– ¡Vender la tierra! -exclamó Wang Lung, convencido-. Entonces, realmente se están volviendo pobres. La tierra es nuestra carne y nuestra sangre.

Meditó un instante y de pronto le asaltó un pensamiento y se golpeó la sien con la mano.

– ¡No se me había ocurrido! -gritó volviéndose hacia la mujer-. ¡Compremos la tierra!

Se quedaron mirándose, él encantado, ella estupefacta.

– Pero la tierra…, la tierra… -tartamudeó la mujer.

– ¡La compraré! -gritó él con énfasis señorial-. ¡La compraré a la gran Casa de Hwang!

– Está demasiado lejos -dijo O-lan consternada-. Tendríamos que andar media mañana para llegar a ella.

– La compraré -repitió él tozudamente, como repetiría la petición de un capricho a su madre si ésta se lo negase.

– Es bueno comprar tierra -dijo O-lan pacíficamente-. Es ciertamente mejor que esconder el dinero en una pared de barro. Pero ¿por qué no comprar una parcela de la tierra de tu tío? Está deseando vender el trozo cercano al campo del Oeste que tenemos ahora.

– No quiero esa tierra de mi tío -dijo Wang Lung rotundamente-. Durante veinte años ha estado arrancándole cosecha tras cosecha sin cuidarse de abonarla. Los terrones son pura arcilla. No; compraré la tierra de Hwang.

Dijo "la tierra de Hwang" tan sencillamente como hubiera podido decir la tierra de Ching", el labrador vecino suyo. Estaba dispuesto a ser algo más que un igual de aquella gente tonta y derrochadora de la casa grande. Iría con la plata en la mano y diría simplemente:

– ¿Cuál es el precio de la tierra que quieren vender?

Se oía ya decir ante el propio Anciano Señor y ante su agente:

– Tengo dinero. Contadme como a cualquier otro comprador.

¿Cuál es el precio justo? Lo tengo en la mano.

Y su esposa, antigua esclava en las cocinas de aquella orgullosa familia, sería la mujer de un hombre a quien pertenecía un trozo de la tierra que durante generaciones había engrandecido la Casa de Hwang.

– Comprémosla. Al fin y al cabo, esos terrenos de arroz son buenos, y estando cercanos al foso tendremos agua todos los años. Es una compra segura.

Y nuevamente una sonrisa lenta se dibujó en su rostro, aquella sonrisa que no conseguía nunca iluminar la sombra de sus ojos negros y estrechos. Durante largo tiempo guardó silencio y luego dijo:

– El año pasado, por esta época, yo era una esclava de la Casa de Hwang.

Y continuaron la marcha, gozando en silencio la plenitud de este pensamiento.


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