– La noche que llegué, oí un terrible grito, y los leones rugieron. Alguien murió esa noche. ¿Qué ocurrió? -Quería aparentar calma, como si supiera más del misterio de lo que sabía realmente.
El capitán intercambió otra rápida mirada con Drannacia, que encogió sus amplios hombros.
– Fue un accidente -dijo el capitan-. Uno de los hombres se descuidó. Debemos recordar que los leones no están domesticados. Son animales salvajes y deben ser respetados como tales.
Isabella escuchó el tono de su voz. Era tenso y cortante. Había aprendido de su padre y hermano a escuchar los pequeños matices de una voz. El capitán no se creía del todo su propia explicación. Estaba nervioso con las bestias paseando silenciosas e invisibles junto a ellos, y hablar de accidentes no aliviaba la tensión. Esto se estiró interminablemente hasta que los nervios estuvieron gritando.
Montaron quizás una hora, la tormenta los retrasaba. La visibilidad era escasa, y el viendo empezó aullar y gemir, llenando el silencio fantasmal dejado por el cese de los rugidos de los leones. Isabella tiró de su capa firmemente a su alrededor en un intento de evitar el frío implacable. Este parecía invadir su cuerpo y convertir su sangre en hielo, y se estremecía continuamente. Húmeda y miserable, con las manos entumecidas por el frío apesar de los guantes, casi se cayó cuando su montura se detuvo sin advertencia, encabritándose sin entusiasmo. Intentando calmar a su caballo, escudriñó a través del pesado velo de nieve.
El corazón de Isabella casi se detuvo. Captó un vistazo de algo grande, cubierto de nieve, pero todavía mostrando parches de dorado bronce y negro. Ojos brillando a través de blancos y helados cristales, ojos llejos de maligna inteligencia. Con el corazón en la gaganta, se congelo, con las manos caídas a los costados mientras el caballo avanzaba de lado y empezaba a retroceder nerviosamente. El capitán se encorvó, cogiendo las riendas de su montura, y condujo ambos caballos.
– ¡Los animales están guardando el paso! -gritó él-. No la dejará marchar.
Había algo muy siniestro en la forma en que la gran bestia permanecía en pie en la estrecha entrada del paso, con los ojos fijos en ella. Esa mirada era intensa, fijada en ella, reconociéndola. Era hipnotizadora y terrorífica al mismo tiempo.
– No es solo la bestia que puede ver la que debe preocuparnos. Los leones son cazadores de manada. Donde hay uno, hay más. Debemos llevarla de vuelta. -El capitán todavía guiaba su montura. Su voz sacó a Isabella del hechizo del depredador, y se extendió hacia adelante precipitadamente para recuperar el control de su caballo. El capitán necesitaba las manos libres; su propio caballo estaba moviendo la cabeza y resoplando nerviosamente.
Era enervante montar casi a ciegas a través de la pesada caída de nieve, con su montura temblando y sudando de miedo y los otros animales corcoveando y bufando, resoplando grandes nubes de vapor en su terror. Ese gruñido peculiar sonaba a su izquieda, después unos poco minutos más tarde a su derecha, después detrás y delante de ellos. Su escolta estaba antinaturalmente tranquila, sus ojos esforzándose a través de la nieve para captar vistazos de los elusivos cazadores.
Isabella justo estaba empezando a respirar de nuevo cuando sintió la perturbación en el aire. Levantó la vista hacia el cielo, esperando ver algún depredador en lo alto, pero la única cosa que había eran los blancos copos flotando hacia abajo. De todos modos, ella y los hombres no estaban solos. Algo aparte de un grupo de leones los había seguido desde el palazzo, y estaba furioso porque ella volviera, alejándose del paso. Podía sentir el odio intenso y la rabia dirigida hacia ella, un negro muro de maldad inclinada a su destrucción. Isabella no podía identificar qué era, pero lo sentía todo el camino hasta los huesos.
Empezó a temblar, su cuerpo reaccionaba a la intensidad de esa animosidad. Era personal… lo sentía. Y algo terrible iba a ocurrir. Estaba indefensa para impedirlo, pero sabía que se acercaba.
