V

El Año Nuevo se avecinaba y en cada casa del pueblo se efectuaban preparativos. Wang Lung fue a la cerería de la ciudad y compró unos cuadriláteros de papel rojo en los cuales había inscripciones doradas: la letra que llamaba a la felicidad, y la que llamaba a la riqueza. Estos cuadros de papel los pegó en sus instrumentos de labor para que le trajesen buena suerte en el Año Nuevo. Los pegó en el azadón, y en el horcajo del buey, y en los dos cubos donde trasegaba los abonos y el agua. Y en todas las puertas de su casa adhirió largas tiras de papel rojo como epígrafes de buena fortuna, y sobre su puerta colocó una cenefa de papel muy fina recortada hábilmente figurando flores. Y aún compró más papel para los vestidos nuevos de los dioses, que, confeccionó el abuelo con mucha gracia, teniendo en cuenta sus viejas manos temblorosas; Wang Lung cogió estos vestidos y se los puso a los dos pequeños ídolos del templo a la tierra, quemando ante ellos un poco de incienso en honor del Año Nuevo. Y, con destino a su casa, adquirió dos velas rojas para colocarlas encima de la mesa y encenderlas en la víspera del año, bajo la imagen de un dios que estaba pegada a la pared del cuarto central, sobre la mesa.

Otra vez, volvió Wang Lung a la ciudad y compró manteca de cerdo y azúcar blanco. La mujer trabajó la manteca hasta dejarla suave y blanca, y cogiendo harina de arroz de su propia cosecha, que habían molido en su molino, al que podían uncir el buey cuando era preciso, y el azúcar blanco, y la manteca, mezcló y amasó riquísimos pasteles de Año Nuevo, llamados pasteles de luna, igual que los que se comían en la Casa de Hwang. Cuando Wang Lung vio los pasteles sobre la mesa, en línea, dispuestos para ser horneados, sintió que el corazón le estallaba de orgullo.

En todo el pueblo no había otra mujer que pudiese hacer lo que la suya había hecho: aquellos pasteles semejantes a los que se comen en las fiestas de los ricos. Algunos dulces los había decorado con tiras de pequeñas acerolas rojas y con discos de ciruelas verdes, secas, formando flores y dibujos.

– Es una lástima comer estos pasteles -dijo Wang Lung. El viejo husmeaba en torno a la mesa, contento como un chiquillo con los brillantes colores.

– Llama a mi hermano, tu tío -dijo-, y a sus hijos. ¡Que vean esto!

Pero Wang Lung se había vuelto prudente con la prosperidad. Sabía que no podía invitar a gente hambrienta nada más que a ver pasteles. Y se apresuró a decir:

– Trae mala suerte mirar dulces antes de Año Nuevo.

La mujer, con las manos polvorientas de la delicada y rica harina, y pegajosas de manteca, exclamó:

– Estos pasteles no son para comerlos nosotros, excepto uno o dos de los sencillos, para que los prueben los invitados. Nosotros no somos bastante ricos para comer azúcar blanco y manteca. Los estoy preparando para la Venerable Señora de la casa grande. Iré con el niño en el segundo día del Año Nuevo y llevaré los pasteles como regalo.

Entonces los dulces adquirieron más importancia que nunca, y Wang Lung se sintió satisfecho de que a aquel salón donde él había entrado con tanta timidez y tan pobremente, fuera su esposa ahora como una visita, llevando a su hijo vestido de rojo, y unos pasteles como aquéllos, hechos de la mejor harina, azúcar y manteca.

Al lado de esto, todo lo demás del Año Nuevo cayó en la insignificancia. El abrigo negro, de tela de algodón, que O-lan le había hecho, sólo sirvió para que Wang Lung se dijese:

Me lo pondré cuando los acompañe hasta la puerta de la casa grande.

E incluso pasó desidiosamente el primer día del Año Nuevo, en que su tío y sus vecinos, muy turbulentos por lo que habían bebido y lo que habían comido, entraron en la casa para felicitarles a su padre y a él. Personalmente había cuidado de que los pasteles fuesen guardados en el cesto, no fuera cosa que hubiera de ofrecerlos a gente ordinaria, pero le costó un gran esfuerzo, cuando los dulces sencillos, los blancos, fueron alabados, no gritar: -¡Habríais de ver los de color!

Pero no lo hizo, porque más que ninguna otra cosa deseaba entrar en la casa grande orgullosamente.

En el segundo día del Año Nuevo es costumbre que las mujeres se visiten unas a otras, habiendo los hombres comido y bebido a su antojo el día anterior.

Se levantaron al alba, y O-lan vistió al niño, poniéndole la túnica roja y los zapatos atigrados que ella misma le había hecho. Y en la cabeza, afeitada por Wang Lung en el último día del Año Viejo, le colocó el sombrero rojo, sin copa, en cuya parte delantera estaba cosido el pequeño Buda dorado. Puso al niño sobre la cama y entonces Wang Lung empezó a vestirse rápidamente, mientras su esposa se peinaba el largo cabello negro, lo recogía con la peineta de cobre y baño de plata que él le había comprado y se ponía su nueva túnica negra, confeccionada de la misma tela que la de él. Ocho varas de buen material para las dos, y otra vara más para colmar la medida, como era costumbre en las tiendas de telas. Y en seguida, llevando él el niño y ella el cesto con los pasteles, emprendieron la marcha por el camino que cruzaba los campos, infructuosos ahora en la esterilidad invernal.

Al llegar a la gran entrada de la Casa de Hwang, Wang Lung se vio recompensado, pues cuando el portero acudió a la llamada de la mujer, abrió mucho los ojos al verlos, se retorció los tres pelos del lunar y dijo:

– ¡Oh, Wang el labrador! ¡Esta vez tres en lugar de uno!

