarse. Cuando cumplió un mes y tuvo de existencia una luna entera, lo festejaron con un plato de fideos, que significa larga vida. Y Wang Lung invitó a todos los que habían acudido a su boda y les dio huevos de los que había teñido, y también a la gente del pueblo que venía a felicitarle: dos huevos a cada uno. Y todos le envidiaban su hijo, una criatura enorme, con cara de luna y los altos pómulos de su madre. Ahora, mientras el invierno avanzaba, el niño se sentaba sobre la colcha, en el suelo de tierra, en lugar de permanecer en los campos. Abrían la puerta al Sur para que entrase la luz, y el aire del Norte batía en vano contra los gruesos muros de tierra de la casa. El árbol que crecía a la entrada quedó desnudo de hojas, y lo mismo los sauces y los perales cercanos a los campos. Únicamente los bambúes que crecían formando un grupo de verdura hacia el lado este de la casa conservaban sus hojas, agarradas fuertemente a los tallos que doblegaba el viento.

Pero aquel viento seco no dejaba germinar la semilla de trigo que yacía en la tierra, y Wang Lung esperaba la lluvia ansiosamente. De pronto, un día apacible y gris, en que el viento había cedido a un aire quieto y tibio, la lluvia hizo su aparición, y Wang Lung y los suyos permanecieron en la casa pletórica de bienestar, viendo caer el agua sobre los campos cercanos a la entrada, empapándolos, mirándola gotear de los extremos del techo de paja que sobresalían de la puerta. El niño estaba asombrado y extendía la mano para coger los hilos plateados de la lluvia, y se reía, y con el se reían los demás. El viejo se agazapó en el suelo, junto al niño, y dijo:

– No hay otra criatura como ésta en doce pueblos a la redonda. Esos críos de mi hermano no se dan cuenta de nada hasta que andan.

Y en los campos el trigo germinaba y echaba briznas de un verde delicado sobre la tierra morena y húmeda.

En épocas como ésta había mucho visiteo, porque cada labrador veía que, por una vez, el cielo se cuidaba del trabajo del campo y las cosechas eran regadas sin que ellos tuvieran que romperse la espalda efectuándolo, cargando de un lado a otro cubos suspendidos de los extremos de un palo que llevaban atravesado sobre los hombros. Y se reunían por las mañanas en una casa o en otra, bebiendo té aquí y allí y yendo de un sitio al otro con los pies desnudos por el angosto camino que cruzaba los campos, bajo grandes sombrillas de papel aceitado. Las mujeres se quedaban en casa y hacían zapatos o remendaban la ropa, si eran económicas, y pensaban en los preparativos para la fiesta de Año Nuevo.

Pero Wang Lung y su esposa no visitaban con frecuencia. En aquel pueblecillo de media docena de casas, pequeñas y diseminadas, ninguna había tan llena de calor y abundancia como la de ellos, y Wang Lung se daba cuenta de que si intimaba demasiado con los otros pronto vendrían las peticiones de préstamos. El Año Nuevo se aproximaba y ¿quién tenía suficiente dinero para la nueva ropa y para las fiestas? Se quedó en su casa, y mientras la mujer cosía y remendaba, él sacó sus rastrillos de bambú y los examinó detenidamente: donde hallaba una fibra deshecha tejía otra nueva, confeccionada del cáñamo que él mismo cultivaba, y cuando hallaba un diente roto lo sustituía hábilmente con un nuevo trozo de bambú.

Y esto que él hacía con sus utensilios de labranza, lo hacía la mujer con los utensilios domésticos. Si uno de los potes de barro goteaba, no lo arrojaba y pedía uno nuevo, como hacían otras mujeres, sino que mezclaba arcilla y yeso, soldaba la hendidura, la ponía a calentar lentamente y el pote quedaba como nuevo.

Se quedaban en casa, pues, y complacíanse en la mutua aprobación, aunque sus conversaciones no eran nunca mucho más que palabras sueltas, como éstas:

"¿Reservaste la semilla de la calabaza grande para el nuevo plantío?" O: "Venderemos la paja del trigo y emplearemos la broza de las habichuelas para quemar en la cocina". O, en raras ocasiones, Wang Lung decía: "Este plato de fideos está bueno". Y O-lan contestaba: "Este año tenemos buena harina de los campos".

Del producto de este año afortunado le quedaba a Wang Lung, cubiertas sus necesidades, un puñado de dólares de plata, que no se atrevía a llevar en el cinturón, ni a decir a nadie, excepto a su mujer, que los poseía. Buscaron un lugar donde esconder el dinero, y al fin a la mujer se le ocurrió hacer un agujero en la pared interior, detrás de la cama, y lo metieron en el. Luego con un terrón de tierra tapó el agujero. Nadie hubiera dicho que hubiese allí cosa alguna, pero tanto a Wang como a O-lan aquello les daba una secreta sensación de riqueza y de reserva. Wang Lung, consciente de que poseía más dinero del que necesitaba gastar, caminaba entre sus compañeros en paz consigo mismo y con el mundo.


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