Don DeMarco se alejó apresuradamente del animal, deslizándose rápidamente al interior de las sombras de los árboles.
– Vete ya, Rolando. Llévala seguramente a casa. -Fue una orden.
– Su capa. -Isabella le llamó desesperadamente mientras el capitán cogía las riendas de su caballo. Ya el caballo estaba en movimiento, Sergio y el capitán urgían al animal hacia el palazzo. Ella luchó por quitarse la pesada piel de león, tirándola rápidamente hacia donde había visto por última vez al don-. Tome su capa, Don DeMarco -suplicó, temiendo por él, una figura solitaria imposible de ver en la arremolinante tormenta blanca.
Isabella casi se dio la vuelta completamente sobre la grupa de su montura. Realmente consideró la idea de saltar del caballo. Había una desesperación en ella, un temor de que si apartaba los ojos del don, le perdería. Pero por mucho que lo intentó, no pudo distinguir claramente su figura en la nieve. Tuvo la ligera impresión de algo grande y poderoso deslizándose con fluída gracia por la nieve. Él se agachó a recoger la capa y lentamente se enderezó para verla marchar. Su forma fluctuó, volviéndose confusa, mientras se colocaba la pesada capa, de repente tomando la pariencia de una bestia indomable. Se encontró a sí misma mirando a los resplandecientes ojos, ojos que llameaban con fuego, con inteligencia. Ojos salvajes.
Su corazón se detuvo, después empezó a palpitar con alarma.
CAPITULO 4
– Isabella -Sarina le sacudió el hombro gentil pero insistentemente-. Vamos, bambina, debes despertar ahora. Aprisa, Isabella, despierta ya.
Isabella alzó los párpados y levantó la mirada hacia la cara amable de Sarina.
– ¿Que pasa? Aún no ha amanecido -Se movió cuidadosamente, las laceraciones de su espalda eran más dolorosas ahora que la medicina había perdido efecto. Intentó evitar sobresaltarse-. ¿Algo va mal, Sarina?
– Se le ha ordenado abandonar este lugar. Las provisiones están empaquetadas, y su escolta está esperando con su caballo -Sarina se negaba a encontrar la mirada de Isabella-. Él no se aplacará, signorina. Apresurese ahora. Ha dicho que debe usted partir inmediatamente. Debo atender su espalda.
Isabella alzó la barbilla desafiantemente.
– Hicimos un trato. El don es un hombre de palabra, e insisto que la mantenga. No abandonaré este lugar. Y él rescatará al mio fratello, Lucca.
– Los mensajeros han sido enviados para asegurar la libertad de su hermano. -La tranquilizó Sarina. Estaba sacando ropas del armario.
– Está la cuestión de nuestro matrimonio. Creía que me lo había ofrecido. Él ordenó nuestro matrimonio. No puede volverse atrás en su palabra.
– No hubo anuncio -Sarina todavía no encontraba su mirada-. Debo poner bálsamo a sus heridas. Después debe vestirse rápidamente, Isabella, y hacer lo que Don DeMarco ha ordenado.
– No entiendo. Debo verle. ¿Por qué me envía lejos? ¿Qué he hecho para desagradarle? -Isabella tuvo una súbita inspiración-. Los leones estaban tranquilos anoche. ¿No significa eso que aceptan mi presencia?
– Él no la verá, y no cambiará de opinión.
Sarina intentaba ocultar su inquietud, haciendo que Isabella se preguntara que consecuencias de la decisión del don temía. No había duda de que Sarina estaba bien versada en todas las leyendas sobre el don y su palazzo.
Isabella tomó un profundo y tranquilizador aliento. Bueno, si Don DeMarco no la quería como su novia, entonces quizás ambos había hecho una escapada afortunada. No tenía intención de conformarse nunca con los deseos de un marido. Ni ahora. Ni nunca.
– Mi espalda está bien esta mañana, grazie. No necesito medicina.
Se levantó rápidamente y deliberadamente se tomó su tiempo lavándose, esperando que el don estuviera paseándose en sus habitaciones, ansioso por su partida. Dejémosle ansioso y que tenga que esperar para su placer. Ignorando las ropas que Sarina había sacado para ella, se vistió con su vieja ropa desgastada. No necesitaba nada de Don DeMarco aparte de que mantuviera su palabra y rescatara a su hermano.
