Una puerta estaba parcialmente abierta, el frío aire del exterior entró en una ráfaga. Se sintió bien sobre la piel. Isabella estaba acalorada, pegajosa y sin aliento. Dio un paso saliendo por la puerta lateral, contemplando con respeto el brillante paisaje blanco. Estaba definitivamente a gran altura, en el tercer piso, y el balcón era pequeño, solo un saliente con forma de media luna con un amplio pasamanos. Cuando dio un paso hacia el borde, la puerta se cerró de golpe tras ella.

Isabella la miró con atónita sorpresa. Intentó accionar la manilla, pero la puerta no se movió. Exasperada, empujó la puerta, después la golpeó insensatamente hasta que recordó que no era probable que nadie estuviera cerca de la entrada. Estaba encerrada fuera en el frío vistiendo solo un fino vestido de día. El balcón estaba helado, resbaladizo bajo sus zapatos. El viento tiraba de sus ropas, atravesándola con su aliento helado. Repentinamente comprendió que estaba en el balcón de una de las torres redondas, y bajo ella estaba el infame patio donde un DeMarco había dado muerte a su esposa.

– ¿Cómo consigues meterte en estos líos? -preguntó en voz alta, dando pasitos hacia la barandila del balcón y agarrándose a la pared que rodeaba su diminuta prisión. Aferrando el borde, se inclinó hacia afuera, mirando abajo, esperando que hubiera alguien a la vista y poder atraer su atención.

Cuando descansó su peso contra la barandilla, sintió la oleada de poder, de alegría, fluyendo a su alrededor, el aire se espesó con malicia. Sin advertencia las baldosas se desmoronaron bajo ella. Estaba cayendo a través del espacio, sus dedos arañaron en busca de algo sólido, un grito desgarró su garganta. Se cogó al cuello de uno de los leones de piedra que guardaban el lateral pronunciado del castello. Por un momento casi se resbaló, pero se las arregló para rodear la melena de la estatua con sus brazos.

Isabella gritó de nuevo, alto y largo rato, esperando atraer la atención de alguien sobre su aprieto. No podía subir su cuerpo sobre el león esculpido, y le dolían los brazos por estar colgada. La nieve se había recogido sobre el mármol liso, volviéndolo frío como el hielo y muy resbaladizo. Isabella cerró los dedos y rezó pidiendo ayuda.

El sol se había puesto, y la oscuridad caía sobre las montañas. El viento se alzó y atacó ferozmente su cuerpo colgado con heladas bocanadas. Se estaba empezando a enfriar tanto que sus manos y pies estaban casi entumecidos.

– ¡Signorina Isabella! -la voz sorprendida de Rolando Bartolmei llegó desde arriba. Levantó la mirada para encontrarle inclinado sobre el balcón, su cara estaba pálida de preocupación.

– Cuidado -su advertencia fue un simple graznido.

– ¿Puede alcanzar mi mano?

Isabella cerró los ojos brevemente, temiendo que si miraba abajo caería. Mirar hacia arriba era incluso más aterrador. Su corazón estaba palpitando, y saboreó el terror. Alguien, algo había arreglado su accidente. Alguien la quería muerta. Había sido conducida directamente a una trampa. El Capitán Bartolmei estaba sobre el balcón. Tenía que soltarse de su león y confiar en que él tirara de ella hacia arriba.

– Míreme -ordenó él-. Levante el brazo y tome mi mano ahora mismo.

Se aferró al león de piedra pero se las arregló para levantar la mirada hacia su rescatador.

– ¿Está herida? -La voz del Capitán Bartolmei bordeaba la desesperación-. ¡Respóndame! -Esta vez utilizó su autoridad, ordenando conformidad. Su mano estaba a centímetros de las de ella y se inclinaba hacia abajo-. Puede hacerlo. Tome mi mano.

Isabella tomó un profundo aliento y lo dejó escapar. Muy lentamente trabajó en soltar su garra, un dedo cada vez. Dando un salto de fe, se estiró hacia él. Rolando cogió su muñeca y la arrastró hacia arriba y sobre la barandilla. Se derrumbó contra él, ambos despatarrados sobre el balcón cubierto de nieve.

Por un momento él la abrazó firmemente, sus mano le palmeaban la espalda en un torpe intento de consolarla.

