Wang Lung, mirándole temblar y gemir, sintió de pronto que le aborrecía como no había aborrecido nada en este mundo, y le gritó estremeciéndose con toda la repugnancia que sentía hacia él:

– ¡Fuera de mi vista si no quieres que te mate, gusano asqueroso!

Así le gritó Wang Lung, aunque era hombre tan tierno de corazón que no podía matar ni a un buey. Y el hombre echó a correr como un perro y desapareció.

Entonces Wang Lung se encontró solo con el oro. No se detuvo a contarlo, sino que se lo metió en el pecho y, saliendo por la puerta de la paz a las estrechas callejas sobre las que ésta se abría, se dirigió a la choza. Iba apretando contra su seno aquel oro que aún guardaba el calor del cuerpo de otro hombre, y se repetía una y otra vez:

"Regresamos a la tierra, ¡Mañana regresamos a la tierra!"


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