VI

Este trozo de tierra que ahora pertenecía a Wang Lung cambió notablemente su vida. Al principio, después que hubo sacado la plata de la pared para llevarla a la casa grande, después del honor de hablar como un igual con el Anciano Señor, se sintió invadido de una depresión de espíritu que era casi como un arrepentimiento. Cuando pensaba en el agujero de la pared, vacío ahora y antes lleno de plata, deseaba volver a tener aquel dinero. Al fin y al cabo, aquella tierra requeriría horas de labor, y, como O-lan había dicho, se hallaba a una li de distancia, que es un tercio de milla. Sin contar que el momento de la compra no había tenido la gloria que él esperaba. Había llegado demasiado pronto a la casa grande y el Anciano Señor estaba todavía durmiendo. Y aunque era ya mediodía cuando le dijo al portero en voz alta:

– Decidle al Honorable Anciano que tengo importantes negocios que discutir con él…, que se trata de dinero… -el portero había respondido con aplomo:

– Todo el dinero del mundo no me haría despertar al viejo tigre. Está durmiendo con su nueva concubina, Flor de Melocotón, que posee solamente desde hace tres días. Despertarle me costaría la vida.

Y luego añadió maliciosamente, tirándose de los pelos del lunar:

– No te creas que el dinero le haría moverse. Tiene plata en las manos desde que nació.

Al final, el asunto tuvo que ser ventilado con el agente del Anciano Señor, un bribón aceitoso a cuyas manos se pegaba el dinero que pasaba por ellas. Y le pareció a Wang Lung que, al fin y al cabo, la plata era más valiosa que la tierra. A la plata se la podía ver brillar.

¡Bueno, pero la tierra era suya! Y un día gris del segundo mes se dirigió a inspeccionarla. Nadie sabía aún que le pertenecía a él, y se fue solo a verla. Era un largo cuadrilátero de negra arcilla que se extendía junto al foso que rodeaba a la ciudad. Recorrió esta tierra cuidadosamente: trescientos pies de largo y ciento veinte de ancho. Cuatro piedras marcaban todavía los límites, cuatro piedras con la marca de la Casa de Hwang. Las cambiaría más tarde y pondría en su lugar su propio nombre. Pero todavía no; aún no estaba preparado para que la gente supiera que era lo bastante rico para comprar tierra a la gran casa; lo haría más tarde, cuando fuese más rico aún y no importase lo que hiciera. Y mirando hacia su nueva propiedad, se dijo:

"Para los de la casa grande no tiene ninguna importancia este puñado de tierra, pero para mí su valor es enorme."

Entonces se produjo un brusco cambio en su espíritu y se sintió lleno de desprecio hacia si mismo, porque un pequeño trozo de tierra como aquél le parecía tan importante. Recordó que cuando, orgullosamente, hizo entrega de la plata al agente, éste se limitó a decir con descuido:

– Bueno, aquí hay por lo menos con qué comprarle opio a la señora durante unos días…

Y la enorme diferencia que aún existía entre él y la casa grande le pareció súbitamente insalvable. Se sintió entonces poseído de una rabiosa determinación, y se dijo que llenaría de plata el agujero de la pared una vez, y otra, y otra, y otra, hasta que hubiera comprado tanta tierra de la Casa de Hwang que la suya propia no pareciese a sus ojos mayor que una pulgada.

Y así este trozo de tierra se convirtió para Wang Lung en una meta y un símbolo.

Llegó la primavera con sus vientos agudos y sus nubes desgarradas por la lluvia, y para Wang Lung las fáciles horas del invierno se vieron convertidas en largos días de labor desesperada en las tierras. El viejo cuidaba ahora del niño y la mujer trabajaba con Wang Lung desde la aurora hasta que el crepúsculo caía sobre los campos, de manera que cuando un día Wang Lung descubrió en ella un nuevo embarazo, el primer pensamiento que cruzó su mente fue el de que no podría trabajar durante la cosecha.

– De manera que has escogido esta ocasión para criar nuevamente, ¿eh? -le preguntó con irritación.

– Esta vez no es nada -contestó ella resueltamente-. Solamente es duro la primera vez.

Aparte esto, nada más se dijo sobre la segunda criatura desde que Wang Lung notó su forma al hincharse el vientre de la madre hasta un día de otoño en que O-lan dejó su arado y se dirigió pesadamente hacia la casa. Aquel día, Wang Lung no regresó, ni siquiera para la comida del mediodía, porque el cielo estaba aturbonado y el arroz se hallaba maduro y listo para ser recogido en gavillas. Más tarde, antes de que el sol se pusiera, O-lan regresó a su lado, con el cuerpo afinado, exhausta, pero con el rostro silencioso e impasible. Wang Lung sintió el impulso de gritarle: "Por hoy ya has hecho bastante", pero el dolor de su propio cuerpo rendido le hacía cruel, y se dijo a si mismo que él había sufrido tanto con la labor de aquel día como ella con su alumbramiento, de manera que sólo preguntó entre dos golpes de hoz:

– ¿Es varón o hembra?

Ella contestó con calma:

– Es otro varón.

No se dijeron nada más, pero él se sintió contento y el incesante bajarse y doblarse le pareció menos arduo. Trabajaron hasta que la luna se elevó sobre un hacinamiento de nubes moradas; entonces terminaron el campo y se dirigieron a la casa.

Después de la cena y tras de haberse lavado el cuerpo quemado por el sol con agua fresca y enjuagado la boca con té, Wang Lung fue a ver a su segundo hijo. O-lan se había echado en la cama después de haber hecho la cena y tenía a la criatura a su lado. Era un niño gordo, plácido, sano, aunque no tan grande como el primero. Wang Lung le contempló y luego regresó al otro cuarto muy satisfecho. Otro hijo; y otro, y otro; uno cada año. Pero cada año no podría procurarse huevos encarnados. Era suficiente haberlo hecho por el primero. Hijos cada año; la casa estaba habitada por la buena suerte. Esta mujer no le había traído más que buena suerte… Le gritó a su padre:

– Ahora, anciano, con otro nieto, tendremos que ponerle el grande en su cama.

El viejo estaba encantado. Durante mucho tiempo había querido que el niño durmiese con él y le calentase sus viejos huesos, pero la criatura no quería separarse de su madre. Ahora, sin embargo, parecía comprender, al mirar aquella otra criatura junto a su madre, que tenía que ceder su puesto y se dejó llevar sin protesta al lecho de su abuelo.

Y otra vez las cosechas fueron abundantes, y Wang Lung cambió sus productos por plata y nuevamente la escondió en el agujero de la pared. Pero el arroz que segó de la tierra de Hwang le valió el doble de lo que le produjo el de sus propios terrenos arrocíferos. El suelo de ese campo era húmedo y rico y el arroz crecía en él como la hierba donde no es deseada. Y ahora todo el mundo sabía que aquel campo pertenecía a Wang Lung y en el pueblo se hablaba de hacerle jefe.


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