Los caballos se espantaron, luchando con los jinetes, corcoveando y bufando, agitando las cabezas cautelosamente, sus ojos girando de miedo. Los hombres murmuraban a los animales en un intento de calmarlos. La nieve caía en firmes sábanas, convirtiendo a todo el mundo en momias fantasmales.

– Tiene bastante comida -La tranquilizó Sarina, ocultando rápidamente sus manos temblorosas tras la espalda-. Y puse bálsamo en el paquete.

– Gracias de nuevo por su amabilidad -dijo Isabella sin mirarla. No lloraría. No había razón para llorar. No le importaba nada el don. Aun así, era humillante ser enviada lejos como si ella no importara en absoluto. Lo cual era cierto, supuso Isabella. Ya no tenía tierras ni título. Tenía menos que los sirvientes del castello. Y no tenía adonde llevar a su hermano enfermo.

Isabella ignoró la mano solícita de Betto y se subió ella misma a la silla. Su espalda protestó alarmantemente, pero el dolor alrededor de su corazón era más intenso. Mantuvo su cara oculta a los otros, incluso agradeció la nieve que ocultaría las lágrimas que brillaban en sus ojos. Su garganta ardía de arrepentimiento y furia. De pena.

Decidida hincó los talones en su caballo y fijó el paso, deseando dejar el palazzo y al don lejos tras ella. No miró a los escoltas, fingiendo que no estaban presentes. Los leones continuaban rugiendo una protesta, pero la nieve, que caía más rápida, ayudaba a amortiguar el sonido. Ella era consciente de que hombres y caballos estaban extremadamente nerviosos. Los leones cazaban en manada, ¿verdad? El aliento abandonó los pulmones de Isabella en una ráfaga.

A menos que ese fuera el terrible secreto que tan bien guardaba el valle. Muchos hombres leales al nombre Vernaducci habían sido enviados para encontrar este valle en el interior de los Alpes, pero nunca habían regresado. Se murmuraba que Don DeMarco tenía un ejército de bestias para guardar su guarida. ¿Estaban cazando ahora? Los caballos daban toda indicación de que había cerca depredadores. El corazón de Isabella empezó a palpitar.

Don DeMarco había actuado de forma extraña, pero seguramente no estaría tan molesto con ella como para quererla muerta. ¿Qué había hecho para garantizar su salida del castello? No había pedido al don que se casara con ella; había sido él quien insistiera. Ella había estado dispuesta a trabajar para él, le había ofrecido su lealtad. ¿Si simplemente había cambiado de opinión sobre tomarla como esposa, la querría muerta?

Isabella miró al capitán de la guardia, intentando evaluar su nivel de ansiedad. Sus rasgos eran duros, pétreos, pero urgiá a los jinetes a mayor velocidad, y aparentemente todos los hombres estaban pesadamente armados. Isabella había visto a hombres como el capitán antes. Lucca era un hombre semejante. Sus ojos se movían inquietamente recorriendo los alrededores, y montaba con facilidad en la silla. Pero montaba como un hombre que esperara problemas.

– ¿Nos están dando caza? -preguntó Isabella, su caballo cogió el paso de la montura del capitán. Fingía calma, pero nunca olvidaría del todo la visión de ese león, su hambrienta mirada fija en ella.

– Está usted a salvo, Signorina Vernaducci. Don DeMarco ha insistido en su seguridad por encima de todo lo demás. Nos jugamos la vida si le fallamos.

Y entonces los leones cayeron en el silencio. La quietud era extraña y aterradora, peor que los terribles rugidos. El corazón de Isabella palpitó, y saboreó el terror en su boca. La nieva caía, volviendo el mundo de un blanco resplandeciente y amortiguando el ruido de los casco de los caballos sobre las rocas. En realidad, Isabella nunca había visto nieve hasta que había llegado a esas montañas. Era helada, fría y húmeda contra su cara, colgando de sus pestañas y convirtiendo a hombres y monturas en extrañas y pálidas criaturas.

– ¿Cuál es su nombre? -Isabella necesitaba oir una voz. El silencio carcomía su coraje. Algo paseaba silenciosamente junto a ellos con cada paso que daban los caballos. Creía captar vislumbres de movimiento de vez en cuando, pero no podía divisar lo que podría ser. Los hombres habían cerrado filas, montando en apretada formación.

