Isabella cruzó el umbral. La alarma estalló en su corazón con un batacazo salvaje. Un espeso hedor a maldad permanecía en el castello. Era una nube, gris, taciturna, afilada por la malicia. Tomó un profundo y tranquilizador aliento y miró a su alrededor. La entrada era bastante espaciosa, ardían cirios en alguna parte para iluminar el gran vestíbulo y disipar la oscuridad que había vislumbrado. Cuando entró, un viendo azotó corredor abajo, y las llamas saltaron en una danza macabra. Un siseo de odio acompañó al viento. Un siseo audible de reconocimiento. Fuera lo que fuera la había reconocido tan seguramente como ella a él.
El interior del castello estaba inmaculadamente limpio. Espacios amplios y altos cielorasos daban la impresión de una gran catedral. Una serie de columnas se elevaban hacia los techos, cada una ornamentalmente labrada con criaturas aladas. Isabella pudo ver las apariciones aleteando su camino hacia arriba. El castello atrapaba los sentidos… el rico trabajo artesanal, la impresionante estructura… aunque era una trampa para los incautos. Todo en el palazzo era hermoso, pero algo sobrenatural observaba a Isabella con terribles ojos, vigilándola con malévolo odio.
– Sígame. El Amo desea que le asigne una habitación. Se espera que la tormenta dure varios días. – La mujer le sonrió, una sonrisa genuina, pero sus ojos contenía un indicio de preocupación. – Soy Sarina Sincini. – Se quedó allí un momento esperando.
Isabella abrió la boca para presentarse, pero no emergió ningún sonido. Enseguida fue consciente del silencio absoluto del palazzo. Ni crujidos de madera, ni pasos, ni murmullos de sirvientes. Era como si el castello estuviera esperando a que pronunciara su nombre en voz alta. No le daría su nombre a este horrendo palazzo, una entidad viva que respiraba maldad. Le cedieron las piernas y se sentó abruptamente sobre los azulejos de mármol, cerca de las lágrimas, dominada por un oscuro temor que era una piedra en su corazón.
– Oh, signorina, debe estar tan cansada. – la Signora Sincini inmediatamente enroscó un brazo alrededor de la cintura de Isabella. – Permítame ayudarla. Puedo llamar a un criado para que la lleve si es necesario.
Isabella sacudió la cabeza rápidamente. Temblaba de frío y debilidad por el hambre y el terrible viaje, pero la verdad era que había sido la inquietante sensación de una presencia maligna observándola la que la había llenado de miedo, lo que en realidad causaba que le temblaran las piernas y se colapsaran bajo ella. La sensación era fuerte. Cuidadosamente miró alrededor, intentando mostrarse serena cuando todo lo que deseaba hacer era correr.
Sin advertencia, desde algún lugar cercano, un rugido llenó el silencio. Fue respondido por un segundo, después un tercero. El horrento ruido surgió de todas direcciones, cerca y lejos. Durante un terrible momento el sonido se entremezcló y las rodeó, sacudiendo el mismo suelo bajo sus pies. Los rugidos reverberaron atravesando el palazzo, llenando los espacios abovedados y cada distante esquina. Una extraña serie de gruñidos los siguieron. Isabella, de pie con la Signora Sincini, sintió que la anciana se tensaba. Casí podía oir el corazón de la criada aporreando ruidosamente a tono con el suyo propio.
– Vamos, signorina, debemos ir a su habitación. – La criada puso una mano temblorosa sobre el brazo de Isabella para guiarla.
– ¿Qué fue eso? – Los ojos oscuros de Isabella buscaron la cara de la mujer mayor. Vio miedo allí, un temor que se dejaba traslucir por la boca temblorosa de la mujer.
La mujer intentó encogerse de hombros casualmente.
– El Amo tiene animales de compañía. No debe salir de su habitación de noche. La encerraré por su propia seguridad.
Isabella pudo sentir que el miedo manaba en su interior, agudo y fuerte, pero se obligó a respirar a través de él. Era una Vernaducci. No cedería al pánico. No huiría. Había venido aquí con un propósito, arriesgándolo todo para llegar hasta aquí, para ver al esquivo don. Y había logrado aquello en lo que todos los demás habían fracasado. Uno a uno los hombres a los que había enviado habían vuelto para decirle que les había sido imposible continuar.