Casi al momento los leones empezaron a rugir de nuevo. Las bestias estaban muy cerca, y el sonido fue ensordecedor. Los caballos se espantaron, corcoveando y removiéndose, encabritándose y girando, y el caos reinó. La pendiente estaba helada, y los animales se deslizaron y tropezaron unos con otros, trompeteando de miedo. Los hombres cayeron a la nieve y se cubrieron las cabezas protegiéndose de las pezuñas mordaces. La montura de Isabella dio vueltas y se deslizó por la pronunciada cuesta, deslizándose peligrosamente y finalmente perdiendo el equilibrio. Ella intentó liberarse, pero fue imposible con los pliegues de su falta, y golpeó el suelo con fuerza, el caballo apaleado y caído le sujetaba la pierna bajo él.
El dolor de su espalda era excecrable, sacando el aliento de su cuerpo y sobrepasando a cualquier daño que pudiera haberse hecho en la pierna. Por un momento no pudo pensar o respirar; solo pudo yacer indefensa mientras el caballo se agitaba desesperadamente, intentando recuperar su asidero.
El capitán saltó de la grupa de su montura y cogió las riendas del caballo de Isabella, tirando del animal hacia arriba. El caballo se puso en pie temblando, cabizbajo. El capitán tiró de Isabella sacándola de la nieve, ignorando su inadvertido grito de dolor, empujándola tras él, con la espada desenvainada. El pandemonium los rodeaba, pero el capitán emitió órdenes, y sus hombres atraparon a los caballos que no había huído en la tormenta, y permanecieron hombro con hombro, una sólida pared de protección alrededor de Isabella.
– ¿Qué pasa, Rolando? -preguntó Sergio, sus ojos se esforzaban por ver a través de la nieve cegadora-. ¿Por qué nos atacan? No lo entiendo. ¿Por que la envía lejos, su única oportunidad de salvación? Si ella no fuera la elegida, nunca la habrían dejado atravesar viva el paso.
– No sé, Sergio -dijo el capitán-. Le permitieron pasar, después evitan que se marche. Estamos haciendo lo que desean, llevándola al castello, pero nos están dando caza.
Isabella sacudió la cabeza.
– No os están cazando a vosotros. Eso me está cazando a mí, y está utilizando a los animales para hacer su voluntad. -Al igual que dirigió el halcón hacia Sarina. Isabella sabía que tenía razón. Algo la quería fuera del valle. Ya fuera el don o alguna otra cosa, el odio estaba dirigido hacia ella.
El capitán giró la cabeza para mirarla, sus rasgos muy inmóviles, sus ojos vivos de curiosidad. Se quedó en silencio largo rato, Isabella temió que pensara que estaba loca. Se presionó una mano sobre el estómago indispuesta pero se acercó a él, con la barbilla alta.
– ¿De qué está hablando? -exigió él, un hombre al mando, un hombre decidido a cumplir con su deber y necesitado de toda la información disponible-. ¿Qué la está cazando? No entiendo.
No había forma de explicar lo que era, porque no lo sabía. Solo sabía que era real y maligno.
– Lo sentí antes cuando el halcón del don atacó a Sarina. Algo está dirigiendo los ataques. Por eso pregunté por la muerte de esa noche. Pensaba que era posible que hubiera ocurrido algo similar.
– Yo no sé nada de eso. -negó el capitán, pero miraba a su alrededor cautelosamente. Sus dedos mordieron bruscamente el brazo de Isabella, empujándola más allá de él. Su única advertencia. Él se colocó directamente delante de ella haciendo que se viera forzada a espiar alrededor de su sólida mesa. El aliento abandonó sus pulmones en una ráfaga continua.
Vio al enorme león a través de la nieve. Todo sigilo y poder, con la cabeza gacha, los hombros proyectados, sus ojos llameantes directamente enfocados en ella. El león parecía fluir sobre el suelo, acechándola en un lento movimiento. Aunque hombres y caballos la rodeaban, la miraba sola a ella, estudiándola con intención mortal.
Los caballos se encabritában y retrocedían, arrastrando a sus jinetes con ellos en todas direcciones mientras intentaban escapar. Los hombres se vieron obligados a abandonar sus monturas para protegerse a sí mismos y a Isabella. El olor a miedo era pungente. El sudor se desató en sus cuerpos, pero los hombres aguantaron inmóviles en el lugar mientras la tormenta rabiaba a su alrededor.