El caballo rodeó la siguiente curva, e Isabella sintió que el aire abandonaba su cuerpo. Estaba allí. Lo había hecho. El castello era real, no un producto de la imaginación de alguien. Se elevaba en la falda de la montaña, parte roca, parte mármol, un enorme armatoste, un palazzo imposiblemente grande y extenso. Parecía maligno en el crepúsculo creciente, mirando con ojos vacíos, las filas de ventanas asustaban con el viento azotador. La estructura tenía varios pisos de altura, con largas almenas, altas y redondeadas torrretas, y grandes torres. Podía divisar grandes leones de piedra que guardaban las torres, gárgolas de piedra con afilados picos posadas sobre los aleros. Ojos vacíos pero que todo lo veían miraban en todas direcciones, observándola silenciosamente.
Su yegua cambió de posición nerviosamente, avanzando de lado, echando hacia atrás la cabeza, poniendo los ojos en blanco de miedo. El corazón de Isabella empezó a martillear tan ruidosamente que tronaba en sus oídos. Lo había hecho. Debería haberse sentido aliviada, pero no podía suprimir el terror que fluía en su interior. Había hecho lo que decían que era imposible. Estaba en una tierra puramente salvaje, y cualquiera que fuera el tipo de hombre que vivía aquí era tan indomable como la tierra sobre la que reclamaba su dominio.
Alzando la barbilla, Isabella se deslizó de la grupa del caballo, sujetándose a la silla de montar para evitar caer. Sus pies estaban entumecidos, sus piernas temblorosas, negándose a sostenerla. Permaneció en pie un largo rato, respirando profundamente, esperando recobrar sus fuerzas. Levantó la mirada hacia el castello, se mordió con los dientes el labio inferior. Ahora que estaba en realidad allí, ahora que le había encontrado, no tenía ni idea de lo que iba a hacer. Blancos látigos de niebla serpenteaban alrededor de las columnas del palazzo, creando en extraño efecto. La niebla permanecía en el lugar, aparentemente anclada allí apesar de la ferocidad con que el viento la golpeaba a ellla.
Llevó el caballo tan cerca del castello como pudo, atando las riendas con seguridad, no deseaba perder al animal, su única vía de escape. Intentó palmear los pesados flancos de la yegua, pero sus manos eran torpes y ardían por el frío.
– Lo hicimos. – Susurró suavemente. - Grazie.
Encogiéndose más profundamente en su capa, tiró de la capucha hacia arriba para que le rodeara la cabeza y fue tragada por la prenda. Tropezando en el viento cruel, logró llegar con esfuerzo a los pronunciados escalones. Por alguna razón había estado segura de que el castello estaría en mal estado, pero los escalones eran de un sólido y brillante mármol bajo sus pies. Resbaladizos por las diminutas partículas que había sobre ellos.
Enormes cabezas de león estaba talladas en las grandes puertas dobles, incongruentes tan adentro de la salvaje tierra alpina. Los ojos parecían feroces, las melenas peludas, y los grandes hocicos abiertos de par en par, revelando los colmillos. El llamador estaba dentro de una boca, y estaba obligada a introducir la mano entre los dientes. Tomando un profundo aliento, la introdujo, cuidando de no cortarse con los afilados bordes. Dejó caer el llamador, y el sonido pareció vibrar a través del palazzo mientras el viento azotaba las ventanas, furioso porque ella hubiera escapado al interior de la comparativa protección de la fila de columnas y contraventanas. Temblando, con piernas débiles, se inclinó contra la pared y encogió las manos dentro de su capa. Estaba dentro de los muros del castello. Sabía que él estaba en casa. Le sentía. Oscuro. Peligroso. Un monstruo a la espera… estaba observándola. Sentía sus ojos sobre ella, ojos malévolos, maliciosos, venenosos. Algo malvado acechabá en las entrañas del palazzo, y con su particular sensibilidad, ella lo sentía como un puño alrededor de su corazón.
