En torno a las chozas ya no se oían al anochecer más conversaciones ociosas. En los mercados, los puestos de comida estaban vacíos. Las tiendas de seda retiraron sus alegres colgaduras y cerraron la fachada de sus grandes escaparates con gruesas tablas sólidamente ajustadas, de manera que si se pasaba por la ciudad al mediodía era como si la gente se hallase durmiendo.
Por todas partes se murmuraba que el enemigo iba acercándose, y todo el que poseía algo se hallaba atemorizado. Pero Wang Lung no tenía miedo, ni tampoco los moradores de las chozas. No sabían, primeramente, quién era este enemigo, y no tenían, por otro lado, nada que perder, ya que ni sus propias vidas significaban una gran pérdida. Si este enemigo se acercaba, que se acercase: nada para ellos podía ser peor que la situación presente. Pero cada cual iba a lo suyo y nunca hablaban unos con otros abiertamente.
Luego, los encargados de las casas de mercancías dijeron a los trabajadores que arrastraban las cajas de un lado a otro desde la orilla del río, que no necesitaban volver más, ya que actualmente no había nadie para comprar y vender en los mostradores, así es que Wang Lung permaneció día y noche en la choza sin hacer nada. Al principio se alegró, pues parecía que todo descanso era insuficiente a su cuerpo, y durmió pesadamente, como un hombre muerto. Pero si no trabajaba no podía ganar, y al cabo de unos cuantos días los peniques de reserva que poseían se habrían ido. Wang Lung se encontró de nuevo ante el desesperante problema de decidir qué debía hacer, y como si no hubieran caído sobre ellos suficientes calamidades, las cocinas públicas cerraron sus puertas, y los que por aquel medio habían provisto para los pobres, se metieron en sus casas y cerraron la puerta. Y no había comida, ni trabajo, ni nadie pasaba por las calles a quien se le pudiera pedir una limosna.
Entonces Wang Lung cogió a la niña en sus brazos y, sentándose con ella en la choza, la miró dulcemente y dijo:
– Pequeña tonta, ¿te gustaría ir a una casa grande donde hay que comer y que beber y donde te darían un abrigo entero para cubrirte el cuerpo?
La niña sonrió, sin entender lo que se le decía, y levantó la manita para tocar los ojos asombrados de su padre. Wang Lung no pudo soportarlo y le gritó a la mujer:
– Dime, ¿y te pegaban en aquella casa grande?
O-lan contestó sombríamente:
– Todos los días me pegaban.
Y él gritó de nuevo:
– ¿Pero con un cinturón de tela o con un bambú o una cuerda? Y ella contestó con la misma voz muerta:
– Era con una correa de cuero que había servido de cabestro a una de las mulas. Estaba siempre colgada en la pared de la cocina.
Bien comprendía él que O-lan sabía lo que estaba pensando. Pero se acogió a una última esperanza y dijo:
– Esta niña nuestra es una linda doncellita. Dime, ¿les pegaban también a las esclavas bonitas?
Y O-lan contestó indiferentemente, como si le tuviera sin cuidado una cosa u otra:
– Si, o las llevaban a la cama de un hombre, según les diera el capricho, y no a la de uno solo, sino que la entregaban a cualquiera que la deseaba aquella noche. Los jóvenes señores disputaban y reñían por una esclava o por otra y decían: "Bueno, si él esta noche, yo mañana, y cuando todos por igual estaban cansados de una esclava, los criados reñían y se disputaban por lo que los señores habían dejado: y todo esto antes de que la esclava hubiera salido de la niñez… si era bonita.
Entonces Wang Lung gimió apretando a la niña contra si. y dijo muchas veces suavemente:
– ¡Oh pequeña tonta…! ¡Oh pobre tontita!
Pero para sus adentros estaba llorando como llora un hombre que se ve cogido en una inundación y no puede detenerse a pensar.
"No hay otro camino… No hay otro camino…”
De pronto se oyó un ruido como si los cielos se abriesen, y todo el mundo se echó instintivamente al suelo y se ocultó la cara, pues parecía como si este espantoso ruido fuera a aplastarlos a todos. Wang Lung cubrió con la mano el rostro de la niña, ignorando qué horror podía surgir de aquel estrépito, aparecer ante ellos, mientras el anciano le decía al oído: "Esto si que no lo había oído en todos mis años", y los dos muchachos chillaban de terror.
Pero cuando se hizo el silencio, tan rápidamente como había cesado, O-lan dijo:
– Lo que había oído decir que ocurriría, acaba de ocurrir. El enemigo ha roto las puertas de la ciudad.
Y antes de que nadie pudiera responderle, un grito recorrió toda la ciudad, un aullido ascendente de voces humanas, débil al principio como el viento de una tormenta que se acerca, luego recogido en un hondo rugir que llenaba las calles.
Wang Lung estaba sentado muy erguido en el suelo de su choza, y un terror extraño circuló por su carne y lo sintió bullir en las raíces de sus cabellos. Todos estaban sentados como él y se miraron unos a otros esperando no sabían qué. Pero solamente se oía el alboroto de los grupos humanos que se iban formando y los gritos de cada hombre.
Luego oyeron al otro lado de la muralla y no lejos de ellas el ruido de una gran puerta que rechinaba y crujía sobre sus goznes al abrirse a la fuerza, y de pronto el hombre que en cierta ocasión había hablado con Wang Lung al anochecer, mientras fumaba su corta pipa de bambú, metió la cabeza dentro de la choza y gritó:
– ¿Y todavía estáis ahí sentados? ¡Ha llegado la hora! ¡Las puertas del hombre rico se han abierto para nosotros!
