Pasaron diez semanas entre el día en que lo Victor Arledge recibió la visita de Kerrigan y el de la partida, y durante aquella temporada, por otra parte impregnada de un encanto poco común, aquél se vio obligado a alterar su pausado modo de vida y ello le produjo algunos trastornos. No es que se sintiera nervioso ante la perspectiva de un largo viaje de cuya suerte ya empezaba a dudar, pero la agitación y el desbarajuste que por todas partes le agobiaban; las reuniones, de todo punto innecesarias, que los expedicionarios franceses convocaban insistentemente en un obstinado afán por agotar el tema y prever las sorpresas y a las que se vio obligado a asistir; los insaciables reporteros que solicitaban entrevistas (justo es reconocerlo: también él las concedía); y, sobre todo, el gran malestar que le producían sus ardientes, obsesivos e impotentes deseos de borrar de la lista de pasajeros a Léonide Meffre, hicieron que, muy a su pesar, la desazón y el caos reinaran en su diminuto piso de la rue Buffault. Esperaba con ansiedad la fecha señalada para zarpar, no sólo por el viaje en sí, que por capricho de los pasajeros (que al fin y al cabo costeaban la expedición casi en su totalidad) incluía un breve crucero por el Mediterráneo desde Marsella hasta Esmirna, con escalas en Italia y Grecia, para regresar, bordeando la costas del norte de África, hasta Gibraltar: entonces adentrarse en un océano escandalosamente vasto, sino también por la satisfacción -que le depararía el día de la marcha- de encontrarse con sus buenos amigos Esmond y Clara Handl, los dos comediógrafos más brillantes e ingeniosos que Inglaterra había dado hasta el momento. Conversadores deliciosos e infatigables, sus libretos de canciones eran conocidos por toda Europa y parte de América, y su presencia a bordo, tan dichosa para Arledge que ya la saboreaba de antemano, daba a la travesía un toque de amenidad y agudeza que la hacía aún más prometedora. Confiaba Arledge, además, en que una vez puestos los pies en el barco, podría instalarse confortablemente en un camarote, recobrar su natural y pacífico ritmo de vida y dedicarse a pasear por cubierta con sus mejores galas siempre y cuando el cielo y el vaivén del velero lo aconsejaran. Todo esto hizo que su paciencia, inquebrantable y duradera por lo general, empezara a agotarse. Durante la espera se vio forzado a mantener contacto con personas que no eran de su agrado, a contestar numerosas cartas de editores alemanes, polacos, españoles e italianos que al saber de su participación en la aventura le escribían con el fin de contratar los derechos de traducción sobre la novela que, como era de esperar, escribiría a su regreso; tuvo que hacer un enojoso recorrido en tren para despedirse de sus padres, y otro, en un pequeño buque de vapor, para hacer lo propio con su hermana; y durante cinco días no pudo salir de su casa, ocupado en ordenar y archivar sus papeles, esparcidos sin concierto por mesas, cajones, carpetas y secretaires.
Huelga decir que Arledge no tuvo nada que a ver con los preparativos y la organización del viaje: para eso estaban los expertos y Arledge se limitó a escuchar, de vez en cuando, las quejas de Kerrigan, que se desahogaba con él cuando las dificultades que iban sucediéndose parecían insuperables. Gracias a él supo que el gobierno inglés, a través de una empresa privada, había aportado una considerable cantidad de dinero, y que casas de tejidos, pieles, jabones, calzados, patines, bujías, raquetas, alimentos, fósforos, bebidas alcohólicas y un sinfín de artículos más habían ofrecido sus productos completamente gratis, con lo cual los gastos de los expedicionarios se reducían sensiblemente. Supo también que Kerrigan había tenido grandes problemas para encontrar tres docenas de poneys de Manchuria, bestias que se le antojaron, en el momento, un tanto inadecuadas para sus propósitos; y durante aquellos días estaba tan harto de preámbulos y tan deseoso de emprender la marcha que se abstuvo de preguntar cuál era su finalidad. Recibió la desagradable visita de un sastre, petulante y ambicioso, encargado de confeccionar los fuertes ropajes que habrían de utilizar al llegar a las zonas frías, y la de un zapatero, cordial en exceso, que le calzó con gran destreza y sin previo aviso, sin que Arledge pudiera impedirlo, varios pares de botas casi informes por su extremada sencillez y su desmedido grosor, tras de lo cual, sin ningún motivo aparente que lo justificara, pues todas ellas, a pesar (o quizá por ello) de los defectos reseñados, eran igualmente cómodas y cálidas, apartó dos pares de color hueso y decidió adjudicárselos. Desfilaron por su casa, asimismo, un médico, que lo sometió a un severo reconocimiento; diversos funcionarios del gobierno que trataron de cobrarle impuestos especiales sin resultado alguno a pesar del admirable despliegue que de términos burocráticos y amenazas hicieron; un empleado de Franchard cuyo objetivo era lograr un seguro de vida de elevado presupuesto; su banquero; su notario, que, alarmado por su partida, insinuó la conveniencia de dejar hecho testamento antes de que se embarcara en tan arriesgada aventura, y un largo etcétera de personajes más, como Arledge los llamaba: viles estafadores y advenedizos protegidos por las leyes, a los que primero escuchó con indiferencia y más tarde despachó sin contemplaciones y con no muy buenos modales.
