De repente el león explotó a una carrera mortal, su velocidad era increíble, embistiendo contra el círculo de hombres, golpeando con garras como hojas de afeitar, haciendo que corrieran por sus vidas, dejando un camino despejado hasta el Capitán Bartolmei y Sergio Drannacia, que permanecían hombro con hombro ante Isabella. La bestia saltó, cién libras de sólido músculo, yendo directamente hacia Isabella. Puro terror encontró una casa en su corazón, en su alma. Se quedó congelada, observando a la muerte ir a por ella.
Un segundo león emergió de la tormenta, una gran bestia peluda con una espesa melena dorada y negra. Más grande e incluso más musculosa, rugió un desafío mientras interceptaba al primer león, distrayéndolo de alcanzar su presa. Los dos leones se estrellaron en medio del aire, chocando con tanta fuerza que el suelo se sacudió. Al momento la lucha se convirtió en una frenética batalla de dientes y garras. Feroz e hipnotizadora, los rugidos reververaban a través del aire, atrayendo a otros leones. Ojos llameantes ardieron brillantemente a través de los copos de nieve.
Isabella estudió al segundo león atentamente. Estaba bien musculado, vigoroso, y obviamente inteligente. Podía verlo atacar una y otra vez en busca de puntos débiles donde la sangre ya marcaba al otro macho. El sonido de huesos aplastados la hizo estremecer, la horrorizó. Al final, el gran depredador retuvo al león más pequeño en sus manos, con los dientes enterrados en su garganta hasta que el animal caído quedó estrangulado.
El Capitán Bartolmei hizo una señal a Sergio.
– ¡Ahora! -Ambos saltaron hacia el león victorioso, con las espadas prestas.
– ¡No! -gritó Isabella, pasando a los dos hombres para colocar su cuerpo entre ellos y el león-. Alejáos de él.
Los hombres se detuvieron bruscamente. Cayó el silencio, dejando el mundo blanco, deslumbrante y la naturaleza contuvo el aliento. El león balanceó su gran cabeza en el morro todavía ensangrentado. Los ojos estaban fijos en ella, llameando hacia ella, de un ámbar peculiar que parecía brillar con conocimiento e inteligencia. Con pesar-. No -dijo de nuevo muy suavemente con su mirada atrapada en la del león-. Nos ha salvado.
Mientras miraba al gran felino, el viento sopló nieve alrededor de ellos, cegándola momentáneamente. Parpadeó rápidamente, intentando aclarar su visión. El viendo sopló la nieve a un lado, y se encontró mirando a unos salvajes ojos ámbar. Pero el león victorioso había desaparecido. Los ojos ámbar pertenecían a un depredador humano. Ya no estaba viendo a un leon irguiéndose sobre la bestia caída, sino a Don Nicolai DeMarco. Permanecía alto y erguido, su largo pelo soplado al viento, la nieve cayendo sobre sus amplios hombros y ropas elegantes.
El estómago de Isabella se sobresaltó, y su corazón se derritió. Parpadeó para eliminar los copos de nieve de sus pestañas. La forma alta del don se nubló y fluctuó haciendo que su largo pelo pareciera una melena dorada y flotante alrededor de su cabeza y hombros, profundizando el color del leonado al negro en la cascada que bajaba por su espalda. Las manos de él se movieron, atrayendo su atención, y tuvo la ilusión de estar viendo dos enormes zarpas. Entonces el don se movió, y el extraño y vacilante espejismo desapareció, y una vez más quedó mirando a un hombre.
Él bajó la vista al cuerpo del león derrotado, y ella vio las sombras en sus ojos. Se agachó junto al gran felino y enterró una mano enguantada entre el espeso pelaje, con la cabeza baja por un momento con pesar. Tras él había un pequeño ejército de hombres a caballo. Don DeMarco se puso en pie e indicó a los jinetes que atraparan los caballos a la fuga.
Caminó directamente hacia Isabella y le tomó las manos entre las suyas.
– ¿Estás herida, mi señora? -preguntó suavemente, gentilmente, sus ojos ámbar capturando los de ella, manteniéndola prisionera, haciendo que alas de mariposa revolotearon profundamente en su interior.