Otros había vuelto bocabajo sobre la grupa de un caballo, con horrorosas heridas como las que un animal salvaje hubiera infringido. Otros ni siquiera habían vuelto. Una y otra vez sus preguntas habían tropezado con silenciosas sacudidas de cabeza y signos de la cruz. Había perseverado porque no tenían otra elección. Ahora había encontrado la guarida, y había entrado. No podía irse ahora, no podía permitir que el miedo la derrotara en el último momento. Tenía que tener éxito. No podía fallarle a su hermano, su vida estaba en juego.
– Debo hablar con él esta noche. El tiempo apremia. Me llevó más de lo que esperaba alcanzar este lugar. Realmente, debo verle, y si no me marcho pronto, el paso estará cerrado, y no seré capaz de salir. Tengo que marcharme inmediatamente. – Isabella lo explicó con su voz más autoritaria.
– Signorina, debe entenderlo. Ahora no es seguro. La oscuridad ha caído. Nada es seguro fuera de estos muros.
La expresión de compasión en los ojos descoloridos de la mujer sólo incrementó el terror de Isabella.
La criada sabía cosas que no decía y obviamente temía por la seguridad de Isabella.
– No se puede hacer nada excepto ponerla cómoda. Está temblando de frío. El fuego está encendido en su habitación, un baño de agua caliente ha sido preparado, y la cocinera está enviándole comida. El Amo quiere que esté cómoda. – Su voz era muy persuasiva.
– ¿Mi caballo estará a salvo? – Sin el animal, Isabella no tenía esperanzas de cubrir las muchas millas que había entre el palazzo y la civilización. Los rugidos que había oído no habían sido de lobos, pero lo que fuera que había producido el ruido sonaba atroz, hambriento e indudablemente tenía dientes muy afilados. El hermano de Isabella le había regalado la yegua en su décimo cumpleaños. La idea de que el caballo fuera comido por bestias salvajes era horrenda. – Debería comprobarlo.
Sarina sacudió la cabeza.
– No, signorina, debe quedarse en la habitación. Si el Amo dice que debe hacerlo, no puede desobedecer. Es por su propia seguridad. – Esta vez había una clara nota de suavidad en su voz. – Betto cuidará de su caballo.
Isabella alzó la barbilla desafiante, pero presintió que el silencio le serviría mejor que las palabras airadas. Amo. Ella no tenía ningún amo, y no tenía intención de tenerlo nunca. La idea era casi tan aborrecible como la lóbrega sensación que envolvía el palazzo. Enterrándose más en su capa, siguió a la mujer a través de un laberinto de amplios vestíbulos y subiendo una sinuosa escalera de mármol, donde una multitud de retratos la miraron. Podía sentir el extraño peso de sus ojos observándola, siguiendo su progreso mientras se abría paso a través de los recodos y vueltas de palazzo. La estructura era hermosa, más que cualquier otra que hubiera visto nunca, pero era un tipo de belleza que la dejaba fría.
Donde quiera que mirara veía estatuas de enormes felinos con melenas, dientes afilados y ojos feroces. Grandes bestias de pelo enmarañado alrededor de los cuellos y a lo largo del lomo. Alguna tenía enormes alas extendidas para lazarse hacia ellas desde el cielo. Pequeños iconos y enormes esculturas de criaturas estaban esparcidas por las salas. En un nicho en una de las paredes había un santuario con docena de velas ardiendo ante un león de aspecto feroz.
Una idea repentina la hizo estremecer. Esos rugidos que había oído podían haber sido leones. Nunca había visto un león, pero estaba segura de que había oído a las legendarias bestias que tenían la reputación de haber desgarrado a incontables cristianos en pedazos para entretenimiento de los romanos. ¿Adoraba la gente de este lugar a la terrible bestia? ¿El diablo? Las cosas que susurraban sobre este hombre. Subrepticiamente hizo el signo de la cruz para protegerse del mal que emanaba de las mismas paredes.