– ¿Está herida de algún modo? -La sentó con manos gentiles. Isabella estaba temblando tan fuerte que sus dientes castañeaban, pero sacudió la cabeza firmemente. Sentía la piel helada. Rolando se quitó la chaqueta y la colocó alrededor de sus hombros-. ¿Puede caminar?

Ella asintió. Si eso le conseguía su dormitorio, un fuego cálido, una taza de té caliente, y su cama, se arrastraría si era necesario.

– ¿Qué ocurrió? ¿Cómo llegó a este lugar? -La ayudó a ponerse en pie y la condujo fuera del viento, de vuelta a los corredores de los sirvientes.

– Grazie, Signor Bartolmei. Me ha salvado la vida. No creo que hubiera podido aguantar mucho más. Creí oir a alguien que conozco llamándome. La puerta se cerró detrás de mí, y quedé atrapada -Subyugada, Isabella siguió su liderazgo a través de la red de escaleras y salones hasta que estuvieron una vez más en la sección principal del palazzo-. Por favor, envíeme a Sarina. -dijo cuando se detuveron delante de su puerta. Sus pies estaban tan entumecidos que no podía sentirlos-. Preferiría que no diera nada. Yo no debería haber estado explorando-. Antes de que él pudiera protestar, Isabella se metió rápidamente en su cuarto, murmurando su agradecimiento una vez más.

Cerró la puerta rápidamente antes de humillarse estallando en lágrimas. Isabella se lanzó bocabajo sobre la cama. El fuego estaba ya rugiendo en el hogar, pero Isabella no creía que volviera a estar caliente nunca. Se envolvió las manos en la colcha y tembló impotentemente, insegura de si era de puro terror o de amargo y penetrante frío.

Sarina encontró a Isabella temblando incontrolablemente, con el pelo húmedo y enredado, su vestido empapado y manchado de polvo. Lo más alarmante era el hecho de que la chaqueta del Capitán Bartolmei la cubría.

– Ahora mis manos y pies están ardiendo -dijo Isabella, luchando por no llorar.

El ama de llaves se hizo cargo inmediatamente, secando a la joven a su cargo, arreglándole el pelo, y arropándola bajo las colchas después de una reconfortante taza de té.

– El abrigo del Capitán Bartolmei no debería estar en su habitación. ¿Los sirvientes la han visto llevándolo? ¿Tropezó con alguno de ellos mientras atravesaba el palazzo?

– ¿No quieres saber lo que ocurrió? -Isabella apartó la cara, enferma por haber estado tan cerca de la muerte, pero que todo lo que pareciera preocupar al ama de llaves era la decenca-. Estoy segura de que alguien nos vio. No estabamos intentando ocultarnos.

Sarina la palmeó amablemente.

– Es necesario ser precavida, dada tu posición, Isabella.

Isabella se sobresaltó, habiendo oído esas palabras muchas veces de su padre.

– Intentaré arreglarlo para que la próxima vez que casi me mate, no sea pasto de cotilleos.

Sarina pareció horrorizada.

– No quise decir…

Nicolai DeMarco entró sin advertencia, interrumpiendo lo que fuera que el ama de llaves tuviera que decir. Sus ojos ámbar ardían.

– ¿Está herida?

Sarina mantuvo la mirada fija en Isabella, que giró la cabeza hacia el sonido de la voz del don.

– No, signore, solo muy fría.

– Quiero hablar con ella a solas. -Nicolai lo convirtió en un decreto, circunveniendo cualquier protesta que Sarina pudiera hacer.

Esperó hasta que su ama de llaves hubo cerrado la puerta antes de tomar la silla que ella había dejado vacante. Su mano de arrastró hasta la nuca de Isabella.

– El Capitán Bartolmei me dijo que casi caíste a tu muerte, ¿Qué estabas haciendo allí arriba, piccola?

– Ciertamente no saltando a mi muerte, si esto lo que crees -replicó Isabella con su acostumbrado espíritu-. Estaba perdida -Sus pestañas cayeron-. Seguí la voz. La puerta se cerró. Había frío. -Sus palabras eran bajas, sus frases inconexas, y no tenían en realidad ningún sentido para él-. ¿No vas a preguntar por qué está la chaqueta del Capitán Bartolmei en mi dormitorio? Sarina parecía excesivamente preocupada por eso-. Había molestia, dolor en su tono, apesar del hecho de que intentaba valientemente ocultarlo-. Ya me han dado un sermón sobre ser más discreta cuando esté cayendo a mi muerte, así que si no te importa, pasaré de otro.


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