Y como por arte de magia, O-lan desapareció, escabulléndose bajo el brazo tendido del hombre, mientras éste hablaba.
Wang Lung se levantó, despacio y medio atontado, puso a la niña en el suelo y salió fuera. Ante la férrea verja de la casa del hombre rico se apretujaba una clamorosa multitud de gente del pueblo y avanzaba dando ese ronco aullido de tigre que se había alzado de las calles hinchándose y creciendo. Wang Lung comprendió que ante todas las puertas de todos los ricos se apretaba ahora un muchedumbre así de hombres y mujeres que habían estado hambrientos y oprimidos y ahora podían hacer, por el momento, lo que les viniese en gana. Las grandes puertas se habían abierto y la gente avanzaba en masa tan apretada que se movía como un solo cuerpo. Wang Lung se vio cogido en el torbellino de un grupo que llegaba queriéndose unir al grupo delantero, de manera que, deseándolo o no, se vio forzado a avanzar con él aunque él mismo no sabía hacía dónde se inclinaba su voluntad, tan atónito estaba por lo sucedido.
Así, fue arrastrado por la muchedumbre y atravesó la entrada de la casa con los pies tocándole apenas el suelo por la presión de aquella gente que rugía sin cesar como una bestia furiosa. Pasó habitación tras habitación, hasta llagar a los interiores, pero no vio a ninguno de los hombres y las mujeres que habían vivido en aquella casa. Diríase un palacio muerto a no ser por los lirios tempranos que florecían entra las rocas del jardín y por las flores primaverales con que los árboles vestían sus ramas. Pero en los cuartos había comida sobre las mesas y en las cocinas ardía el fuego. Aquella muchedumbre amaría bien las moradas de los ricos, pues pasó de largo por las primeras estancias, donde viven los sirvientes y los esclavos y donde se hallan las cocinas, y siguió hacia las estancias interiores, donde los señores y las damas tienen sus lechos fastuosos, sus áreas de laca negra, roja y dorada, sus cajas llenas de ropas de seda, las mesas y sillas labradas y las paredes adornadas con pintados papeles. Y sobre estos tesoros se lanzó la muchedumbre, cogiendo lo que podía, arrancándoselo unos a otros, abalanzándose sobre todo lo que aparecía al abrir una nueva caja o un nuevo gabinete, de manera que ropas, cortinas y platos pasaban de mano en mano, cada cual arrebatando a otro sus posesiones y nadie deteniéndose a contemplar las propias.
En aquella confusión, solamente Wang Lung no se apoderó de nada. Jamás había tocado lo que era de otro y tampoco ahora podía hacerlo. así es que se mantuvo pasivamente en mitad de aquel tumulto, zarandeado de aquí para allá, y luego, cuando fue haciéndose dueño de si mismo, empezó a empujar perseverantemente hacia fuera del grupo hasta quedar a un extremo. Ahora podía ver dónde se hallaba.
Encontrábase al fondo de una de las estancias interiores donde habitan las damas de los ricos; la puerta de atrás estaba abierta de par en par, una de aquellas puertas que durante siglos y siglos han tenido los ricos para sus fugas y que se llama puerta de la paz. A través de ella se habían indudablemente escapado aquel día los habitantes de la mansión, escondiéndose por las calles y prestando oído al griterío de la turba que asaltaba su casa. Pero, debido a su talla o a la pesadez de su sueño, un hombre no había podido huir y Wang Lung lo encontró en una habitación interior vacía en la que el populacho había entrado y vuelto a salir. Este hombre, que había estado escondido en algún lugar secreto, no fue descubierto, y ahora, creyéndose solo, había salido sigilosamente, dispuesto a escapar.
Era un individuo gordo y voluminoso, ni viejo ni joven, y había estado tendido desnudo en la cama, sin duda con una mujer bonita, pues su cuerpo desnudo asomaba a través de un ropaje de satén morado que ceñía en torno de si. Los amarillentos rollos de sus carnes formaban dobleces sobre sus pechos y sobre su vientre, y en las montañas de sus mejillas los ojos aparecían pequeños y hundidos como los de un cerdo. Cuando vio a Wang Lung se puso a temblar de pies a cabeza, chillando como si estuvieran desollándolo, y Wang Lung, que no llevaba arma alguna, se le quedó mirando asombrado y con ganas de echarse a reír ante la escena. Pero el robusto individuo cayó ante él de rodillas y, dándose con la cabeza en las losetas del suelo, gritó:
– ¡Salva una vida! ¡Salva una vida! ¡No me mates y te daré dinero, mucho dinero!
La palabra "dinero" proyectó al instante en la manta de Wang Lung una claridad penetrante. ¡Dinero! Si, él necesitaba dinero. Y de nuevo vio claramente y oyó como una voz que dijese: "Dinero… La niña salvada… ¡La tiene!"
Y gritó con una voz dura, como no creía que él pudiera tener: ¡Dame el dinero, pues!
El hombre se levantó del suelo y, buscando en el bolsillo del manto, sacó las manos chorreando oro. Wang Lung cogió el extremo de su túnica para recibirlo, y gritó de nuevo:
– ¡Dame más!
Y otra vez las manos del hombre aparecieron llenas de oro y sólo dijo:
– Ahora ya no hay más y no me queda otra cosa que mi vida miserable.
Empezó a llorar y las lágrimas le corrían como aceite por las colgantes mejillas.