– Rolando Bartolmei. -Ondeó la mano hacia el segundo hombre que montaba cerca-. Ese es Sergio Drannacia. Hemos estado con Don DeMarco toda nuestra vida. Crecimos juntos, amigos de infancia. Es un buen hombre, signorina-. La miró como intentando dejar claro ese punto.

Isabella suspiró.

– Seguro que lo es, signore.

– ¿Tenía que marcharse tan rápidamente? La tormenta pasará pronto. Puedo asegurárselo, nuestro valle es bastante hermoso si le da una oportunidad. -El capitán Bartolmei miró otra vez al jinete de su izquierda. Sergio Drannacia estaba siguiendo cada palabra. Claramente, ninguno de los dos entendía por qué ella se marchaba tan bruscamente, y estaban intentando persuadirla para que se quedara.

– Don DeMarco me ordenó abandonar el valle, Signore Bartolmei. No es por mi elección que me marcho en medio de semejante tormenta. -Su barbilla estaba alzada, su cara orgullosa.

El capitán intercambió una larga mirada con Sergio, casi incrédula.

– Se le permitió entrar en el valle, signorina… un auténtico milagro. Yo tenía la esperanza de que fuera capaz de ver más de esta gran tierra. Nuestra gente es próspera y feliz.

Que la gente pudiera ser feliz bajo semejantes circunstancias era dificil de creer. Isabella tomó un profundo aliento.

– La noche que llegué, oí un terrible grito, y los leones rugieron. Alguien murió esa noche. ¿Qué ocurrió? -Quería aparentar calma, como si supiera más del misterio de lo que sabía realmente.

El capitán intercambió otra rápida mirada con Drannacia, que encogió sus amplios hombros.

– Fue un accidente -dijo el capitan-. Uno de los hombres se descuidó. Debemos recordar que los leones no están domesticados. Son animales salvajes y deben ser respetados como tales.

Isabella escuchó el tono de su voz. Era tenso y cortante. Había aprendido de su padre y hermano a escuchar los pequeños matices de una voz. El capitán no se creía del todo su propia explicación. Estaba nervioso con las bestias paseando silenciosas e invisibles junto a ellos, y hablar de accidentes no aliviaba la tensión. Esto se estiró interminablemente hasta que los nervios estuvieron gritando.

Montaron quizás una hora, la tormenta los retrasaba. La visibilidad era escasa, y el viendo empezó aullar y gemir, llenando el silencio fantasmal dejado por el cese de los rugidos de los leones. Isabella tiró de su capa firmemente a su alrededor en un intento de evitar el frío implacable. Este parecía invadir su cuerpo y convertir su sangre en hielo, y se estremecía continuamente. Húmeda y miserable, con las manos entumecidas por el frío apesar de los guantes, casi se cayó cuando su montura se detuvo sin advertencia, encabritándose sin entusiasmo. Intentando calmar a su caballo, escudriñó a través del pesado velo de nieve.

El corazón de Isabella casi se detuvo. Captó un vistazo de algo grande, cubierto de nieve, pero todavía mostrando parches de dorado bronce y negro. Ojos brillando a través de blancos y helados cristales, ojos llejos de maligna inteligencia. Con el corazón en la gaganta, se congelo, con las manos caídas a los costados mientras el caballo avanzaba de lado y empezaba a retroceder nerviosamente. El capitán se encorvó, cogiendo las riendas de su montura, y condujo ambos caballos.

– ¡Los animales están guardando el paso! -gritó él-. No la dejará marchar.

Había algo muy siniestro en la forma en que la gran bestia permanecía en pie en la estrecha entrada del paso, con los ojos fijos en ella. Esa mirada era intensa, fijada en ella, reconociéndola. Era hipnotizadora y terrorífica al mismo tiempo.

– No es solo la bestia que puede ver la que debe preocuparnos. Los leones son cazadores de manada. Donde hay uno, hay más. Debemos llevarla de vuelta. -El capitán todavía guiaba su montura. su voz sacó a Isabella del hechizo del depredador, y se extendió hacia adelante precipitadamente para recuperar el control de su caballo. El capitán necesitaba las manos libres; su propio caballo estaba moviendo la cabeza y resoplando nerviosamente.


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