Sarina se detuvo junto a una puerta y la empujó para abrirla, retrocediendo para ceder el paso a Isabella. Recorriendo con la mirada a la criada casi para tranquilizarse, cruzó el umbral entrando en el dormitorio. La habitación era grande, el fuego rugía con la calidez de llamas rojas y naranjas. Estaba tan cansada y exhausta que lo más que ofreció fue un murmullo de apreciación por la belleza de la larga fila de vidrieras y los muebles labrados. Incluso la enorme cama y la gruesa colcha sólo penetró hasta el borde de su consciencia. Había agotado la última onza de coraje y fuerza para llegar a este lugar, para ver al evasivo Don Nicolai DeMarco.
– ¿Está segura de que no me verá esta noche? – Preguntó Isabella. – Por favor, si sólo le hiciera conocer la urgencia de mi visita, estoy segura de que cambiaría de opinión. ¿Lo intentaría? – Se quitó los guantes de piel y los tiró sobre el ornamentado vestidor.
– Precisamente por su llegada a este lugar prohibido, el Amo sabe que su búsqueda es de gran importancia para usted. Debe entenderlo, para él no tiene importancia. Tiene sus propios problemas con los que tratar. – La voz de Sarina era gentil, incluso amable. Empezó a salir del dormitorio pero se volvió. Miró a su alrededor a la habitación, fuera hacia el vestíbulo, y después de vuelta a Isabella.
– Es usted muy joven. ¿Nadie la ha advertido acerca de este lugar? ¿No le dijeron que permaneciera lejos? – Su voz sostenía un tono de regaño, gentil pero una reprimenda al mismo tiempo. – ¿Dónde están sus padres, piccola?
Isabella cruzó la habitación, manteniendo la cara oculta, temiendo que la nota simpática en la voz de la mujer fuera su perdición. Deseó enroscarse en una patética bola y llorar por la pérdida de su familia, por la terrible carga que había caído sobre sus hombros. En vez de eso, se aferró a uno de los postes hermosamente labrados de la gigantesca cama hasta que sus nudillos se quedaron blancos.
– Mis padres murieron hace largo tiempo, signora. – Su voz fue firme, sin emoción, pero la mano que aferraba el poste se apretó incluso más. – Tengo que hablar con él. Por favor, si pudiera llevarle una palabra, es muy urgente, y tengo poco tiempo.
La criada volvió a entrar en la habitación, cerrando firmemente la puestra tras ella. Al momento, el aceitoso aire cargado del palazzo pareció desvanecerse. Isabella notó que podía respirar más libremente, y la pesadez de su pecho se alivió. Comprendió que el extraño olor surgía de la superficie del agua caliente de la bañera preparada para ella, una fragancia limpia, fresca y floral que nunca había encontrado antes. Inhaló profundamente y agradeció la taza de té que la mujer presionó en su mano temblorosa.
– Debe beber esto inmediatamente. – Animó Sarina. – Está usted muy fría, ayudará a calentarla. Bébase hasta la última gota… eso es, buena chica.
El té ayudó a caldear sus entrañas, pero Isabella temía que nada la calentaría a fondo otra vez. Temblaba incontrolabremente. Levantó la mirada hacia Sarina.
– En realidad puedo arreglarmelas. No deseo causarle problemas. Esta habitación es encantadora, y tengo todo lo que podría necesitar. Por cierto, soy Isabella Vernaducci. – Miró hacia la confortable cama, el fuego alegre y cálido. Apesar del agua invitadora y humeante de la bañera, en el momento en que la criada la dejara sola, Isabella pretendía caer sobre la cama, completamente vestida, y simplemente dormir. Sus párpados caían, no importaba cuanto intendara permanecer despierta.
– El Amo desea que la atienda. Se tambalea de cansancio. Si mi hija estuviera lejos de casa, quería que alguien la ayudara. Por favor, hágame el honor de permitirme asistirla. – Sarina ya estaba sacándole la capa de los hombros. -Vamos, signorina, el baño está caliente y la calentará mucho más rápidamente. Todavía está temblando.
– Estoy tan cansada. – Las palabras escaparon antes de que Isabella pudiera detenerlas. – Sólo quiero dormir. – Sonaba joven e indefensa incluso a sus propios oídos.
