Kerrigan, sin embargo, no se llevaba muy bien con la mayoría de los ilustres expedicionarios franceses; él gozaba de sus simpatías pero ellos no de la suya. Solía tratarlos con una reservada tolerancia que a veces rayaba en un soterrado desprecio que se manifestaba mediante un repentino laconismo que los demás tomaban por excentricidad, cuando más bien respondía -eso al menos intuía Arledge- a un estado de tremenda desilusión y tristeza. En tales momentos nada podía hacerle recuperar su amplia sonrisa; buscaba un sillón y permanecía allí durante largo rato, casi acurrucado, meditativo; su mirada despedía insatisfacción por todo lo que había a su alrededor. Estos mutismos, que por lo general iban seguidos de una de sus súbitas partidas hacia tierras bañadas por el mar, eran escasos, pero en los meses que precedieron a su visita matinal a la rue Buffault se habían hecho más frecuentes, suceso tal vez motivado por un artículo sobre los americanos instalados en Europa que había aparecido poco antes, bajo pseudónimo, en una revista británica y en el que le eran dedicadas unas frases descorteses («…envejecido hombre de acción, intenta que la atención recaiga sobre su persona mediante la explotación de pequeñas incógnitas que rodean a su vida, cuando su imagen, tras cinco años de sosegada y confortable estancia en París, se ha convertido en la de un potentado en conservador de la sociedad de medianoche, falto de ambiciones y enemigo del riesgo…»), y por ello, dejando de lado la natural excitación que su plan, una vez aceptado, despertó en Arledge, éste no pudo dejar de sentir una inmensa alegría al contemplarle de nuevo lleno de vitalidad y entusiasmo, derrochando energías, los ojos brillantes. Este desdén por el resto de los viajeros llevó a Kerrigan a confiar al escritor inglés afincado en Francia los problemas con que se iba topando a medida que el tiempo avanzaba y la fecha señalada se aproximaba; y aunque Arledge no podía ayudarle a resolverlos, le ofrecía la oportunidad de retroceder en el pasado y de regresar a los paisajes en que había transcurrido su juventud, con lo que su momentáneos abatimientos encontraban un rápido fin. La distante amistad de Arledge y Kerrigan se intensificó y se hizo más cordial durante aquella temporada, sin que ello significara que los extremos siempre molestos que invitan a la confianza fueran alcanzados.

A esta serie de inconvenientes e incentivos (todos ellos de idéntica consecuencia: avivar el deseo de partir) se añadió, entre los segundos, uno que, enriquecido por una mala costumbre, llegó a arrebatarle el sueño a Arledge más de una noche. La curiosidad, pues de ella se trataba, fue en Victor Arledge, desde niño, más que una característica, un método, y entre sus futuros compañeros de viaje había un personaje que llamaba su atención en este sentido con más fuerza de lo normal. Era un expedicionario inglés, residente en Londres, llamado Hugh Everett Bayham, pianista joven y prometedor, hijo de un acomodado terrateniente, asiduo de la vida nocturna londinense, casado con la conocida actriz Margaret Holloway. Pero no eran estos datos, vulgares y carentes de atractivo, los que hacían que los oídos de Arledge se agudizaran cada vez que aquel nombre era mencionado en su presencia. Poco antes de que Kerrigan concibiera la realización de aquella travesía, Arledge había recibido una larga carta de Esmond Handl -solían escribirse aproximadamente cada dos meses- en la que le hablaba de Bayham y de un extraño suceso que había tenido lugar en torno a él. Cuando Arledge tuvo noticia de ello sintió impulsos de trasladarse a Londres y, por medio de Handl, ponerse en contacto con Bayham, tal era el misterio que rodeaba a su persona; pero la pereza, tan arraigada en él como la curiosidad si no más, le disuadió, y aquel asunto cayó en el olvido; mas no por mucho tiempo: una semana después de haber firmado la tarjeta que decidía su participación en la aventura del Tallahassee Kerrigan le anunció que cuatro músicos ingleses habían dado su conformidad para ser parte integrante de la expedición. Y uno de ellos era Hugh Everett Bayham. Desde entonces, espoleado por la perspectiva de un encuentro con él, el interés de Arledge no sólo volvió a aparecer sino que se fue incrementando a medida que los días se sucedían. La carta de Handl fue rescatada de entre sus gigantescas pilas de correspondencia, ocupó un lugar privilegiado en su mesa de trabajo y fue releída con regularidad.