Silenciosamente Isabella sacudió la cabeza mientras bajaba la mirada a su mano en la palma de él, casi temiendo que vería una gran zarpa. Los dedos de él se cerraron alrededor de los suyos, y tiró de ella hacia la calidez de su cuerpo. El cuerpo de ella estaba temblando en reacción, y por mucho que lo intentaba, no podía contenerse. Don DeMarco se quitó su capa y se la colocó alrededor de los hombros, envolviéndola en la calidez de su cuerpo. Él retrocedió hacia la línea de hombres, y su caballo respondió a la silenciosa señal, trotando instantáneamente hacia él.
Sus manos se extendieron a lo largo de la cintura de ella y la levantaron fácilmente hasta la silla.
– ¿Qué ha ocurrido aquí, Rolando? -preguntó, y ese extraño gruñido retumbó, una clara amenaza, profundo en su garganta.
Isabella se estremeció y se acurrucó más profundamente en la pesada capa. No era sorprendente que el don pareciera ocasionalmente un león, con su largo pelo y peluda capa. Estaba echa de la gruesa piel de un león. La montura del don olía a las bestias a su alrededor, pero se mantenía firme, ni en lo más mínimo nerviosa. Isabella se preguntó si estaba acostumbrada a la fragancia salvaje a causa de su capa.
– El paso estaba guardado, Don DeMarco -explicó el capitán. Miró más allá del don, sin encontrar su mirada-. Dimos la vuelta, y este nos atacó. Un renegado, sin duda. -Señaló al león sin vida y en a nieve empapada de sangre-. En la nieve cegadora, podríamos haber cometido un terrible error, Nicolai.
Isabella no tenía ni idea de qué quería decir, pero la voz de capitan temblaba de emoción.
Nicolai DeMarco se balanceó con facilidad volviendo a montar a caballo, colocando a Isabella cerca de su pecho, sus brazos deslizándose alrededor de ella mientras aferraba las riendas.
– ¿Tan terrible habría sido, amigo mío? -Giró al animal de vuelta hacia el castello, obviamente sin desear respuesta. Isabella cambió de posición entre sus brazos, un movimiento inquieto que atrajo su cuerpo justo contra el de él.
Inclinó la cabeza para mirarle a los ojos.
– Va por el camino equivocado. -Su tono era absolutamente Vernaducci, tan arrogante como la expresión de su cara-. Mi sentido de la dirección es bastante bueno, y el paso está en la dirección opuesta.
Él bajó la mirada a su cara durante tanto rato que ella no creyó que respondería. Fue consciente del movimiento del caballo mientras mecía juntos sus cuerpos. Había fuerza en los brazos de él, y su pelo le rozaba la cara como seda. Quería enredar sus dedos en esa masa, pero, en vez de eso, cerró las manos en dos puños para evitar semejante locura. La boca de él, hermosamente esculpida y pecaminosamente invitadora, atrajo su atención. Decidió que era un error mirarle, pero ya estaba atrapada en el calor de su mirada y no podía apartar la vista.
Nicolai tocó su cara gentilmente, pero Isabella sintió la caricia a través de su cuerpo entero.
– Lo lamento, Isabella, descubro que no soy ni de cerca tan noble como a ti te gustaría pensar. No puedo dejarte marchar.
– Bueno, solo quiero que sepa que he cambiado completamente de opinión con respecto a usted. -Se agachó bajo la gruesa capa para salir del cortante viento-. Y no para bien.
La risa de él fue suave, casi demasiado baja como para que ella la captara.
– Haré lo que pueda para que vuelva a ser la de antes.
Cuando levantó la mirada hacia él, no había rastros de humor en su cara. Parecía triste y aplastado. Se marcaban líneas en los ángulos y planos de su cara, y parecía más viejo de lo que ella había creído al principio. Isabella no pudo evitar que su mano se arrastrara hacia arriba para tocar la cara de él, para rozar gentilmente las ásperas líneas.
– Siento lo del león. Sé que de algún modo estás conectado con ellos, y sentíste la pérdida gravemente.
– Es mi deber controlarlos -respondió él sin inflexión.