– Por favor entienda, el desea que usted tenga la ropa. Ha proporcionando una escorta completa para el paso, provisiones, y varios hombres para llevarla a su casa. -Sarina intentaba mostrarse animada.
Los ojos de Isabella llameaban fuego. Ella no tenía casa. Don Rivellio había confiscado sus tierras y todas las cosas de valor, aparte de las joyas de su madre. Pero no se atrevía a utilizar su último tesoro excepto como recurso para intentar sobornar a los guardias que custodiaban a Lucca. Aún así, era demasiado orgullosa para señalar lo obvio a Sarina. Isabella había llegado a Don DeMarco esperando convertirse en sirvienta en su castello. Si el deseaba echarla, ciertamente no iba a suplicarle que la tomara como su novia, o siquiera pedirle refugio. Había nacido hija de un don. Podía haber corrido salvaje a veces, pero la sangre de sus padres corría profundamente en sus venas. Tenía mucho orgullo y dignidad, y se envolvió en ambos como en una capa.
– No tengo necesidad de nada de lo que el don ha ofrecido. Me abrí paso hasta el palazzo sola, y ciertamente puedo encontrar mi camino de vuelta. En cuanto a la ropa, por favor ocúpese de que la reciban los que la necesiten. -Mantuvo la mirada de Sarina firmemente, en cada pedazo tan orgullosa como el don-. Estoy lista.
– Signorina… -El corazón de Sarina claramente se lamentaba por la joven.
La barbilla de Isabella se alzó más alto.
– No hay más que decir, signora. Le agradezco su amabilidad para conmigo, pero debo obedecer las órdenes de su don y partir inmediatamente. -Tenía que marcharse inmediatamente o podría humillarse a sí misma estallando en lágrimas. Había conseguir la promesa de Don DeMarco de salvar a su hermano, y esa, después de todo, era la única razón por la que había venido. No pensaría en nada más.
Ni en sus amplios hombros. Ni en la intensidad de su mirada ámbar. Ni en el sonido de su voz. No pensaría en él como hombre. Isabella miró hacia la puerta, sus rasgos serenos y decididos.
Sarina abrió la puerta, e Isabella la atravesó. Al momento el frío la golpeó, penetrante, profundo y antinatural. Allí estaba de nuevo… esa sensación de algo maligno observándola, esta vez con satisfecho triunfo. Su corazón empezó a palpitar. El odio era tan fuerte, tan espeso el aire, que le robó el aliento. Sintió el puso de esta desagradable presencia.
Pero Isabella no podía preocuparse más por lo de vivir con algo malvado en el castello. Si el don y su gente no sabían o se preocupaban por lo que moraba dentro de sus paredes, no era asunto suyo. Sin mirar ni a derecha ni a izquierda, ni esperar para ver si el ama de llaves la seguía, Isabella se apresuró através del laberinto de salones, confiando en su memoria para encontrar el camino de salida. La aterraba marchar pero igualmente la aterraba quedarse.
El frío aire antinatural la siguió mientras se abría paso a través de los amplios salones. Apuñalaba hacia ella como si la atravesara con una espada helada. Arañaba las heridas de su espalda, buscando la entrada a su alma. No pudo evitar un estremecimiento de miedo, y se imaginó que oía el eco de una risa burlona. Mientras bajaba las largas y retorcidas escaleras, un ondeo de movimiento la siguió, y podría haber jurado que los retratos en las paredes la miraban. Las lámparas ardientes en los vestíbulos llameaban con el extraño viento y salpicaban cerosas y macabras apariciones en el suelo, como si su adversario estuviera celebrando maliciosamente su partida con jubiloso deleite.
Sintió una sensación retorcida en la región de su corazón cuando salió del castello al viento mordaz de los Alpes. Tomó un aliento de aire fresco y limpio. Al menos la horrorosa sensación de algo malvado observándola había desaparecido una vez puertas afuera. Hombres y caballos estaban esperando a que se uniera a ellos. Sin advertencia, los leones empezaron a rugir, desde todas direcciones… las montañas, el valle, el patio, y los intestinos del palazzo… creando un estrépito espantoso. El sonido fue horrendo y aterrador llenando el aire y reververando a través del mismo suelo. Fue casi peor que la negra sensación de dentro del castello.