Sarina la ayudó a desvestirse y la urgió a entrar en el agua caliente. Cuando Isabella se deslizó dentro de la bañera humeante, Sarina soltó las hebras sedosas y extendió el pelo de la joven. Muy gentilmente masajeó el cuero cabelludo de Isabella con la punta de los dedos, frotando con un jabón casero que olía a flores. Graduamente, mientras el calor del agua rezumaba en Isabella, su terrible temblor empezó a disminuir.
Isabella estaba tan cansada, sabía que iba a la deriva mientras la criada le enjuagaba el pelo y la envolvía en una pesada toalla. Fue a tropezones hasta la cama como en un ensueño, medio consciente de lo que la rodeaba y medio dormida. Sintió a Sarina trabajando en los nudos de su pelo, liberando las largas trenzas, después volviéndo a trenzarlo en pesados mechones mientras Isabella se quedaba tendida tranquilamente reconfortada, algo que su madre había hecho cuando era muy pequeña. Sus largas pestañas cayeron, y quedó tendida pasivamente sobre la cama, con la toalla rodeando su cuerpo desnudo absorbiendo el exceso de humedad del baño.
El golpe en la puerta no pudo provocar su interés. Ni siquiera el olor de la comida pudo captar su atención. Quería dormir y alejar todas las preocupaciones y miedos. Sarina murmuró algo que no pudo captar. Sólo quería dormir. Se llevaron la comida, e Isabella continuó adormilada, el confort del crujir del fuego, y las manos de Sarina en su pelo la arrullaban con una sensación de bienestar.
Desde lejos, aislada en su estado de ensoñación, Isabella oyó jadear a Sarina. Intentó abrir los ojos y arreglárselas para espiar a hurdatillas por debajo de las pestañas. Las sombras de la habitación se habían alargado alarmantemente. Las filas de delgadas velas de la pared habían sido apagadas de un soplo, y las llamas del hogar se habían apagado, dejando las esquinas del domitorio oscuras y poco familiares. En una esquina divisó la oscura figura de un hombre. Al menos pensó que era un hombre.
Era alto, de anchos hombros, pelo largo y ojos mordaces. Las llamas del fuego parecían resplandecer con el rojo anaranjado de su ardiente mirada. Podía sentir el peso de esa mirada sobre su piel expuesta. Su pelo era extraño, de un color leonado que se oscurecía en negro cuando caía sobre los hombros y bajaba por su amplia espalda. Estaba mirándola desde las sombras, confundiéndose entre ellas haciendo que no pudiera discernirle claramente. Una figura sombría para sus sueños. Isabella parpadeó para intentar enfocarle mejor, pero tenía demasiados problemas para arrancarse de su estado de sueño. Su cuerpo se sentía flotar, y no podía encontrar la energía suficiente como para arrastrar su brazo expuesto bajo la toalla. Mientras estaba tendida, intentando fijar la vista en la sombría figura, su visión se nubló todavía más, y las largas manos de él parecieron garras por un momento, su gran masa se movía con una gracia no del todo humana.
Se sentía expuesta, vulnerable, pero por más que lo intentaba, no podía arreglárselas para levantarse. Tendida bocabajo sobre la cama, mirando aprensivamente a la esquina oscurecida, su corazón matilleó con dolorosa fuerza.
– Es mucho más joven de lo que había imaginado. Y mucho más hermosa. – Las palabras fueron pronunciadas suavemente, como si simplemente pensara en voz alta, no para que le oyera nadie. La voz era profunda y ronca, una aleación de seducción y orden, y un gruñido gutural que casi le detuvo el corazón.
– Tiene mucho valor. – La voz de Sarina llegó del otro lado, bastante próxima, como si revoloteara protectoramente cerca, pero Isabella no se atrevió a comprobarlo, temiendo apartar la mirada de la figura que la observaba tan intensamente. Como un depredador. Un gran felino. ¿Un león? Su imaginación estaba jugando con ella, mezclando realidad y sueños, y no podía estar segura de qué era real. Si él era real.
– Fue una estúpida al venir aquí. – Dijo con un latigazo en la voz.