Pero no todo fue malestar: durante aquellos dos meses y medio Arledge gozó de la compañía de Kerrigan con más frecuencia de la acostumbrada. Poco sabía de él, pero su conversación, y más aún los relatos con que le obsequiaba, expuestos siempre de la manera más abstracta que pueda concebirse y sin localizar nunca ni en el tiempo ni en el espacio, representaban para Arledge un libro interminable de aventuras y peligros que hacía revivir con toda intensidad las emociones suscitadas por sus lecturas de infancia; y la imaginación de Arledge, a falta de datos concretos que le permitieran situar sus andanzas en algún punto determinado del globo, le presentaba la audaz figura de Kerrigan en los más variados escenarios o atuendos; tan pronto lo veía con una gorra blanca de capitán surcando los mares de China como vistiendo un uniforme gris en Vicksburg, burlando a los aduaneros de Liverpool o junto a los anarquistas de la Mano Negra, en medio de los desiertos árabes o vagando por los muelles de cualquier ciudad portuaria del mundo, cicerone en Florencia en compañía de bellas damas, como único superviviente de la voladura del Maine o con Gordon Bajá en el Sudán. De él sólo sabía cuatro cosas seguras: que era americano, que en su primera juventud había trabajado como piloto de un barco de vapor en el río Mississippi, que en una ocasión había sido protagonista de una apasionada historia de amor -aunque por desgracia desconocía los pormenores, trágicos sin duda-, y que había descubierto una isla en el Pacífico de cuya existencia sólo Kerrigan sabía y que guardaba algo muy querido para él, motivo de extraños viajes y largas ausencias. Aquello era todo lo que las disimuladas y corteses indagaciones de Arledge habían podido averiguar: su familia, su pasado, sus ocupaciones, y por encima de todo, el origen de su fortuna, necesariamente inmensa, que le permitía vivir con holgura sin tener que hacer nada en absoluto, todo ello era un misterio por desvelar. Su inglés, muy maleado seguramente por los constantes viajes, conservaba aún, sin embargo, un acento que delataba su elevada procedencia social, y su conversación, siempre ágil e ingeniosa, revelaba unos conocimientos difíciles de adquirir entre océanos, desiertos, batallas y conspiraciones. Aunque el blanco y el amarillo se confundían en su cabello y en su frondoso bigote, no debía de rebasar los cincuenta años, y su figura, todavía esbelta y erguida, hacía pensar en menos. Su manera de vestir, llamativa en exceso, denotaba cierta falta de buen gusto y sus incondicionales botas altas hacían demasiado ruido al andar, pero lo que a ademanes y a costumbres se refiere era un perfecto caballero sin tacha. Su popularidad en París, ciudad en la que residía desde 1899, era enorme, y su presencia, requerida en las grandes ocasiones, hacía las delicias de insoportables damas entradas en años que, como Mme D' Almeida, alimentaban sin tregua su vanidad y ponían en peligro su vida, merced a sus indiscretos comentarios, con más frecuencia de la deseada.