La compulsión de correr de vuelta a la furia de la tormenta era fuerte. Su instinto de conservación le decía que permaneciera en el refugio del enorme castello, pero apesar de ello, todo en su interior se alzaba en rebelión. No podía obligarse a llamar de nuevo. Incluso su tremenda fuerza de voluntad pareció abandonarla, y ya se volvía hacia el viento azotador, preparada para probar suerte allí. Entonces Isabella refrenó con fuerza su caprichosa imaginación. No iba a dejarse invadir por el pánico y huir de vuelta a su caballo. Ya aferraba el pesado llamador, clavándose las uñas con fuerza para mantenerse en su lugar.
El chirrido de la puerta la advirtió. Suave. Amenazador. Prohibitivo. Un portento de peligro. El interior era incluso más oscuro. Un hombre ya entrado en años, vestido de un negro severo, aguantó su mirada con ojos tristes.
– El Amo no verá a nadie.
Isabella se congeló donde estaba. Segundos antes nada había deseado más que huir de vuelta a su caballo y montar alejándose lo más rápido posible. Ahora estaba molesta. La tormenta estaba creciendo con frenesí, hojas se hielo golpeaban la tierra, cristales blancos cubrían el suelo casi instantáneamente. Cuando la puerta se deslizó para cerrarse, metió una pierna enfundada en una bota en la grieta. Metiéndose las manos heladas en los bolsillos, tomó un profundo aliento para calmar el temblor de su cuerpo.
– Bueno, tendrá que cambiar de opinión. Debo verle. No tiene alternativa.
El sirviente permaneció impasible, mirándola fijamente. Ni se apartó de su camino ni abrió más la puerta para permitirla entrar.
Isabella se negó a apartar la mirada de él, negándose a ceder a las terribles advertencias que le gritaban que huyera mientras todavía tuviera oportunidad. La tormenta estaba ahora en su apogeo, el viento aullador atiborrado de trozos de hielo parecía lanzarse contra el refugio que ofrecía la cobertura de la entrada.
– Debo dejar mi caballo en su establo. Por favor condúzcame inmediatamente. – Alzó la barbilla y miró hacia abajo al sirviente
El criado dudó, miró al interior oscurecido, y después se deslizó hacia afuera, cerrando la puerta tras él.
– Debe abandonar este lugar. Váyase ahora. – Estaba susurrando, con ojos inquietos y sus manos nudosas temblorosas. – Váyase mientras todavía pueda.
Había desesperación en sus ojos, súplica. Su voz era un simple hilillo, casi imposible de oír entre el amargo aullido del viento.
Isabella podía ver que la advertencia era genuina, y su corazón tartamudeó de miedo. ¿Ese hombre era tan terrible como para que este hombre la enviara fuera a una ventisca helada para que corriera el riesgo con la cruda naturaleza en vez de dejarla entrar en el palazzo? Donde sus ojos habían estado antes vacíos, ahora estaban llenos de trepidación. Le estudió durante un momento, intentando juzgar sus motivos. Poseía una tranquila dignidad, un orgullo feroz, pero podía oler su miedo. Rezumaba por sus poros como sudor.
La puerta se abrió sólo una grieta, no más. El sirviente se irguió. Una mujer mayor asomó su cabeza de pelo gris.
– Betto, el amo ha dicho que ella puede entrar.
El sirviente se tambaleó sólo una fracción de segundo, su mano se apoyó en el marco de la puerta para reafirmarse, pero después hizo una reverencia.
– Me ocuparé de su caballo yo mismo. – Su voz fue lacónica, sin revelar ninguna emoción en absoluto al ser atrapado en una mentira.
Isabella levantó la mirada hacia las altas paredes del castello. Era una fortaleza, nada menos. Las grandes puertas eran enormes, gruesas y pesadas. Elevó la barbilla, y cabeceó hacia el viejo.
– Grazie tanto por preocuparse tanto por mí. – Por advertirme. Las palabras no pronunciadas permanecieron entre ellos.
El hombre arqueó una ceja. Ella era claramente una aristócratica. Las mujeres como ésta raramente se fijaban en un criado. Le sorprendió que no le recriminara por su mentira. Parecía haber entendido que había sido un desesperado intento de ayudarla. De salvarla. Se inclinó de nuevo, dudando levemente antes de volverse hacia la helada tormenta, después cuadró los hombros con resignación.