"Mi querido amigo:

Por una vez voy a poder omitir las noticias consabidas y monocordes con que acerca de nuestras actividades y progresos te suelo atosigar. En esta ocasión tengo algo mucho más interesante que contar y estoy seguro de que el relato que voy a ofrecerte será de tu agrado; ello permite que por adelantado goce de tu agradecimiento. Sin embargo, antes de nada, y para que esta carta no resulte demasiado extraña a tus ojos, te diré que Clara se encuentra en perfecto estado de salud después de una ligera afección pulmonar que la retuvo en cama: durante diez días y que todo marcha muy bien entre nosotros, que Adiós, querida Bárbara cosecha éxitos diarios de público y de crítica, que, Margaret Holloway ha accedido a pasarse por una vez a la comedia e interpretar el papel principal de nuestra próxima obra al lado de Roger Gaylord, y que te deseo gloria y vítores en el teatro Antoine. Y una vez demostrado que soy yo y no un impostor el que escribe, pasaré a narrarte las inauditas jornadas de Hugh Everett Bayham, buen amigo -si bien reciente-, músico de indudable talento, hombre de gran imaginación -aunque no desmesurada-, figura continental del momento, de quien, como recordarás, ya te hablé en mi última carta con motivo de nuestra presentación.

Pues bien; Bayham gusta de dar largos paseos nocturnos, a solas, por las calles de nuestra ciudad; y esta afición se convierte en hábito cuando su velada ha consistido en una de sus algo teatrales, un tanto aparatosas y sin duda agotadoras actuaciones. Hace un par de semanas, después de un apoteósico concierto (Brahms y Clementi) y de los naturales agasajos que lo sucedieron, Bayham, como ya va siendo costumbre, se despidió de todos a las puertas del salón de conciertos, montó en un coche con su esposa y, tras dejarla en casa, se dispuso a dar su obligado paseo. Poco podíamos imaginar entonces que durante los cuatro días siguientes habríamos de emplear todas nuestras fuerzas (dignas de otra clase de actividades, menos inquietantes y más reposadas) en hallar su paradero. En efecto, Margaret Holloway se despertó sola en el lecho aquella mañana, y desde aquel instante ninguno de sus conocidos pudimos vivir tranquilos. Margaret nos obligó a dar una batida por calles, establecimientos públicos y hogares privados (omitiré mis pesquisas, llenas de infortunios y de embarazosas situaciones en las que una persona como yo nunca debería encontrarse), y al segundo se avisó a la policía, la cual, con más experiencia en esta clase de asuntos y con mejores medios que nosotros, obtuvo idéntico resultado.

Finalizaba el cuarto día con Margaret presa de un lamentable ataque de histeria cuando Bayham se presentó en mi casa (allí se encontraba su esposa, sollozando) limpio, fresco e impecablemente vestido. Sonrió cuando yo le abrí la puerta, estrechó mi mano mientras me preguntaba a qué se debía el cansancio que denotaba mi rostro, pasó al salón, abrazó con cariño pero sin calor a Margaret y, una vez que todos nos hubimos sentado ante sus ruegos y mientras él saboreaba un cigarro que había sacado de su chaqueta, empezó a hablar de la siguiente manera:

'Supongo, mis queridos amigos, a juzgar por el cuadro que acabo de contemplar al entrar en esta casa, que tendré que dar una explicación detallada de lo sucedido; y dado que mi figura, si no popular, sí es conocida, me alegro de que esta primera versión de los hechos que naturalmente le dedico a mi esposa, tenga también otros oyentes. Quizá, de esta forma, me ahorre más de una repetición del relato, el cual, no me cabe la menor duda, interesará vivamente a nuestras amistades, que tanto se han preocupado por mí durante mi ausencia y que por ello mismo, me temo, exigirán una relativa satisfacción; por este motivo, y sin que esté en mi animo causarles la menor molestia, les guardaré eterno agradecimiento si nos eximen a Margaret y a mí, todavía excitados y nerviosos por los acontecimientos, de esta obligación que, pese a su indiscutible encanto, puede llegar a resultar, al cabo del tiempo, sumamente aburrida.'


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