Y viendo las ropas nuevas que llevaban todos, y la criatura, que era un niño, añadió:

– No hay necesidad de desearte más suerte en este año de la que has tenido en el pasado.

Wang Lung contestó indiferentemente, como se le habla a un hombre que apenas es un igual: "Buenas cosechas…, buenas cosechas…", y atravesó la entrada confiadamente.

El portero estaba impresionado por todo lo que veía, y le dijo a Wang Lung:

– Siéntate en mi miserable cuarto mientras yo anuncio a tu mujer y a tu hijo adentro.

Y Wang Lung les vio cruzar el patio a su mujer y a su hijo, llevando regalos para la cabeza de una gran familia. Era todo en honor suyo, y cuando se fueron achicando en la larga perspectiva de los patios construidos uno tras otro, perdiéndoles al fin de vista por completo, entró en la casa del portero y allí aceptó el sitio de honor, a la izquierda de la mesa del cuarto central, que le ofrecía la esposa del guardián, una mujer picada de viruelas, y también aceptó, con sólo una leve inclinación de cabeza, el tazón de té con que lo obsequió, y que Wang Lung colocó ante sí, pero sin beberlo, como si no considerase la calidad de las hojas de te suficientemente buenas para él.

Le pareció que pasaba mucho tiempo hasta que el portero regresó nuevamente, trayendo a la mujer y el niño. Wang Lung miró el rostro de la mujer intensamente durante un momento, tratando de leer en él si todo iba bien, porque había ya aprendido a descubrir en aquella fisonomía impasible pequeños cambios que al principio le pasaban inadvertidos. Pero vio en ella una expresión de hondo contentamiento y en seguida se sintió impaciente por oírle contar lo que había sucedido en aquellas estancias de las señoras, en las que él no podía entrar, y que le interesaban ahora que estaba en relación con ellas.

Así es que saludando escuetamente al portero y a su tosca mujer picada de viruelas, se llevó a O-lan y cogió en brazos al niño, que se había dormido y estaba hecho un ovillo dentro de su abrigo nuevo.

– ¿Y bien…? -preguntó dando vuelta a la cabeza y mirando a O-lan, que le seguía. Por vez primera su lentitud le impacientaba. Ella se le acercó un poco más y dijo bajito:

– Me parece que este año están apurados en esa casa. Hablaba en un tono escandalizado, como se podría hablar de que los dioses tuvieran hambre.

– ¿Qué quieres decir? -dijo Wang Lung, animándola.

Pero ella no se precipitaba. Para ella, las palabras eran cosas que se debían coger una a una y soltar con dificultad.

– La Venerable Señora llevaba la misma túnica que el año pasado. Yo no había visto nunca ocurrir esto. Y las esclavas no tenían vestidos nuevos.

Tras una pausa, añadió entonces:

– No he visto una sola esclava que llevase una túnica nueva como la mía.

Y tras otro silencio, dijo nuevamente:

– Y en cuanto a nuestro hijo, no había una sola criatura de entre las de las concubinas del propio Anciano Señor que se pudiese comparar a él en belleza y atavío.

Una sonrisa lenta se esparció por su rostro, y Wang Lung comenzó a reír y apretó al niño contra su corazón. ¡Qué bien le habían ido las cosas!

De pronto, su exaltación quedó estrangulada por una ráfaga de terror. ¡Qué locura andar, así, bajo el cielo, con un hermoso hijo varón en los brazos, para que cualquier espíritu maligno que pasase pudiera verlo! Se abrió el abrigo rápidamente, escondió la cabeza del niño en su seno y dijo en voz alta:

– ¡Qué lástima que nuestra criatura sea una hembra, que no puede interesar a nadie, y además con viruelas! Pidamos al Cielo que se muera.

– Sí…, si… -dijo su esposa tan aprisa como le fue posible, comprendiendo vagamente lo que habían hecho.

Y confortado con estas precauciones, Wang Lung interrogó nuevamente a su esposa:

– ¿Te has enterado de por qué se están empobreciendo?

– Solamente pude hablar un momento en privado con la cocinera bajo cuyas órdenes trabajaba -replicó ella-, pero me dijo: "Esta casa no puede continuar así toda la vida, con los cinco jóvenes señores gastando el dinero en otros lugares como si fuese agua y mandando a casa mujer tras mujer según se van cansando de ellas, y el Anciano Señor, en su propio hogar, añadiendo una concubina o dos cada año, y la Venerable Señora consumiendo diariamente opio suficiente para llenar dos zapatos de oro".

– ¿Es así? -preguntó Wang Lung, boquiabierto.

– Además, la tercera hija se casará en la primavera -continuó O-lan- y su dote vale lo que el rescate de un príncipe y bastaría para comprar un puesto oficial en una gran ciudad. Sus ropas serán del satén más fino, con dibujos especiales tejidos en Soochow y en Hangchow, y de Shanghai le mandarán un sastre con todo un séquito de oficiales para que su ajuar no sea menos elegante que el de las damas de otros lugares.

– ¿Con quién va a casarse, entonces, que hacen todo ese gasto? -dijo Wang Lung, lleno de admiración y horrorizado por aquel derroche.

– Con el hijo segundo de un magistrado de Shanghai -contestó la mujer, y tras una larga pausa añadió-: Se deben estar empobreciendo, porque la misma Venerable Señora me dijo que querían vender tierras: algunos de los terrenos que hay al sur de la casa, al otro lado de la muralla de la ciudad, donde cada año plantaban arroz, porque es buena tierra y fácilmente irrigada por el foso que circunda la muralla.


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